Guadalajara
—¡Deberías estar muerto!
Ay, las mujeres nunca están satisfechas. Había vuelto con mis heridas todavía frescas, mis dolores todavía agudos, regresado de entre los muertos por el bien de la revolución, y Marina seguía sin estar satisfecha. ¿Estaba diciendo que estaba mal que no estuviese muerto porque había regresado sin el oro, o que no hubiera muerto como consecuencia de mis heridas siendo tan graves como eran?
Isabel, la mujer a la que había amado durante tanto tiempo, había intentado asesinarme. Había arrancado otro trozo de mi alma. Si para Marina el oro destinado a la insurrección era más importante que mi propia vida, ella también me hubiera aplastado.
Le había explicado al comprensivo padre y a la despiadada Malina por qué había regresado con las manos vacías. Les había dicho que sabía dónde estaba el oro, pero que no había podido recuperarlo debido a mis heridas. El padre lo había comprendido, pero ella me había mirado con clara sospecha.
—Dejé el oro con la intención de recuperarlo más tarde, no para mí, sino para el padre y su ejército —le dije a la cínica señorita—. Le he dicho al padre dónde está. Puede ir a buscarlo si me matan.
El párroco admitió que sabía dónde estaba oculto el oro, pero dijo que en ese momento eso era irrelevante. El destino de su ejército era incluso más incierto que cuando yo me había marchado. Escuchó con gran interés mi descripción de las fuerzas de Calleja y me dio las gracias por el trabajo que había hecho.
No obstante, su gratitud no aplacó la furia de Marina.
—Si el oro no es para la reconquista, yo misma te cortaré tu mentirosa lengua.
El padre le palmeó la mano.
—Juan hizo todo lo que pudo. Fue traicionado.
—De haber hecho lo mejor, hubiera traído el oro.
—Puedo ir ahora mismo a por él —afirmé. Había herido mi orgullo. Recuperaría ese tesoro aunque tuviera que arrastrarme con las bolsas atadas a la espalda.
—El tesoro tendrá que esperar —dijo el padre—. Debemos librar una batalla y el oro no nos sirve en este tardío momento a menos que podamos hacer con él balas de cañón.
Marina y yo nos marchamos para que pudiera continuar con los preparativos de la batalla que debíamos librar y que se acercaba rápidamente. Los ejércitos ya habían maniobrado cerca del puente de Calderón, al este de la ciudad.
Yo estaría presente en la batalla pero sólo con una pistola cargada en mi mano por si acaso un soldado realista se me acercaba lo suficiente para dispararme. En el camino de vuelta a Guadalajara, me había caído de Tempestad después de escapar de una patrulla realista que me había encontrado cerca de Atotonilco. La caída me había reabierto la herida, que ahora tenía mal aspecto. Para el momento en que llegué a Guadalajara, la herida se veía roja e hinchada. Todo mi cuerpo ardía de fiebre.
Nos fuimos a la habitación de Marina en una posada cerca del campo de batalla. Me enteré de que había alquilado la habitación para mi comodidad. Bebimos vino e hicimos el amor… ¡Ay de mí! Debo confesar que no estuve a la altura de mi rendimiento habitual como gran macho en la cama. Para mi vergüenza, mi garrancha se levantó, sólo para perder su poder casi de inmediato. Marina no tuvo ninguna compasión. Es más, mostró desprecio.
Me examinó la ingle.
—No importa dónde te alcanzaron. Perdiste tu hombría a manos de esa puta hace muchos años.
Gemí en silencio. Debía mantener la boca cerrada. Aún estaba débil y dolorido, no estaba en condiciones de enfrentarme a Marina, ni mental ni físicamente. El hecho de que Isabel hubiera intentado y casi hubiera logrado asesinarme no calmaba la furia de Marina. Se habría sentido más complacida si Isabel hubiera conseguido arrebatarme la vida. Actuaba como una mujer despechada. Tenía razón; era una bruja azteca que veía a través de mis negras mentiras y mis sucios actos.
—¿Qué pasó en Aculco? ¿Por qué perdimos la batalla? —le pregunté para quitármela de encima. Aculco era la batalla en que el líder bandido había dicho que el ejército del padre había sufrido una derrota.
