Muchas veces había recorrido grandes distancias desde Guanajuato para cazar, perdiéndome en la espesura. Me gustaba hacerlo con el mismo arco reforzado con cuerno que utilizaban los apaches del desierto de Chihuahua con tan asesina precisión. Pero no cazas desde lejos con una flecha, sino que tienes que acercarte poco a poco al animal y pillarlo por sorpresa. A los ciervos de las montañas del desierto, a menudo tienes que rastrearlos durante horas, o incluso días, siguiendo las huellas de sus cascos. Y así fue como rastreé a Renato, Isabel y don Humberto.
Seguí las huellas de sus caballos, que rodeaban el pueblo de los bandidos y continuaban hacia el norte. Al marqués lo habían apresado a unos treinta kilómetros al norte del pueblo y él había ocultado el oro antes de su captura. Eso significaba que, para primera hora de la mañana siguiente, llegarían a la zona donde don Humberto había enterrado el oro.
Seguí las huellas sin prisa. Mi objetivo no era alcanzarlos. Si lo hacía, podría haber una lucha y don Humberto podría resultar muerto antes de que yo averiguara la ubicación de su tesoro. Así que los seguí a una distancia segura, manteniéndome a una hora detrás de ellos. Como hacía cuando cazaba ciervos, cuando fuera el momento adecuado iría a por la presa.
A la mañana siguiente me comí unas galletas y resistí la tentación de masticar un poco de tasajo porque eso aumentaría mi sed. La región era árida pero con algunos valles fluviales que producían arbustos achaparrados y una hierba un tanto seca para Tempestad. Pero no podía contar con encontrar agua más adelante.
A medida que transcurría el día, seguí sus huellas cada vez más alto, entre los densos bosques que cubrían las laderas. Entonces recordé que podría saciar mi sed al otro lado de las colinas, donde un río se bifurcaba en dos arroyos más pequeños.
Un par de horas antes del mediodía oí un ruido. Detuve a Tempestad y presté atención. Sonó de nuevo, una voz de hombre, un grito de dolor. No, no sólo de dolor, sino de agonía. El marqués. No había oído hablar a don Humberto, pero estaba seguro de que era él. Hubiera reconocido la voz de Renato.
Me apeé de Tempestad. Más que atar las riendas bien fuerte a una rama, las dejé flojas para que pudiera desatarse si daba un buen tirón.
—Si silbo, ven a mí —le dije. No sé si mi caballo comprendía estas cosas, pero sí sabía que era mucho más inteligente que la mayoría de los hombres que había conocido.
Los ruidos habían cesado. Parecía que provenían del borde de un acantilado, que se alzaba unos treinta metros por encima de mí, demasiado empinado para escalarlo. Retrocedí por el mismo camino por donde había venido hasta que encontré una pendiente por la que podía trepar. Cuando llegué a la altura que me pareció que era de donde había llegado el sonido, me arrastré poco a poco entre los densos arbustos. Lo encontré en un pequeño claro: estaba tumbado de espaldas, junto a una hoguera de la que sólo quedaban los rescoldos. Por encima de éstos, había un trípode hecho con unos palos cruzados y atados con una cuerda que colgaba del ápice.
Estaba vivo, lo vi por el lento movimiento de su pecho, pero no por mucho. Olí la carne quemada. Los pies y el cuero cabelludo estaban chamuscados: le habían asado los pies en el fuego y luego lo habían colgado por los tobillos del trípode, cabeza abajo sobre las brasas.
También me olí una emboscada.
Sólo vi dos posibilidades: le habían carbonizado los pies en el fuego para averiguar el lugar donde estaba enterrado el tesoro. Al no encontrarlo, habían vuelto y lo habían colgado por los tobillos sobre las brasas. Cuando les dio una nueva ubicación, se marcharon para buscarlo. ¿La otra posibilidad? Lo habían dejado como cebo para mí.
Relajé el cuerpo, dejé la mente en blanco y permanecí absolutamente inmóvil. Era así como cazaba en las zonas por las que sabía que había pasado la presa; me permitía permanecer durante largos períodos sin moverme.
La respiración de don Humberto era rasposa, un preámbulo al estertor de la muerte. Intuía la emboscada, pero tenía que entrar en el claro.
Desenvainé la espada y empuñé la pistola. Respiré profundamente, me puse en cuclillas y avancé casi a cuatro patas hacia el marqués, esperándome una bala de plomo en el corazón en cualquier momento. Llegué hasta él sin haber recibido el disparo mortal. El jadeo se apagaba, cada vez más débil mientras me arrodillaba a su lado.
—Soy yo, don Humberto, el hombre que lo rescató.
Sus párpados se abrieron poco a poco. No me miró. Ni siquiera sabía si me veía.
—¿Por qué le han hecho esto?
—Se lo dije —susurró.
—¿Le dijo a Renato dónde está el oro?
—Se lo dije.
—¿Fueron a buscar el oro?
Algo que pareció una risa salió de su garganta.
