A la mañana siguiente, los quince salimos para León: los doce vaqueros, Isabel, Renato y su generalísimo, o sea, yo. El viaje sería otra dura cabalgata, pero menos de la mitad de la distancia que habíamos cubierto para llegar a Guadalajara.
En la primera noche en nuestro campamento, Isabel me susurró:
—Eres un tonto, Renato es de la familia. No es lo que tú crees. Me había estado contando una historia de mi marido en su juventud.
—Tienes razón: soy un tonto. —Le di la espalda y me fui al bosque para aliviarme. No sabía qué pensar de ella y Renato y, por tanto, intenté no pensar en ellos y centrarme en la misión.
Conocía León, la ciudad donde nos detendríamos antes de ir al pueblo que gobernaba el general llamado López. Había estado allí muchas veces en mis cacerías. Como tantas otras ciudades en la colonia, llevaba el nombre de una grande y famosa ciudad española. La ciudad de la colonia estaba en un fértil valle fluvial, a un día a caballo de Guanajuato. Era un territorio peligroso para nosotros porque una gran fuerza realista al mando del general Calleja de San Luis Potosí estaba en marcha.
Cuando vimos León en la distancia, ordené a nuestros hombres que montaran el campamento y fui a la ciudad en compañía de un único vaquero. Por lo que me enteré de los asustados ciudadanos, López era el terror de la región. Se había establecido en un pequeño pueblo de la carretera que llegaba al norte, y cobraba un «peaje» a todos los que pasaban. Aunque juraba alianza al grito de libertad del padre, su único interés en «gobernar» era cuánto botín podía conseguir…, antes de que lo atrapasen y lo colgasen.
Le dije a Renato que sólo tres de nosotros —él, un vaquero y yo— iríamos al pueblo para negociar la liberación del marqués. Llevaríamos un caballo para que lo montara el aristócrata y a un vaquero para que vigilara a los animales si teníamos que entrar a negociar con López. Isabel y los otros vaqueros esperarían fuera del pueblo.
—¿No debería ir yo? —preguntó ella—. Si mi marido está demasiado débil para viajar, quizá quiera susurrarme dónde está el oro.
Me eché a reír.
—¿Antes de que le claves un puñal en la tripa?
Ambos se sonrojaron.
—Eso no es…
Renato levantó una mano para hacerla callar.
—No, tú nos demorarías si tenemos que correr.
—No correremos.
—¿Cómo lo sabes? ¿Crees que este bandido…?
—Nos superarán en número cien a uno. Si no podemos engañarlos o negociar nuestra salida, nos matarán.
Se tomaron un momento para pensar en nuestra situación. Isabel se llevó una mano al cuello.
—¿Qué me harán a mí antes de que me maten?
No hice caso de la pregunta. La respuesta era obvia.
—Tendríamos que llevar a los hombres al pueblo con nosotros como una demostración de fuerza —señaló Renato.
—¿Doce contra centenares es una demostración de fuerza? Nuestra fuerza es un factor desconocido para López si dejamos a los hombres fuera del pueblo. Si los llevamos con nosotros, nos matará a todos y se quedará con el rescate y el marqués.
—¿Por qué no hacemos que el bandido lleve a mi marido fuera del pueblo y se reúna con nosotros a campo abierto? —preguntó Isabel.
Renato negó con la cabeza.
—Él tiene razón, no podemos dejar que vea cuán pocos somos. Si sale, traerá a todo su ejército consigo y verá que no somos ninguna amenaza. Tendremos que entrar. Ten coraje, mi amor, no fracasaremos.
Tuve que reconocerle el mérito a Renato; ponía en duda mis decisiones, pero no era estúpido. Cedió cuando vio que tenía razón. Aunque sí tenía la lengua floja, al llamar «mi amor» a su «tía». Era obvio que había estado aprovechándose de la mujer de su tío. Tendría que matar a ese deshonroso cabrón. Yo también iba detrás de la misma mujer, pero no era deshonroso; yo no era de la familia.
En cuanto vimos el pueblo, aposté a diez hombres en las alturas por encima de la carretera. Les di instrucciones de cómo utilizar las bombas hechas con los frascos de mercurio. Debían encender las mechas a mi señal y arrojarlas a la carretera.