—No hubo ninguna batalla. Encontramos con el ejército de Calleja fue una sorpresa tan grande para los realistas como para nosotros. Él marchaba al sur para defender la capital cuando nosotros íbamos hacia el norte. No estábamos en condiciones de luchar. Después de levantar el campamento en Cuajimalpa, quizá desaparecieron la mitad de nuestras fuerzas. Ellos eran entre cinco y seis mil soldados, y nosotros quizá cuatro o cinco veces más, la mayoría aztecas, por supuesto. De pronto los dos ejércitos se vieron enfrentados. Ni siquiera tuvimos tiempo de organizar una formación de combate. El padre ordenó la retirada, que se convirtió en una desbandada cuando no pudimos mantener el orden. Perdimos la mayor parte de nuestra artillería, algunas carretas con suministros…
—¿Las putas?
—Sí, perdimos también nuestras putas. ¿Es eso lo único que te importa?
Gemí, esta vez en voz alta:
—Dado que no puedo decir nada que sea de tu agrado, ¿por qué no me cortas la lengua?
—No es lo único que te cortaré si descubro que has mentido sobre el tesoro del marqués. —Me apretó los cojones, lo que me obligó a sentarme. Me empujó hasta hacerme acostar de nuevo—. Me gustas de esta manera, demasiado enfermo para luchar.
—Háblame de la batalla.
—Ya te lo he dicho, no hubo tal batalla. Fingimos prepararnos para el combate, pero en cambio nos retiramos. Libramos algunas escaramuzas y nuestra retirada fue desordenada. Así y todo, Calleja no nos persiguió con la fuerza principal, porque él tampoco podía mantener el orden. Ese hombre es el demonio encarnado. Ya has visto sus atrocidades en Guanajuato, pero por todos los lugares por los que pasa, deja atrás a la gente colgada de los árboles. Intenta aterrorizar a nuestros partidarios para que abandonen la revuelta.
—¿Lo ha conseguido?
—Asusta a la gente, pero somos más fuertes que nunca. Nuestros soldados han hecho que los prisioneros gachupines sufriesen el mismo destino que las víctimas de Calleja. El padre quiso detener la venganza, pero no pudo controlarlos. Los prisioneros españoles fueron ejecutados, aunque eso no ha detenido la matanza de Calleja.
—El Chino es una bestia —afirmé. Le relaté cómo había convertido la muerte en una lotería, colgando a personas inocentes porque eso era más rápido que los juicios.
Marina me dijo que cuando el padre ordenó al ejército que se retirara de la capital, los llevó de vuelta al Bajío. Sólo llevaban unos pocos días de viaje cuando casi chocaron con el ejército de Calleja en Aculco.
—Calleja estaba tan cerca que comprendimos el acierto del padre cuando rehusó atacar la capital. El ejército de Calleja nos hubiese atacado por la espalda mientras asediábamos la ciudad.
Pero tal posibilidad no había calmado el desagrado de los oficiales criollos ante la negativa del padre a atacar la capital.
—Allende, los hermanos Aldama, todos están furiosos con el padre. De nuevo afirman que un cura no está capacitado para dirigir un ejército.
—Pero si no tienen ejército; el único ejército son los indios del padre.
—Es verdad, pero los criollos siguen pensando como burros. Nunca han sido capaces de encontrar la manera de maniobrar a decenas de miles de indios sin formación. Sólo saben cómo mandar a tropas preparadas. Siempre le toca al padre porque él es el único que sabe cómo dirigir sus pasiones.
Después de la debacle en Acúleo, marcharon al Bajío, en dirección a Celaya y Querétaro. Para calmar la animosidad entre el padre y los oficiales criollos, Allende se separó para llevarse una gran fuerza a Guanajuato.
—Creyó que allí podría fabricar cañones y munición —explicó Marina—, y fortificar la ciudad para defenderse de un asedio realista.
A su vez, el padre fue a Valladolid a reclutar más tropas y reaprovisionarse.
