La región de Guadalajara estaba a una larga y dura cabalgata desde el campamento de Cuajimalpa. Llevé a nuestro grupo a paso rápido, cambiando nuestros caballos y mulas cansados a lo largo del camino por monturas frescas, reemplazando a aquellos que mostraban alguna cojera o sencillamente no daban más de sí. Había mortificado a Isabel cuando le dije que no podía llevar su carruaje ni a su doncella, pero ella soportaba la dureza y el aburrimiento del viaje sin quejas.
Mis problemas con Renato disminuyeron. Ambos estábamos demasiado ocupados con las exigencias del camino como para pelearnos. Yo seguía sin olvidar la manera como había acariciado la daga. Cuanto más tiempo estaba cerca de él, más sospechas tenía. Además de su amor por las dagas, había otra cosa que me preocupaba. Era un buen jinete, tan bueno como yo. Si bien montar era una habilidad propia de un caballero, encontré extraños algunos de sus modales, como su manera de utilizar el cuchillo cuando comía, cómo era capaz de sentarse en cuclillas y comer como si hubiese pasado su vida en el camino. Finalmente decidí que lo que me preocupaba era su poco habitual dureza; los jóvenes caballeros ricos eran famosos por su blandura física, no por sus capacidades de supervivencia.
Me pregunté si de verdad era un joven de gran riqueza o un veterano soldado de fortuna contratado para proteger a Isabel, matar a su marido, estafar a Hidalgo… y asesinarme.
Tenía a un hombre cabalgando a un par de kilómetros por delante de nosotros y otro que recorría la retaguardia, alertas a la presencia de patrullas realistas y bandidos. Cada vez que veían a un grupo numeroso en nuestra zona, salíamos de la carretera. Además de mi inútil vida, llevaba casi veinte libras de oro para pagar el rescate; más que suficiente para tentar a la mayoría de los hombres.
Cuando estábamos a un día de viaje de Guadalajara, oímos que Torres había tomado la ciudad. Me asombró que un hombre que nada sabía del arte militar —y en su caso, también analfabeto— pudiera capturar una ciudad importante.
Al llegar, le permití a Isabel que se alojara para pasar la noche en una posada y le dije a Renato que comprara monturas frescas para nuestro viaje a León. De inmediato me dirigí a los edificios del gobierno en el centro para encontrar a José Torres, el líder rebelde que se había apoderado de la ciudad.
Había estado en Guadalajara sólo una vez, cuando tenía quince años y había acompañado a Bruto en un viaje de negocios. Si bien Guanajuato con sus minas de plata dominaba el Bajío, Guadalajara era la ciudad más grande de la región occidental. Su riqueza y su importancia no provenían de la minería, sino de su posición como mercado regional de la agricultura y la ganadería y su centro comercial.
A Torres le había tocado un premio gordo. Si bien la ciudad de Guadalajara tenía una población de unos treinta y cinco mil habitantes —más o menos la mitad que Puebla y Guanajuato—, la intendencia de la provincia estaba compuesta por más de medio millón de almas, lo que la convertía en la tercera provincia más grande de la colonia. La región administrativa de la intendencia se extendía hasta el océano Pacífico, y a todo lo largo de la costa norte hasta las dos Californias.
En muchos sentidos, Guadalajara y gran parte del Bajío se habían desarrollado de manera diferente que el valle de México en el corazón de la colonia. Carente de una gran población india que estaba ligada por tradición a la meseta central, la región de Guadalajara había desarrollado una cultura agrícola y ganadera. Para el fastidio de los gachupines, esos pequeños propietarios eran más independientes en actitud y obra que los peones del valle central.
La ciudad había sido fundada por otro hombre del grupo de saqueadores españoles, Nuño de Guzmán, un enemigo de Cortés en el foso de las serpientes que era la política española. En 1529, ocho años después de la caída de los aztecas, Guzmán salió de la capital con un ejército para explorar y dominar la región occidental. Dos años más tarde fundó Guadalajara, aunque la ciudad había cambiado de lugar tres veces antes de acabar en su actual ubicación. Llamó a la región Nueva Galicia, dándole el nombre de su provincia natal en España, y se proclamó a sí mismo marqués de Tonalá, copiando el noble título de Cortés de marqués del Valle.
