No sé cuánto tiempo o lo lejos que me llevó Tempestad. La sangre de la vida escapaba de mí. La única manera de detener la hemorragia que conocía era quemar la herida con un hierro al rojo o usar pólvora negra, pero no tenía fuerzas para hacer ninguna de esas dos cosas. Ni siquiera tenía fuerzas para guiar a Tempestad. Unas sombras oscuras pasaban por mi mente, amenazando con arrojarla a un profundo vacío. Los pensamientos y las visiones pasaban por mi cabeza mientras viajaba de este mundo al ultraterreno que mis antepasados aztecas recorrían después de haber abandonado los pesares de esta vida: Carlos agonizando en mis brazos, la copa de brandy de Bruto, los gritos y los alaridos, los muertos y los moribundos del granero…
Volví al presente con palabras resonando en mi cabeza. Mis ojos y mis oídos establecieron poco a poco la relación entre una voz y un cuerpo. Tempestad se había detenido. Vi que había personas alrededor del semental y me miraban.
—Está malherido, señor.
No era una pregunta.
El mundo comenzó a dar vueltas a mi alrededor y me hundí en un negro e hirviente pozo sin fondo.
Ninguna buena casa en toda Nueva España hubiera acogido a un extraño herido. Sin embargo, no me curé en una casa, sino en la choza de un peón de una pequeña aldea azteca. Esas personas sencillas y sin pretensiones habían acogido a un extraño.
Cuando me repuse lo suficiente, busqué mi ropa y mi equipo. No faltaba nada, y habían lavado mis prendas. No tenía idea de cuánto tiempo había pasado en esa choza mientras el espectro de la muerte pendía sobre mí. Podrían haber sido días o semanas. Me costaba mucho comunicarme con el matrimonio que me había cuidado. No hablaban español.
Estaba levantado, un tanto tambaleante, pero decidido a buscar a Tempestad, que debía de andar por algún lugar de la aldea, cuando oí la llegada de caballos al galope. Las ideas de fuga se desvanecieron cuando la choza se vio rodeada y me ordenaron que saliera.
Salí y parpadeé ante la fuerza del sol del mediodía. Una docena de hombres a caballo me rodeaban.
—¡Identifíquese!
Reconocí los uniformes: la milicia realista. El interlocutor era un teniente. Conocía el tipo: como Allende y los hermanos Aldama, era un caballero criollo, pero combatía para el virrey.
Había sido capturado por el enemigo. Dentro de nada estaría bailando para el verdugo.
El teniente me apuntó con la pistola.
—¡Diga su nombre!
—¿Mi nombre? —Alcé la barbilla y eché hacia atrás los hombros—. Señor, se está dirigiendo usted a don Renato del Miro, sobrino del marqués del Miro.
Esa tarde, le relaté mi historia al capitán Guerrero, el comandante de la unidad, mientras comíamos carne y pan regados con vino. Le conté lo que me había ocurrido, repitiéndole la misma historia que le había contado a su teniente. Guerrero era otro oficial criollo. Como sobrino del marqués, yo era un gachupín de sangre noble, cosa que lo convertía a él en mi inferior social.
—El infame bandido, Juan de Zavala, nos emboscó a mi tío y a mí. Después de asesinar a mi amado tío, el bendito don Humberto, robó su oro.
—¿Qué hay de la hermosa Isabel? —preguntó el capitán Guerrero mientras servía otra copa de vino.
Me persigné.
—Fue asesinada por el bandido.
—¡No! Isabel, no. ¿Acaso primero…?
—Ya conoce su malvada reputación.
Se estremeció.
—Ese demonio mestizo pagará por la violación de una mujer española. Cuando capturemos a Zavala, yo mismo le aplastaré los cojones en las empulgueras y le arrancaré los ojos con mi daga.
Recé para que los bandidos hubieran capturado y matado a Renato y a Isabel. Le ofrecí al oficial un detallado relato golpe a golpe de mi heroica batalla contra el bandido Zavala y su asesina banda de ladrones, asegurándome de relatarle la misma historia que le había contado a su subordinado. Él me escuchó, compadecido, y me puso al corriente de la marcha de la guerra de independencia del padre.
—Hemos reconquistado Guanajuato y expulsado al chaquetero Allende y a sus traidores oficiales.
Fingí alegrarme por las noticias, pero sentí cada nueva derrota de nuestras fuerzas como una patada en el estómago. Las cosas no habían ido bien desde que el padre se había negado a lanzar a la horda sobre la capital. La opinión general entre los oficiales de Calleja era que Hidalgo había marchado a Guadalajara y que Allende se reuniría con él allí para reagruparse.
Escuché, bebí, comí, y estaba a punto de decirle al capitán que necesitaba seguir viaje cuando entró un ordenanza y le susurró al oído.
El capitán enarcó una ceja.
—Como sabe, el general Calleja era gran amigo de su tío. El general ha hablado con aprecio de don Humberto. Nunca me perdonaría si no le informo de que lo hemos encontrado a usted. Me ha comunicado la orden de que lo envíe para que pueda relatarle la historia del asesinato de su amigo a manos del desalmado Zavala. Una escolta militar lo acompañará para garantizarle un viaje seguro a su encuentro con el general.