—Me hizo daño…
—Tranquilo, amigo; el dolor desaparecerá en un momento.
Su mano esquelética me cogió por la pechera de la camisa y me acercó a él.
—Mentí —susurró—. Hablé falsamente.
—¿Dónde está?
—Donde el río se divide… en una caverna… Los indios lo ocultaron en la cueva con piedras, donde se divide el río —respondió en voz tan baja que apenas si lo escuché—. Los maté.
Tracé la señal de la cruz.
—¿Dios me perdonará?
No esperó mi respuesta; su vida escapó con el último aliento.
Conocía el lugar que había dicho el marqués. Había acampado en la división del río tres años antes. No recordaba una cueva, pero las crecidas habían abierto muchos agujeros a lo largo del cauce.
Don Humberto tenía más cojones de los que yo creía, porque sospechaba que le importaba más el dinero que cualquier otra cosa. Me pregunto cuánta más tortura hubiese soportado antes de entregar a su esposa.
Un grito llegó de los arbustos detrás de mí.
«¡Isabel!»
Corrí hacia el sonido, de nuevo esperándome una emboscada y dispuesto a enfrentarla de cara. Había llegado a mi límite. Había llegado el momento de cumplir con mi promesa de matar a Renato. Alcancé a atisbarlo cuando me abría paso entre los arbustos como un toro, el insensato toro con las sangrientas heridas que Marina me había acusado de ser.
Disparé la pistola y la bala hizo blanco allí donde había apuntado, justo en el pecho. Sólo que en ese instante comprendí que no había carne detrás de la chaqueta a la que había disparado: era un engaño.
Me volví al tiempo que descargaba un golpe con la espada. Él se agachó y se lanzó al ataque tan pronto como la espada pasó por encima de su cabeza. Me eché hacia atrás al ver el brillo de la daga, pero me cruzó el pecho, cortando la chaqueta y la camisa. Sentí el ardor de la hoja mientras caía hacia atrás, y las espinosas ramas de los arbustos se clavaron en mi espalda. Sabía qué venía ahora; me retorcí y giré antes de golpear el suelo. La daga se clavó en la tierra a mi lado.
Intenté seguir rodando cuando me apuntó con la pistola. El disparo sonó y no pude apartarme: la bala me alcanzó en la ingle. Sentí el ardor y mi mente estalló. Me levanté de un salto y me lancé hacia él con furia desatada. Había dos cosas que ningún hombre podía tocar: mi caballo y mi garrancha.
Lo golpeé con el hombro y el dolor en el pecho me recorrió el cuerpo como una tremenda sacudida. Se tambaleó y le golpeé en la cara. Cayó de espaldas y, ojo por ojo, le di una patada en los huevos. Dejó caer la espada y cayó de rodillas, sujetándose las partes con ambas manos. Recogí la espada que había dejado caer. Le había prometido cortarle la mano de la daga, pero su cuello parecía muy tentador.
Antes de que pudiera levantar el arma, vi algo por el rabillo del ojo. Una gruesa rama, gorda y sólida como la culata de un mosquete, se movía empuñada como una hacha. Al golpear contra mi sien, me envió volando a la izquierda.
Mientras caía por el precipicio, vi por un segundo a Isabel con el improvisado garrote en las manos, los ojos brillantes de excitación, un gesto de desprecio en los labios.
Caí unos cuatro metros, golpeé contra una superficie dura y un dolor insoportable estalló en mi cuerpo y mi cerebro. Oí otro grito y supe que era mío mientras rodaba por otra comisa y seguía cayendo. Fui rodando sobre mí mismo a todo lo largo de la pendiente.
Cuando me detuve, yacía inmóvil, con un fuerte zumbido en los oídos y la visión doble. Tardé un momento en darme cuenta de que había caído unos treinta metros, no muy lejos de donde había atado a mi caballo. Me sentía paralizado. Gemí, moví los brazos y las piernas, y el dolor se hizo vivo. Intenté silbar, pero lo único que salió de mis labios fue un susurro.
—¡Tempestad! —grité, pero tampoco se puede decir que fuese un grito.
Dispuesto a soltar un alarido, me puse de rodillas y le grité de nuevo a mi caballo. Ninguna respuesta. Con el poder de Hércules, conseguí levantarme.
Encontré a Tempestad cerca de donde lo había atado. Se había soltado y estaba pastando. Me tambaleé hasta él a punto de perder el conocimiento. «Hijoputa», le espeté, y monté a la bestia por pura fuerza de voluntad.
No podía buscar y transportar el oro. Pesaría alrededor de ochocientas libras. Necesitaba hombres para cargarlo, mulas para llevarlo, y un ejército para protegemos. Necesitaba sanar de mis heridas y volver a León. Ya regresaría con el padre y su ejército.
Estaba debilitado por el dolor y la sorpresa mientras Tempestad me llevaba. La imagen de Isabel apareció en mi mente. Puta. Ella era la puta que había ayudado a quemar los pies de su marido, y luego lo había colgado de los tobillos sobre una hoguera. Que su alma ardiese en el infierno.