CIENTO SEIS

Escapamos del lugar, expulsados no por la fuerza de las armas, sino por el humo y el fuego, las armas de conquista de la naturaleza. Habíamos dejado atrás los cantos a la victoria y los perdidos sueños de gloria. Nos llevábamos con nosotros el amargo gusto de la derrota.

Una vez más, los líderes se separaron, esta vez escapando en direcciones diferentes. Marina y yo fuimos con el padre. Los únicos jinetes que nos llevamos con nosotros fueron los cuatro guardaespaldas del sacerdote. Escogidos por Marina, nunca se separaban de su lado. Muchos más hubieran venido, pero el padre no quería que nos acompañara una tropa de dragones. Esperaba ser anónimo, pasar desapercibido.

—Cree que Dios lo castiga —dijo Marina—, y por él, a todos los que lo siguen.

—¿Castigarlo por qué? —pregunté—. ¿Por amar a la gente? ¿Por darlo todo y arriesgar su vida para que los pobres puedan tener un trozo de tierra y ser libres? Dios no dirigió ese disparo de cañón, fue el diablo.

Cerca de Zacatecas, Allende y los otros oficiales criollos, junto con las tropas montadas, se unieron a nosotros en la hacienda del Pabellón…, y trajeron problemas consigo. Allende y los hermanos Aldama exigieron hablar con el padre a solas. Marina desenfundó la daga y yo mi espada. El padre se interpuso entre nosotros.

—No —dijo—, guardad las armas. Sé lo que quieren.

Querían que el padre les entregara el mando y la revolución. ¿Qué mando?, me pregunté mordazmente. ¿Qué revolución? ¿Acaso no estábamos huyendo del ejército realista?

Gran parte del norte estaba todavía en manos de nuestros compadres, y cuando volvieron, el padre y Allende me asombraron con la audacia de su plan. Iríamos al norte, a través de Monclova, entraríamos y cruzaríamos la región de Texas hasta una ciudad llamada Nueva Orleans en el territorio de Luisiana, que acababa de ser comprada por Estados Unidos a Francia. Una vez allí, con el oro y la plata que habíamos «requisado» de los tesoros de Guanajuato y otras ciudades, compraríamos las mejores piezas de artillería y mosquetes. Con dinero y armas, podríamos reunir y entrenar otro ejército.

—Cuando regresemos a la colonia para desafiar a los gachupines, no estaremos al mando de una horda de decenas de miles de indios sin formación y mal armados, sino de un ejército bien equipado y preparado, que marchará a ritmo de los tambores y disparará cuando se les ordene. ¡No todo está perdido! —le dije a Marina.

Ella se rió y batió palmas.

—No nos podrán parar; detrás de nuestro ejército entrenado habrá un interminable océano de mi gente. Esta vez, los americanos tomaremos la capital y toda la colonia con ella.

Así y todo, los criollos no querían al padre. Cada vez más, creían que ya no lo necesitaban. En un momento de furia, uno de ellos dio a entender que, si moría en el camino, se harían con el control del tesoro revolucionario. Con tanto oro y tanta plata en sus manos, podrían formar un ejército profesional para la causa de la independencia…, o retirarse a grandes mansiones y vivir rodeados de lujo en Nueva Orleans, ¿no?

Pero de nuevo Allende y los hermanos Aldama evitaron ponerse en contra del padre. Estaban furiosos con él, lo acusaban de haber debilitado la revolución al negarse a atacar la capital y por no seguir sus consejos en el puente de Calderón, pero eran hombres de honor; la derrota no los llevaría a asesinar al hombre que habían escogido como su líder. Además, Allende estaba ahora al mando. El padre se había encerrado en sus propios pensamientos. Ya no se comunicaba con nosotros excepto en un amable tono cuando le llevábamos la comida o cuando algunos de nosotros hacíamos algún comentario sobre el terreno o el tiempo.

Nos habíamos detenido en la casona de una hacienda cuando llegó un mensajero con un despacho del general Luis de la Cruz, un oficial realista. Más tarde me enteré por Marina de que el general había enviado una copia del indulto ofrecido por las Cortes españolas a todos los participantes en la revolución. De la Cruz invitaba al padre a aceptar el perdón y ordenar a aquellos que estaban bajo su mando que lo aceptasen.

Marina me mostró la respuesta del padre.

En el cumplimiento de nuestro deber, no dejaremos las armas hasta que hayamos arrancado la valiosa gema de la libertad de las manos del opresor… El perdón, excelencia, es para los criminales, no para los defensores de su país.

No se deje engañar, excelencia, por las fugaces glorias del brigadier Calleja; no son más que relámpagos que ciegan más que alumbran…

El camino al norte era ardiente bajo el sol de mediodía, pero tremendamente frío por la noche. Cabalgamos por la zona prohibida, el vasto desierto de Chihuahua, que se extendía centenares y centenares de kilómetros a través del río Bravo hacia Santa Fe y la provincia de Texas, un mundo abrasado de polvo y cactus, salvajes apaches y un calor infernal. Nuestro viaje se hacía cada día más duro debido a las interminables distancias entre los precarios pozos de agua.