—Apenas habíamos llegado a Valladolid cuando recibimos la noticia de que Torres había tomado Guadalajara. —Marina añadió que las expectativas del padre habían cambiado después de haber abandonado la capital—. Siempre había esperado que miles de criollos se unieran a nosotros y que grandes unidades de la milicia desertarían para sumarse a nuestro bando. Ahora sabía a ciencia cierta que eso no iba a ocurrir, que sólo podía confiar en los indios que tenían coraje y corazón pero carecían de entrenamiento y armas.
Vio la captura de Guadalajara como una oportunidad para reunir de nuevo un enorme ejército de indios. Torres le suplicó que fuera a la ciudad para utilizarla como base.
—Llegamos allí con menos de ocho mil soldados, pero nuestras filas comenzaron a aumentar de nuevo a partir del primer día. —Los ojos de Marina resplandecieron de orgullo—. La ciudad recibió al padre como a un héroe conquistador con bandas de música, tropas de dragones, salvas de artillería, repiques de campanas, e incluso un tedeum cantado con toda una orquesta.
Buenas noticias de la reconquista llegaban también de otros puntos de la colonia. Gran parte del norte —Zacatecas, San Luis Potosí y la poco poblada región árida más allá— estaba a favor de la revolución. Por todo el Bajío la autoridad realista había caído, y los mensajeros del virrey eran capturados por los revolucionarios y los guerrilleros. El cura Morelos, en la región tropical de Acapulco, había conseguido logros espectaculares.
—El padre lo envió con sólo veinticinco hombres y sin armas a reclutar un ejército. Ya tiene a varios miles de combatientes, pero rehúsa enfrentarse a las tropas realistas en los campos de batalla. Como tus amigos peninsulares, combate como un guerrillero. —Marina se echó a reír—. Morelos era un cura incluso más pobre que el padre. Estuvo a punto de morir de hambre cuando iba al seminario, antes de ser aceptado por la Iglesia. Ahora dirige un ejército.
En la víspera de la gran batalla que iba a tener lugar al día siguiente contra el ejército de Calleja se cumplieron los cuatro meses desde el día en que el padre proclamó la independencia de la colonia.
Unos pocos días antes nos habíamos enterado de que Calleja avanzaba con la mayor fuerza española jamás reunida en la colonia. Marina había espiado el avance del general, y calculaba que su fuerza estaba compuesta por unos siete mil soldados. Nosotros éramos diez veces más, pero los nuestros serían una masa incontrolable enfrentada a tropas veteranas y bien armadas.
Consciente de que la batalla sólo agravaría el conflicto entre el padre y los oficiales criollos, Allende dijo que no podían controlar y dirigir con eficacia a semejante multitud, por lo que propuso dividir nuestras fuerzas y lanzar siete u ocho unidades de diez mil hombres cada una contra los realistas en sucesivas oleadas más que arriesgarlo todo en un único ataque en masa.
El padre Hidalgo estuvo en desacuerdo.
—Dijo que eso haría el control todavía mucho más difícil, que sufriríamos deserciones en masa si la horda era dividida —me dijo Marina—. El padre cree que nuestras mejores posibilidades están en arrollar a los realistas con nuestra superioridad numérica. Si seguimos presionándolos, cree que serán los primeros en ceder y escapar.
Yo estaba de acuerdo con el plan del padre. Si el ejército se dividía, sería incluso más difícil de controlar. Si la unidad en cabeza huía ante el fuego, las tropas que venían detrás tampoco defenderían su terreno. La gran masa humana no respondía a las órdenes, sino al flujo de la masa en su conjunto: si la cabeza giraba, el resto del cuerpo la seguía.
Allende incluso había sugerido abandonar Guadalajara y retirarse de nuevo para continuar armando y entrenando a los soldados. Pero eso significaría la pérdida de decenas de miles de indios de nuestras filas. Además, el padre Hidalgo era un sacerdote guerrero. A diferencia de los oficiales criollos, creía que el bien acabaría triunfando sobre el poder.