Renato hizo un gesto hacia las bombas.
—¿A cuántos hombres matarán cuando estallen?
—A ninguno. Son para provocar inquietud, simular el disparo de cañones y hacer que los bandidos crean que tenemos una gran fuerza de artillería.
—¿No crees que el tal López se limitará a coger el dinero del rescate y entregar al marqués?
—¿Qué harías tú si fueses López?
Se encogió de hombros.
—Como tú dijiste, matar a los emisarios, violar a la mujer y quedarme con el oro. Luego la retendría a ella y al marqués para pedir otro rescate.
—Por tanto, lo mejor será dejar que crea que tenemos un ejército.
Dejé a Isabel y a su litera con las mulas con un vaquero que cuidaría de los caballos de los otros diez hombres. El número doce vendría conmigo y con Renato.
—¡Ay! —susurré casi sin mover los labios cuando nos acercamos al pueblo. Dos cuerpos desnudos colgaban de un árbol. A los dos hombres los habían azotado y quemado vivos, arrancado las lenguas y los ojos…, antes de colgarlos. Un burdo cartel hecho con un trozo de madera pendía alrededor de sus cuellos. En cada cartel decía: «Sin rescate».
No era gran cosa como pueblo: unas pocas docenas de chozas, una humilde iglesia y una pulquería. Las únicas personas que vi eran bandidos. Sus habitantes habían escapado o habían sido asesinados.
Unos cincuenta de los asesinos de López nos esperaban.
Debajo de mi largo abrigo negro llevaba tres cinturones de seda con cuatro grandes bolsas de dinero en cada uno. Dos de ellos los llevaba cruzados sobre el pecho; el tercero, abrochado alrededor de la cintura. Pesaban unas siete libras de oro cada uno. Y no es que esos chuchos necesitaran oro para matar a alguien; nos matarían alegremente por las botas que calzábamos. Demonios, nos matarían por nada.
Le di una chupada al cigarro y le sonreí al comité de bienvenida. Sabía muy bien dónde los había encontrado el llamado «general López». Eran socios de la misma repugnante hermandad con los que había compartido celda en Guanajuato. López había vaciado las cárceles y las alcantarillas para reclutarlos. Uno de los bandidos, que estaba borracho, se me acercó tambaleante, agitando una pistola, y con la otra mano tendida, como si esperara que se la llenase. Le di una patada en la cara y lo alcancé debajo de la barbilla con el tacón. La patada lo levantó por los aires, haciéndole sonar el cuello con un desagradable «¡crack!». Luego cayó de espaldas al suelo.
Sus compañeros se rieron ante el espectáculo. Cuando miré atrás, dos de sus amigos ya se estaban disputando las botas con las suelas rotas del caído.
Otras cincuenta o más de esas criaturas nos aguardaban delante de la iglesia. Parecían caníbales esperando a los invitados a cenar. Canek, el Sanguinario, era un hombre culto comparado con esos escurridizos gusanos.
Una bestia gorda y borracha que reventaba el uniforme de un oficial español que le iba pequeño salió tambaleándose de la iglesia y nos saludó.
—Bien venidos, amigos. ¿Me traéis dinero? ¿No hay dinero…? —Imitó el gesto de ahorcar con una mano y soltó un sonido ahogado.
El grupo de pesadillas humanas rió sonoramente.
Dejé los caballos con el vaquero y entré con Renato pegado a mis talones. Seguimos al general López a su «despacho», que consistía en una silla como un trono colocada en una tarima delante del altar. Los hombres nos siguieron. Él se dejó caer en el trono, bebió un buen trago de la jarra de mezcal, eructó y se limpió los labios con la manga del uniforme. No quise herir sus sentimientos señalándole que su uniforme era de teniente.
Le di la autorización escrita del padre, donde le ordenaba que me entregara al marqués. Por la manera como miró el mensaje, comprendí que no sabía leer. Miró el papel por un momento, hizo una bola con él, y me lo lanzó al pecho.
