En Bajan, un poblado había surgido alrededor del pozo de agua que proveía a los viajeros y las caravanas de mulas que recorrían el sendero en dirección a los territorios norteños. Una pequeña iglesia era el centro del poblado. Seguí al peón hacia el templo. Al entrar en lo que parecía ser la plaza, se abrió la puerta de un patio junto a la iglesia y salió Renato. Estaba al otro lado de la plaza. Le di una palmada en la grupa a Tempestad y avancé al galope, desenvainando la espada.
No había cubierto la mitad de la distancia que me separaba de ese cabrón, cuando los soldados armados con mosquetes entraron en la plaza procedentes de todas las direcciones.
Tiré de las riendas de Tempestad para cambiar de dirección y atravesé la línea de soldados a mi derecha.
—¡Disparad al caballo! —gritó Renato.
Sonó una descarga de los mosquetes. Una bala alcanzó mi muslo izquierdo, y noté que Tempestad se sacudía debajo de mí mientras caía. Me solté de los estribos y golpeé contra el suelo con tanta fuerza que me quedé sin respiración. Busqué a tientas mi espada, que había caído unos pasos más allá, y me levanté, tambaleante, mareado, espada en mano. Mis ojos se nublaron, pero oí a Renato gritar la orden de que no me disparasen mientras corría hacia mí con la daga en la mano. No me quería muerto porque deseaba arrancarme con la tortura la ubicación del tesoro.
Mientras me tambaleaba hacia él para enfrentarme a su carga, un caballo y su jinete se abrieron paso entre el círculo de soldados y oí un grito de una voz conocida.
¡Marina! La mujer-soldado me había seguido.
Pasó por mi lado al galope y llevó su caballo contra Renato. Entonces se oyeron más disparos, su caballo tropezó y cayó. Como un jinete circense, Marina cayó de pie con el machete en la mano. El impulso la arrojó tambaleante hacia Renato cuando intentaba recuperar el equilibrio. Casi corrió a sus brazos. Mientras avanzaba, todavía tambaleándose, levantó el machete para atacarlo, pero él se adelantó, paró el brazo del machete y le clavó la daga en el vientre.
—¡No! —grité—. ¡No!
Renato me sonrió mientras la rodeaba con el brazo libre y la atraía hacia sí, retorciendo la daga en su vientre. Marina cayó al suelo a sus pies mientras yo cojeaba y me tambaleaba en mi avance, la sangre manando de la herida en el muslo. Estaba a unos pocos metros de alcanzarlo cuando oí pasos detrás de mí. Por el rabillo del ojo vi el movimiento de la culata de un mosquete y la parte de atrás de mi cabeza estalló. Caí de nuevo al suelo, aturdido.
—¡No lo matéis! —gritó Renato—. Llevadlo al pozo del patio.
Dos hombres me cogieron por los brazos y me arrastraron a través de la reja abierta y el patio de la iglesia hasta un pozo con un brocal de ladrillos de adobe de un metro de altura. Un armazón de madera construido sobre el pozo sostenía una polea con una cuerda.
—Vosotros dos quedaos —les dijo a los hombres que me habían arrastrado allí—. El resto, fuera, salid de aquí.
Sabía por qué quería intimidad. No me había perdonado la vida por amistad.
Renato cogió la cuerda que sujetaba el cubo utilizado para sacar agua del pozo. La separó del cubo y le entregó el extremo de la cuerda a uno de los hombres que me habían arrastrado.
—Atadle las piernas. Dadle la vuelta para que pueda atarle las manos.
Mientras yacía boca abajo en el suelo, Renato se arrodilló a mi lado y me ató las manos a la espalda con una tira de cuero.
—Eh, lépero hijo de puta. Sabía que vendrías a por mí.
—Moriré antes de decirte nada.
—Sí, morirás pronto, pero no antes de que haya acabado contigo. Antes de que termine, me suplicarás que envíe tu alma al infierno.
Se levantó y me propinó una patada en la herida. Solté un gemido involuntario a causa del dolor.
—Levantadlo —ordenó a sus ayudantes—, y bajadlo al pozo cabeza abajo.