De nuevo —como había ocurrido cuando el padre se negó a arrasar la capital—, corrieron por el campamento los rumores de un golpe de Estado dirigido por los oficiales y también de otro intento de asesinato contra el padre. Marina estaba al mando de los indios asignados a proteger a Hidalgo en medio del caos. Le señalé cuáles eran los oficiales que debía vigilar. Seguía sin creer que Allende o los hermanos Aldama fueran a hacerle daño al padre, pero no todos los oficiales eran tan honorables o inteligentes. Si mataban al sacerdote, los aztecas se cobrarían venganza en todos los criollos que vieran, y el ejército desaparecería.
Nadie sabía con exactitud cuántos peones pobres sin tierras se habían reunido alrededor del estandarte del padre. Yo calculaba que unos ochenta mil, pero la mayoría de ellos estaban armados sólo con cuchillos, garrotes o picas de madera. Habíamos conseguido casi cien cañones y una enorme cantidad de pólvora negra y balas, pero los cañones eran todos de inferior calidad: algunos de hierro, unos pocos de bronce y muchos nada más que de madera sujeta con flejes de hierro. Aún nos veíamos afectados por la falta de artilleros capacitados para dispararlos.
Nuestra caballería seguía estando compuesta en su mayor parte por vaqueros armados con lanzas de madera, aunque unos cuantos tenían machetes y unas pocas pistolas oxidadas. No teníamos corceles para nuestros dragones, sus monturas eran un variopinto surtido de caballuchos mal alimentados, mulas robadas y burros indios, muchos de los cuales se espantaban ante el rugir de las armas, el tronar de los cañones, la visión y el olor de la sangre.
Salimos de Guadalajara en un interminable desfile de ciudadanos-soldados, sólo un puñado con uniformes, unos pocos con armas de verdad, pero todos con corazón y coraje, y el más valiente de todos en cabeza. Vestido con un resplandeciente uniforme azul, rojo y blanco adornado con brillantes alamares de oro, el padre era el héroe conquistador, elevado a la apoteosis.
—Llevamos suficientes suministros con nosotros para una marcha a la capital —les dijo a los oficiales reunidos antes del desfile—. Tan pronto como hayamos derrotado a Calleja, reclamaremos toda Nueva España para los americanos.
Me ahogué con la pasión de sus palabras, la elegancia de sus modales y de su discurso, la manera como cabalgaba erguido en un brioso semental blanco que trotaba por la calle en medio de los vítores de los habitantes de Guadalajara.
Los ejércitos se enfrentaron cerca de un puente que cruzaba el río Calderón. Estábamos a once leguas al este de Guadalajara, a un largo día de cabalgata para un hombre a caballo. Era una zona de campos y colinas áridas, escasa vegetación, hierba seca y árboles achaparrados.
El padre hizo que nuestras tropas ocuparan el puente y, en la aproximación a Guadalajara, se apoderó del terreno elevado. Situó al ejército con mucha astucia: Calleja encontraría tan difícil un asalto a nuestra vanguardia como a nuestra retaguardia, que estaba protegida por una profunda garganta.
Esa noche nos sentamos en la oscuridad decenas de miles de nosotros, con más hogueras salpicando las colinas que estrellas en el cielo.
A primera hora del día siguiente, nos enteramos de que el general atacaría de inmediato.
—Calleja viene a la batalla con algo a su favor —dije—: no siente ningún respeto por nuestro ejército como unidad militar, porque ya lo vio correr una vez.
Marina me miró furiosa y frunció el entrecejo.
Yo todavía me enojaba porque pensaba de mí que era un derrotista. En realidad, creía que podíamos vencer a los españoles. Éramos superiores a ellos en número, en posición, y teníamos el espíritu necesario para ganar. Pero también sabía que la diosa Fortuna era una puta veleidosa.
No estaba en condiciones para combatir de verdad, así que el padre me utilizó para el reconocimiento. Desde la copa de un árbol en lo alto de una elevada colina, provisto con un catalejo, observé a Calleja y lo vi dividir su ejército en dos. Incluso a esa distancia, reconocí su uniforme y vi que el general Flon estaba al mando de la segunda unidad. Que Flon fuese el segundo de Calleja —y no el comandante general— se debía a que era imprevisible. Flon, a diferencia del meticuloso Calleja, era famoso por su impulsividad.