—Como ves —dije—, Miguel Hidalgo, generalísimo del ejército de América, te envía sus saludos. Te ordena que me entregues al prisionero Humberto. Como es natural, recibirás una gratificación de tres mil pesos.
El precio era de cinco mil, pero era mejor dejarlo que negociara al alza.
Bebió y eructó de nuevo.
—Tu generalísimo está teniendo dificultades.
Enarqué las cejas.
—¿A qué te refieres?
—Hoy capturamos a un mensajero realista. Murió durante el… interrogatorio, pero nos dijo que un ejército al mando del general Calleja había derrotado al ejército del padre en Aculco.
De pronto sentí un temblor helado.
—¿El padre…?
—No lo capturaron. El mensajero dijo que escapó con parte de su ejército.
Me estaba diciendo que habíamos perdido una baza en la negociación.
—En el Bajío tiene refuerzos que llenarán el ejército del padre hasta que cubra toda Nueva España. Ninguna fuerza realista podrá hacerle frente —repliqué—, y el padre recordará tu bondad.
—Mi ejército echará a los españoles de la tierra y entronizará al padre. —López señaló a la escoria de la iglesia.
Vi que la guerra y la política no eran su punto fuerte. Di por acabado el regateo.
—Tengo tu oro.
—Quiero diez mil.
—Cinco mil es todo lo que tengo. Hay una gran fuerza esperándome, se inquietarán si no regreso pronto. Necesitamos ponemos en marcha y reunimos con el padre. Trae al prisionero. Debemos confirmar su buena salud.
Lo trajeron por una puerta lateral. En la capital, sólo había visto a don Humberto desde lejos. Ahora ya no era el gordo y arrogante aristócrata que se limpiaba las botas en las clases bajas. Se veía pálido, consumido, los ojos hundidos y apagados, sin la menor chispa de reconocimiento. Los bandidos habían reemplazado sus finas prendas por sucios harapos. No podía dejar de mirar sus ojos vacíos: eran como ventanas rotas en un edificio abandonado.
López me miró con los ojos entornados.
—¿Qué tiene de importante este comerciante que el propio generalísimo paga el rescate?
Sujeté al marqués por la camisa y lo empujé hacia la puerta.
—El dinero del rescate está en el exterior.
La chusma salió delante de mí, convencida de que podrían apoderarse del oro que creían guardado en las alforjas de Tempestad. El oro no estaba allí, y el mal genio del semental estalló cuando las manos sucias y los cuerpos malolientes se acercaron demasiado a él. Le dio una coz en la cabeza a un lépero, a otro en la pelvis, y yo dispersé al resto con mi espada cuando me acerqué.
López me había seguido con un machete ensangrentado en la mano. La primera bomba de los vaqueros resonó en la distancia. El estallido hizo que todos se inmovilizaran.
—Mi ejército está disparando los cañones —dije—. Con la próxima salva, dispararán metralla. —Me encogí de hombros—. Están inquietos. Hoy todavía no han matado a nadie.
Se oyó otra explosión, y su eco se repitió una y otra vez en las pedregosas colinas fuera del pueblo.
Me desabroché la larga chaqueta negra, dejando a la vista los dos cinturones de dinero entrecruzados en el pecho como las cananas de los bandoleros y el tercero abrochado alrededor de la cintura. Los desabroché los tres y arrojé las veinte libras de monedas de oro a los pies del jefe bandido, un cinturón cada vez. Cada uno golpeó el suelo con un sonido sordo.
—Puedes quedarte con los cinturones.
Encaramé al marqués en el fornido ruano, le até los muslos a la parte de atrás de la silla y el pomo y luego le maniaté las muñecas. Anudé las riendas por encima del cuello de la bestia. Sujeté los dos extremos del ronzal que le había atado antes en el cabezal del ruano y monté en Tempestad.
Detrás de mí, López estaba ocupado manteniendo a sus «soldados» apartados del oro. Un hombre se agachó para recoger uno de los cinturones, y el machete de López silbó a través del aire y se le clavó en la nuca. La sangre comenzó a manar como si de un surtidor se tratara, y la cabeza cortada golpeó el suelo con un golpe sordo mientras yo montaba a Tempestad. Se oyó entonces otro eco, que replicó hasta perderse en la distancia.