¡Ay!, bien podría haberme sentenciado a la horca. Pero sonreí con valentía.
—¿Dónde está el general?
—En Guanajuato.
Contuve un gemido. La vida es como un círculo, ¿no? ¿Cuánto tiempo duraría en esa bella ciudad antes de que alguien me señalara como el bandido Zavala? Por el lado bueno, llevaba de nuevo barba y el pelo largo, había perdido mucho peso, mis prendas tenían el aspecto de haber dormido con ellas y no podían estar más sucias. Incluso Tempestad había adelgazado debido a la escasez de pastos. Teníamos el aspecto de haber librado una guerra en una pocilga y haber perdido. Pero no debía tener miedo a que alguien me reconociera, porque muy pronto las cosas empeorarían.
—El general Calleja querrá conocer todos los detalles de los terribles crímenes, así que no olvide ninguno. —Me dirigió una mirada—. Dado que su familia es una de las más nobles de Nueva España, sin duda querrá hablar de la herencia del marqués en su informe al virrey. ¿El marqués tenía hijos, o es usted su heredero?
Me encogí de hombros e intenté fingir que no estaba a punto de cagarme en los pantalones. No tenía ni la más remota idea de la composición de la familia del marqués. Aún me preguntaba si Renato era su sobrino o un sicario a sueldo, contratado para asesinar al padre y ayudar a Isabel a recuperar el oro. Pero fuera lo que fuese Renato, como amigo íntimo del marqués, el general sabría que era un impostor.
¿Por qué siempre que tenía los pies en el fuego alguien arrojaba aceite en las llamas?
El capitán no me dejó montar a Tempestad, lo que disparó mis sospechas. No quería que montara un caballo que podía dejar a los suyos comiendo el polvo que levantaba. Además, nos acompañó a mí y a la escolta durante todo el trayecto a Guanajuato.
La última vez que había visto la ciudad, era parte integrante de un ejército triunfal que había matado a centenares de españoles en el granero. Ahora, al entrar en Guanajuato, había tristes muestras de que los gachupines habían reconquistado la villa. Los cuerpos colgaban de los improvisados patíbulos en la calle principal.
—Éste es sólo el principio —comentó el capitán—. Para cuando acabemos, los únicos rebeldes que quedarán en Guanajuato serán los muertos.
Nos detuvimos cerca de la alhóndiga. El aire olía a sangre y a venganza. Los aterrorizados prisioneros eran sacados a toda prisa del granero, ahora convertido en cárcel. Un sacerdote murmuraba perdón en latín junto a ellos mientras los hombres eran empujados contra una pared. Tan pronto como el cura se apartaba, los prisioneros eran fusilados. Luego retiraban de inmediato los cuerpos para hacer sitio a los siguientes. Los muertos dejaban atrás sesos y huesos, tripas y sangre en los adoquines. Apilaban los cadáveres como troncos a un lado.
—Los llevarán a una fosa común —dijo el oficial.
—Sus juicios deben de ser rápidos —comenté.
«Muy rápidos», pensé. Calleja no llevaba en la ciudad el tiempo suficiente como para realizar juicios en toda regla.
—Dios dirige nuestros juicios. —Se rió—. No tenemos tiempo ni ganas de pasar meses separando inocentes de culpables. En cambio, el general ha ordenado un sorteo: si sus hombres extraen tu nombre, te arrestan y te ejecutan en el acto.
—En los primeros días de la Inquisición —manifesté, con el rostro imperturbable—, cuando los inquisidores creían que había herejes en una ciudad pero no podían descubrir a los culpables, ordenaban que mataran a todo el mundo. Torquemada, el gran inquisidor, les dijo a las tropas: «Matadlos a todos. Dios conocerá a los suyos; Él separará las almas de los inocentes de las de los malvados».
Se desternilló de risa y se dio una palmada en el muslo.
—Ésa es muy buena, don Renato. Le repetiré sus palabras al general. Le alegrará saber que sus métodos tienen el respaldo de la Iglesia.
La gente observaba las ejecuciones desde las azoteas y los tejados de las casas de las laderas, familias enteras reunidas como si estuvieran presenciando una representación teatral. También habían presenciado la batalla por la alhóndiga. De nuevo, los abucheos eran para los derrotados.
Calleja estaba en el despacho de Riaño, el gobernador que había muerto defendiendo la alhóndiga.
Me llevaron a una sala de espera junto al despacho y, durante una hora, vi un constante desfile de oficiales y civiles entrar y salir.
Nadie se sobresaltó al verme o gritó mi nombre. Por fortuna, la mayoría de las personas que me hubieran reconocido eran gachupines y ricos criollos que ahora estaban muertos o habían huido a la capital.