¿Cabeza abajo?
El muy hijo de puta pretendía ahogarme. Era un hombre listo. El ahogamiento era algo terrible. Me habían dicho mis amigos guerrilleros en España que era mejor que te cortaran en pedazos o te mataran a palos antes que ser torturado con el agua. Cuando te cortan o te pegan, te desmayas o tu cuerpo entra en shock y el dolor disminuye. No ocurre lo mismo con el ahogamiento, porque tu cuerpo tiene la necesidad constante de respirar. La muerte era la única escapatoria, y Renato me impediría entregar el espíritu hasta que estuviera preparado.
Mis pies se levantaron primero cuando los hombres tiraron de la cuerda. Cuando me tuvieron en el aire encima del pozo, la soltaron, y caí de cabeza en el oscuro hueco. Durante el descenso, me raspé el hombro contra una afilada roca que sobresalía de la pared interior. No tuve tiempo de gritar de dolor cuando se abrió mi hombro antes de golpear contra el agua.
Por un momento, el agua era fresca, un grato alivio para mis heridas. No había tenido la presencia de ánimo suficiente para coger aire antes de verme sumergido, pero no hubiese servido de nada. El agua me entró por la nariz de inmediato, y solté el poco aire que retenía. Cuando salió el aire, entró el agua. La tragué, y mi cerebro estalló en un millón de chispas. Me sacudí violenta, compulsivamente, como un gran pez que acaba de ser pescado por la cola.
De pronto vi que me subían. Cuando volví a estar en la boca del pozo, Renato se inclinó por encima del borde y me preguntó:
—¿Dónde está mi tesoro? Si me lo dices, te dejaré vivir.
Le escupí agua y vómito.
Me dejaron caer de nuevo y volé hacia abajo, desgarrándome la espalda y las muñecas tan fuerte en una piedra que sobresalía que creí que me había roto los brazos antes de chocar contra el agua. Esta vez fui hasta abajo y mi cabeza golpeó en el fondo. El golpe me procuró un momentáneo alivio cuando mi cuerpo quedó inerte, pero un segundo más tarde —de nuevo contra mi voluntad— mis pulmones respiraron agua y estallaron en llamas.
A través de la niebla que envolvía mi cerebro, comprendí que me habían izado de nuevo y que Renato les había ordenado a sus hombres que me permitieran recuperar el aliento. Como cualquier buen torturador, sabía que la tortura sólo funcionaba con los vivos.
—Dime dónde está el tesoro y dejaré que me lleves hasta él —susurró el demonio en mi oído.
—Te llevaré a tu tumba.
Ordenó que me arrojaran de nuevo al pozo oscuro.
Debatiéndome contra la muerte, tiré con fuerza del cordón de cuero mojado alrededor de mis muñecas y noté que cedía. Durante la última caída, el cordón se había enganchado por un momento en una de las afiladas piedras, que sobresalían de la pared interior y, al tirar con los brazos hacia arriba, temí que el cordón enganchado dislocara mis hombros, incluso mientras una cegadora agonía quemaba mis articulaciones. Pero luego sentí cómo el cordón cedía cuando me aparté de la afilada protuberancia y continuó mi caída. Tiré de nuevo del cuero, y de pronto mis manos quedaron libres.
Cuando me subieron, Renato se inclinó por encima del borde para burlarse de mí.
—Ésta es tu última oportunidad, hijo de puta, de lo contrario…
Levanté los brazos. Lo sujeté por la chaqueta y tiré de él, que cayó por encima del brocal, sujetándose a mí. Mientras caía, lo empujé hacia abajo, pero se sujetó de mi cintura. El peso era demasiado para los dos hombres que tiraban de la cuerda. Oí un grito, y luego Renato y yo caímos por el hueco. Él golpeó con fuerza contra una roca que sobresalía de un costado de la pared. Cuando chocamos contra el agua, nos sumergimos, pero me vi izado por encima de la superficie del agua por los hombres que tiraban de la cuerda. Pasé un brazo alrededor del cuello de Renato y lo sujeté con fuerza. Los hombres en la superficie no podían subirnos a los dos. Él no se resistía como un hombre con todas sus fuerzas, y comprendí que había quedado aturdido por el golpe contra las rocas. Con mi brazo alrededor de su cuello, me aparté del costado con los pies y golpeé su rostro contra la pared de piedra una y otra vez durante todo el tiempo que tardaron en subirnos.