Renato salió del pueblo a todo galope. Lo seguí, guiando al marqués con el ronzal, golpeando a la chusma con mi sable cuando se acercaban demasiado, mientras el vaquero ocupaba la retaguardia.
López gritaba y nos señalaba. No necesité de una gitana para que me dijera que no se había creído el cuento de que yo tenía un ejército conmigo. Las bombas habían hecho mucho ruido, pero ninguna bala de cañón había caído cerca.
Tempestad alcanzó a Renato. Al mirar por encima del hombro, vi que el hombre mayor intentaba sujetarse al pomo pero apenas si se sostenía.
—Nos perseguirán —grité—. ¡Necesitamos hacer una descarga con los mosquetes!
—Yo llevaré a don Humberto con Isabel y me reuniré contigo más tarde.
Le entregué el ronzal a Renato y él continuó más allá de nuestros hombres apostados entre las rocas. El vaquero y yo desmontamos, atamos a nuestros caballos y nos reunimos con los demás.
—Cargad los mosquetes.
Puse a cinco hombres a mi izquierda y les dije que dispararan la primera andanada a mi orden; los hombres a la derecha dispararían la segunda.
—Esta chusma está desentrenada. Si tumbamos a unos cuantos de la silla, darán media vuelta y escaparán.
Si no lo hacían, estábamos acabados, porque cada hombre sólo disponía de una bala de mosquete. Había podido comprar pólvora negra en Guadalajara porque se fabricaba para las minas, pero con una guerra en marcha, las balas de mosquete eran tan preciosas como el oro.
Una horda de bandidos salió del pueblo. Sus monturas iban de buenos caballos de labor y mulas hasta burros. Avanzaron por la carretera de cinco en fondo con López delante y al centro.
—Que todos apunten a López. —Con él delante era más que seguro que alcanzaríamos a alguien, hombre o caballo.
Les ordené a los hombres que contuvieran el fuego hasta que los bandidos estuvieran a unos sesenta metros de distancia y di la orden de hacer la primera descarga. Dispararon cuatro mosquetes. El quinto disparó la baqueta; con las prisas, el hombre había olvidado quitarla. López cayó de su caballo y otras dos bestias de la primera fila también cayeron. La segunda descarga tumbó a otro hombre y a su montura. Cogí una de las bombas, encendí la mecha y la lancé. Estalló inofensivamente en el aire, a unos treinta metros del primer hombre, pero hizo un ruido tremendo.
Y eso fue suficiente: todo el grupo dio media vuelta y se dirigieron en tres direcciones diferentes, todas lejos de nosotros.
—¡A los caballos!
Monté en Tempestad y fuimos hacia donde estaban esperando los otros caballos. Los caballos y las mulas habían desaparecido. También Renato, Isabel y don Humberto. El vaquero al que había dejado a cargo de los animales estaba despatarrado en el suelo, degollado.
—¡Allí arriba! —gritó uno de los hombres.
Señaló a los jinetes que llegaban a la cumbre de una colina, en dirección norte alrededor del pueblo. Renato abría la marcha, Isabel montada en su caballo con los brazos alrededor de su cintura. Renato guiaba el ruano del marqués con el ronzal. Detrás de don Humberto había otros dos caballos. Las monturas que no se habían llevado las habían espantado.
El ejército de bandidos muy pronto recuperaría el coraje para hacer otro ataque. Tenía once hombres y un caballo para todos, el del vaquero que me había acompañado al pueblo. Algunos de los animales huidos pastaban, todavía a la vista.
—Necesitamos reunir por lo menos seis caballos —les dije a los hombres—. Podéis montar de dos en dos hasta León.
Tendí la mano y ayudé a un hombre a montar en la grupa, y el vaquero montado hizo lo mismo. Llevé al hombre hasta un caballo y él lo montó. Cuando reunimos seis caballos para los once hombres, les di dinero para que pudiesen pagarse el viaje hasta el padre.
—¿Adónde va, señor? —preguntó uno.
—A vengar el asesinato de nuestro amigo y la traición al padre.
—Entonces, que Dios lo acompañe a usted y a su espada.