Sabía algo del general, a quien algunas personas llamaban el Chino a sus espaldas. Calleja no era chino, pero la gente le había puesto el apodo porque su piel tenía un tinte amarillento a causa de la ictericia. La reputación como soldado de Félix María Calleja del Rey había sido muchas veces el tema de conversación de Bruto y sus amigos alrededor de la mesa durante mi juventud. Calleja tenía fama de ser un hombre pequeño de pésimo talante, muy dado a darse aires militares. Decían que sus dos grandes amores eran los halagos y la crueldad. Pero a pesar de su dureza y su exigente naturaleza, era considerado un buen soldado y un individuo popular entre las tropas.
Había nacido en el seno de una familia distinguida en Medina del Campo, en Castilla la Vieja. En su juventud, había participado en las guerras como alférez en una fracasada campaña contra el rey de Argelia. Había viajado a Nueva España unos veinte años atrás, y servido en las unidades de frontera hasta que Madrid ordenó que la milicia colonial fuera dividida en diez brigadas. Calleja recibió el mando de la brigada de San Luis Potosí, donde se casó con una mujer rica de la ciudad y se convirtió en el gachupín más notable de la región.
El padre Hidalgo, en su eterna sabiduría, había previsto que el general se convertiría en su principal castigo. Casi tan pronto como sonó el grito de independencia en Dolores, el sacerdote envió un escuadrón a la hacienda de Calleja en Bledos para arrestarlo. Pero el general escapó por los pelos y consiguió llegar a San Luis Potosí. Sin embargo, como había muy pocas tropas disponibles, necesitó un par de meses para reunir los hombres, las armas y los suministros necesarios para formar un buen ejército.
En ese momento, el malhumorado militar no pareció complacido de verme.
Me incliné humildemente ante él.
—Don Félix, es un gran placer…
—Es un mentiroso y un ladrón.
Sabía quién era. ¡Estaba condenado!
—Es una desgracia, un hombre sin honor, sin honestidad, sin integridad, sin decencia.
¿Qué podía decir? ¿Acaso no me conocía tan bien? ¿Uno de los patíbulos que había visto en la plaza me esperaba?
—Su tío, Dios bendiga su alma, me lo contó todo de usted.
¿Bruto había hablado de mí con Calleja?
—Su muerte sólo ha aumentado la lista de sus pecados.
—Don Calleja…
—¡Silencio! No es mejor que un vil gusano. —Tembloroso, su mano se sacudió junto a la pistola en la mesa. Miró el arma, con el rostro convulso. ¡Iba a matarme!
Luchó por recuperar el control.
—Me repugna, perro cobarde. Había esperado que nuestros caminos nunca se cruzasen. Ahora finalmente nos hemos encontrado debido a la muerte de su santo tío. Que esté usted vivo cuando su estimado tío y su augusta tía están muertos es una afrenta para Dios.
¿Santo tío y augusta tía? Bruto nunca se había casado, yo no tenía ninguna tía.
—¿Qué tiene que decir en su defensa?
—Yo tampoco me caigo muy bien a mí mismo.
—¡Silencio! No tiene ninguna excusa para haber dejado que ese perro lépero de Zavala matara a su familia.
Abrí la boca, y el pequeño dictador me dijo que la cerrara.
—Permitió que él violase a su hermosa tía. Un peón violando a una mujer española. Un hombre de verdad hubiera muerto peleando para proteger su honor.
Intenté asentir pero nada salió de mi boca.
—Lo enviaré a la capital con una escolta armada. Tiene suerte de que no vaya encadenado. Llegó a la colonia con una pésima reputación en España, una desgracia para su honorable familia. Su tío me habló muchas veces de sus infamias. Si nuestra amada nación no estuviera en guerra contra los franceses, no dudo que estaría pudriéndose en una cárcel del rey. ¡Salga de mi vista!
Ya casi había cruzado la puerta cuando añadió:
—Le recomendaré al virrey que lo manden a primera línea de defensa de la capital. Tras haber vivido sin honor, al menos morirá con honra.
La vida era bella. Después de todo, don Humberto tenía un sobrino, recién llegado de España y malvado como el diablo. Aún no estaba seguro de que el matón amigo de Isabel fuera el verdadero sobrino, pero en ese momento no me importaba. Quienquiera que fuese Renato, allí donde estuviese, su nombre me había permitido seguir vivo…, al menos por el momento.
Esa noche disfruté de una magnífica cena en una posada, me acosté con una puta, luego otra, y otra más. Me sentía amado por Dios. Quizá me había perdonado mis numerosas transgresiones. Entonces, una pérfida sospecha entró en mi mente. Quizá me estaba reservando para un destino más terrible, uno digno de mis muchos pecados, pero por el momento la vida era bella.
A la mañana siguiente, me uní a una compañía de dragones que escoltaba a un mensajero con un comunicado para el virrey. Si me quedaba con ellos hasta Ciudad de México, indudablemente acabaría mis días en el patíbulo. Tenía a Tempestad entre mis piernas y esperaba una oportunidad para escapar. Estábamos a dos días de Guanajuato cuando recibí el permiso del teniente al mando de los dragones para traer a una vaca que habíamos visto a lo lejos para la cena. Envió a dos dragones conmigo. Dejé a los dragones agonizando en su propia sangre y me llevé sus caballos conmigo mientras escapaba para reunirme con el padre.