Los hombres habían enganchado la cuerda a una mula para izarnos, pero yo fui el único que lo conseguí, pues cuando llegamos arriba, lo solté.
Yacía en el suelo, maniatado de nuevo, mientras bajaban a un hombre para buscar a Renato. Lo subieron muerto…, tal como yo quería que estuviese el hijo de puta.
Por las conversaciones que oí a mi alrededor, entendí que esperaban órdenes del teniente coronel Elizondo. Mi cerebro estaba empapado pero funcionaba lo bastante bien como para reconocer el nombre del oficial revolucionario que estaba a cargo del territorio. Él recibiría al padre y a Allende cuando llegaran al pozo.
El hecho de que un líder revolucionario se uniera a Renato para robar el dinero destinado a la revuelta no era algo increíble; los hombres son universalmente codiciosos. Sin embargo, resultaba extraño que lo hubiera hecho de una forma tan descarada. Que yo había sido separado del ejército, capturado y torturado sería la noticia de esa noche en todos los campamentos. ¿Cómo explicaría Elizondo sus acciones?
Una voz femenina proveniente de mi pasado preguntó cuándo llegaría el coronel. Me retorcí en el suelo. Ella estaba sentada en una silla, bajo una sombrilla. En la mesa, a su lado, había una botella de brandy y una copa llena. Se abanicaba y fumaba un cigarrillo.
Había visto a su amante torturar y asesinar a su marido, había observado cómo me torturaba a mí, había presenciado cómo su amante era sacado sin vida del pozo…
Bajó la mirada y ésta se cruzó con la mía. Me miró con indiferencia. Bien podría haber sido uno de los peones que utilizaba como felpudo.
Una tropa entró entonces en el patio y el hombre que me vigilaba exclamó el nombre de Elizondo.
El ruido de las botas, unas botas muy caras, se detuvo junto a mi cabeza. Me volví y miré al oficial de pie a mi lado. Llevaba las insignias de un teniente coronel. Había oído de los oficiales criollos que Elizondo había sido capitán antes de la revuelta y le había pedido a Allende que lo nombrara general. Allende se había negado y sólo lo había ascendido a teniente coronel, alegando que necesitaba más soldados, no más generales. Allende había tomado una mala decisión, ¿no?
—Es usted muy valiente o muy tozudo, señor —dijo.
—No soy ninguna de las dos cosas. El tesoro pertenece a la revolución y está en las manos del padre. Renato nunca entendió que no podía dárselo. No amenacé al hombre con la venganza del padre. Eso sólo hubiera adelantado mi muerte.
—La revolución se ha acabado. Dentro de muy poco, los tesoros robados al rey estarán en las manos correctas.
—¡Traidor!
—No, soy un realista. Los realistas han ganado. Larga vida al rey. —Me dirigió una sonrisa burlona.
—El padre tiene un gran ejército que se aproxima…
—El padre no está al mando, sino Allende. El ejército está dispersado a lo largo de kilómetros. Les he dicho a los líderes que se adelanten con sus monturas y sus carruajes para que beban primero, así el pozo se llenará de nuevo antes de que llegue el ejército principal. Se encontrarán con una sorpresa en el pozo.
Era un buen plan. Los líderes caerían en la trampa, y una vez que los tuvieran a ellos, el ejército sería inútil. Le sonreí.
—Recibirás tu recompensa en el infierno por traicionar a tus compañeros.
—Por si te interesa saberlo, mi recompensa del virrey será muy buena. —Se volvió hacia Isabel—. Como has oído, el tesoro de tu marido se ha perdido. Pero quizá yo pueda hacer tu estancia en el norte… más agradable de lo que ha sido.
Sin mirar en mi dirección, ella me señaló con el pie:
—¿Hay alguna recompensa por él?