Por la forma en que se alinearon las formaciones deduje que Calleja atacaría nuestro flanco izquierdo mientras Flon haría lo mismo por la derecha. Envié un mensajero al padre con esta información. Calleja atacó con fiera determinación, lenta y metódicamente, empujando a sus tropas contra nuestras primeras líneas. No podíamos detener a las bien armadas tropas que avanzaban inexorables detrás de una cortina de fuego de mosquetes y metralla. Así y todo, las líneas de vanguardia de nuestro ejército no se retiraron; defendieron su terreno y fueron destrozadas.
Calleja avanzaba poco a poco, pero entonces el impetuoso Flon hizo algo que me sorprendió y sin duda también a Calleja. De pronto, su unidad cargó contra nuestra posición superior con el propio Flon encabezando el ataque.
Sacudí la cabeza asombrado. Allende y el padre esperaban que el ejército se dividiera y atacara en concierto, pero Flon se había lanzado sin más, para machacamos con todo lo que tenía, mientras las fuerzas de Calleja avanzaban con meticulosidad.
—¡Ese cabrón quiere toda la victoria para él solo! —le grité a Marina.
Flon, sin embargo, estaba atacando nuestra posición más fuerte. Rechazamos sus tropas una vez, luego otra. Cuando la artillería dejó de disparar, grité:
—¡Su artillería se ha quedado sin municiones! ¡Sus tropas se retiran!
No pude apartar el entusiasmo de mi voz. Calleja continuaba avanzando poco a poco, su artillería disparando contra nuestras posiciones elevadas, pero estaba seguro de que la victoria sería nuestra.
Entonces hubo una tremenda explosión, que casi me tumbó del árbol, y luego otra y otra, todas ellas brutales, como si la tierra misma se hubiera abierto con una furia volcánica. Me aferré al árbol, aturdido, los oídos zumbándome, el olor acre del humo de la pólvora negra quemándome los ojos y la nariz.
Miré abajo para ver si Marina y los otros mensajeros estaban bien, seguro de que una bala de cañón había caído muy cerca. Ella había sido arrojada al suelo, pero ya se levantaba.
—¡¿Qué ha pasado?! —gritó.
«¡Madre de Dios!»
Miré horrorizado hacia la cumbre de la colina. Un enorme fuego y grandes nubes de humo se alzaban donde estaban reunidos nuestros carros de municiones. Un disparo afortunado de la artillería de Calleja debía de haber alcanzado un carro de municiones e incendiado la carga de pólvora negra. Cuando estalló, prendió otro carro cercano, y luego otro…
—¡No! —El grito escapó de mi boca mientras miraba el caos que se extendía por nuestras filas.
No sabía cuántos de nuestros hombres habían muerto en las explosiones iniciales; centenares, desde luego. Grandes nubes de espeso humo negro cubrían ahora a nuestras tropas a medida que el fuego se propagaba a la alta hierba y el bosque seco donde estaban los hombres. Nuestras filas comenzaron a desintegrarse, no por el firme avance de las tropas españolas, sino por el infierno de fuego y humo.
Bajé del árbol, resbalando en los últimos tres metros, con mis heridas en carne viva. El humo ya nos envolvía.
Con Marina y los demás a mi lado, nos movimos en dirección opuesta a las fuerzas que avanzaban, uniéndonos a la terrible retirada, con el caos a nuestro alrededor. Incluso el viento estaba contra nosotros, soplando el humo y el fuego en nuestra dirección, en lugar de enviarlo al enemigo, haciendo que una lluvia de chispas cayesen sobre la hierba seca y los matorrales e iniciando incendios por todas partes.
La inmensa ola de guerreros aztecas que habíamos lanzado contra otras fuerzas era ahora un revoltijo de humanidad que chocaba en medio del denso humo.
Me aferré a Marina, arrastrándola conmigo, medio ahogado y tosiendo, los ojos llorosos, mientras escapábamos de la lluvia de plomo disparada por las tropas que avanzaban.
Lo que el ejército español no podía hacer con la fuerza de las armas —después de seis horas de combate y con la mitad de sus tropas en plena retirada— lo había hecho la diosa Fortuna. Esa puta imprevisible había convertido a Calleja en el amo del campo de batalla con un único disparo afortunado.