El Bajío iba desde los fértiles campos al rocoso terreno de las montañas de Dolores y Guanajuato. Pero el viaje al norte era por un terrible desierto donde el agua sólo se podía obtener a largos intervalos y en escasas cantidades. Siempre temíamos que el siguiente pozo estuviera seco.

Nuestra expedición, un gran grupo con una terrible sed, incluía ahora a otros sesenta líderes: sacerdotes y criollos que habían unido su suerte a la nuestra, la mayoría de ellos montados en catorce carruajes tirados por mulas. Teníamos a un par de centenares de soldados de caballería, la mayoría vaqueros armados con lanzas y unos pocos dragones de la milicia que se habían unido a la revuelta cuando nuestros estandartes ondeaban muy alto. Detrás de la élite y la caballería venían unos dos mil soldados de infantería, indios y mestizos, pocos de ellos con otras armas que no fueran los machetes y los cuchillos.

No nos parecíamos en nada a una unidad militar; no marchábamos en fila, ni al ritmo de una cadencia, ni manteníamos un orden particular. El generalísimo Allende no creía que nada de eso fuera necesario. No había ninguna fuerza en la región lo bastante grande como para amenazamos. Las tropas realistas estaban al menos a una semana de camino detrás de nosotros, si es que se habían tomado la molestia de seguirnos. Tampoco ningún grupo indio, ni siquiera los salvajes apaches, podían amenazar a un ejército del tamaño del nuestro.

No esperábamos ninguna oposición de las unidades militares en nuestra marcha al norte. Debido a que la zona estaba muy poco poblada, sólo había unas pequeñas y dispersas unidades de milicia a las órdenes del virrey. Y ni siquiera de éstas se podía decir que estuvieran dando apoyo a la causa realista. Debido a la distancia de la capital, los virreyes de Nueva España no mantenían un control firme de las provincias norteñas como hacían con el resto de la colonia. Los norteños eran gente dura y tenían que trabajar mucho más para sobrevivir que la gente del sur. Se habían unido de inmediato a la causa de la independencia cuando les llegó la noticia del grito. El mensaje enviado por el teniente coronel Elizondo, un oficial norteño reclutado para la causa, era que el padre sería recibido en Monclova como un héroe.

La desesperación continuaba flotando sobre nosotros mientras marchábamos. El miedo a la derrota había desaparecido, pero también el júbilo inicial ante el hecho de que nos retiraríamos hasta Nueva Orleans y compraríamos buenas armas.

Estábamos a un día del agua de los pozos de Bajan cuando la mujer que había dominado gran parte de mi vida entró de nuevo en ella como un vertiginoso viento negro envenenado procedente de la ultratumba azteca. Miré las palabras escritas en un mensaje que me había traído un peón montado en un burro.

Ven en mi ayuda, don Juan. Renato me tiene prisionera.

—¿Cómo es que tienes ese mensaje? —le pregunté al mensajero.

—Me lo dio un sacerdote.

—¿Qué sacerdote?

—En Bajan, señor. Es el sacerdote al que le llevo provisiones desde Monclova.

Los pozos de Bajan serían nuestro próximo punto de abastecimiento de agua. Monclova, un poblado más grande, estaba más al norte.

—¿Cómo es que el sacerdote recibió el mensaje?

Se encogió de hombros.

—No lo sé, señor.

—¿Dónde está retenida la señora?

Pareció desconcertado.

—¿Señora?

No sabía nada de Isabel. Le habían entregado la nota, le habían dicho mi nombre y le habían ordenado que me buscara entre el ejército insurrecto. No había sido difícil encontrarme; Marina y yo habíamos estado cabalgando en vanguardia para evitar el polvo levantado por miles de pies y cascos.

Ella leyó mi mente mientras yo miraba la letra de Isabel.

—¡Eres un idiota! Es una trampa.

—¡Silencio, mujer! No me dejo engañar. No voy a ir a por Isabel; voy a matar a Renato.

—¿Qué pasa si él te mata a ti?

Le sonreí.

—Entonces tendrás que buscar a otro al que castigar con tu lengua afilada.

Detuve el golpe de su látigo con el codo. Era una mujer dura.

Seguí al peón en dirección norte hacia Bajan, dejando atrás a una mujer furiosa y a un lento ejército que se extendía a lo largo de kilómetros.

Muchos pensamientos pasaban por mi mente. Había mentido cuando le dije a Marina que mi único motivo era matar a Renato. Quizá también mataría a Isabel. Pero antes de hacerlo haría que ella se pusiera de rodillas y me suplicara perdón. La haría confesar todos los crímenes que había cometido contra mí. Luego, si estaba convencido de su sinceridad, la miraría con desprecio, mi espada preparada para cortarle la cabeza, y en lugar de matarla, como un sacerdote, la absolvería de pecado pero no la perdonaría. «Ya no te quiero —le diría—. Eres peor que una perra».

Por supuesto, para ser justo, si ella me convencía de su inocencia, si me decía que Renato la había obligado…, bueno, entonces sería una víctima inocente, ¿no?