Al poner la región bajo su autoridad, saqueó brutalmente la tierra, quemó pueblos y esclavizó indios. Los aborígenes lo llamaban Señor de la horca y el cuchillo. Corría la historia de que había colgado a seis caciques indios porque no habían barrido el sendero por el que caminaba. El virrey acabó por juzgarlo por sus excesos y lo envió de regreso a España, donde murió en la cárcel.
Después de los grandes hallazgos de filones de plata en Zacatecas y Guanajuato, Guadalajara se convirtió en el principal proveedor de comida y otras necesidades para las minas.
Mientras caminaba a través de la plaza principal a la hora de la siesta, pasé junto a una pareja que interpretaba una danza que me recordaba el cortejo de las palomas: el jarabe. Era un baile de coqueteo en el que el hombre se apretaba vigorosamente contra su tímida compañera. Había visto una versión del baile donde la mujer bailaba alrededor de un sombrero que su pareja había arrojado al suelo. La escena me recordó el tiempo en que vi bailar una sardana en Barcelona y las maquinaciones de las hermosas mujeres que conocí allí. También a la que me enfrentaba ahora.
Isabel y yo apenas si habíamos hablado durante el apresurado viaje. Me dirigía una sonrisa cada vez que nuestras miradas se encontraban, pero yo mantenía el rostro inexpresivo, fingiendo que no me afectaba.
Encontré al líder rebelde en el palacio del gobernador. Ya había llegado un correo del padre, con el mensaje de que aún no se había hecho un ataque a la capital. El mensaje que yo llevaba era verbal: le dije a Torres que el destino del ejército del padre era el Bajío, pero que Hidalgo necesitaba saber qué apoyo podía darle Torres.
—Como puedes ver, capturé la ciudad para el padre y la revolución. Espero la llegada del generalísimo —me respondió Torres—. Toda la ciudad saldrá a las calles para darle la bienvenida al héroe conquistador cuando el padre nos honre con su presencia.
Torres me ofreció más hombres para aumentar los doce que ya tenía pero los rechacé. Una docena de hombres podían pasar como vaqueros de una hacienda; si me presentaba con un pequeño ejército, despertaría sospechas y comenzaría una guerra con el líder bandido.
Le informé de que el comentario en las calles era que gobernaba bien, y él aceptó mi cumplido con modestia.
—He aprendido que dirigir una ciudad es algo muy complicado. Enseñar a bailar a un hato de burros sería más fácil que administrar las necesidades de una ciudad y reformar su sistema político.
Sacudí la cabeza asombrado al salir del edificio del gobierno. Manuel Hidalgo, un párroco de un pequeño pueblo, había reunido a un ejército que sacudía a toda Nueva España. Sólo unas semanas antes, Torres era peón en una hacienda, y ahora había conquistado y gobernaba la región de Guadalajara: más de medio millón de personas.
Yo había estado presente con Marina cuando un sacerdote bajo y regordete le dijo al padre que reuniría un ejército y lucharía desde las selvas en la región de Acapulco. «¿Quién es ese sacerdote que se supone que formará un ejército?», le pregunté en aquella ocasión. Ella me respondió que su nombre era José María Morelos, un sacerdote de cuarenta y cinco años nacido en la pobreza. Había sido mulero y vaquero hasta los veinticinco años, cuando comenzó sus estudios para el sacerdocio. Desde que se había convertido en fraile, había tenido destinos en lugares pequeños y carentes de importancia, atendiendo a los peones.
«¿Y cómo sabe el padre que ese hombre podrá reunir un ejército y luchar una guerra?» Yo era un caballero —el mejor tirador y jinete de toda la colonia—, y no podía reunir y dirigir un ejército.
«Tiene el fuego en el vientre —afirmó Marina—, y el amor de Cristo en los ojos».
A un abastecedor de las minas, le compré pólvora negra, mechas y frascos de mercurio vacíos. No sabía qué esperar de un bandido que se llamaba a sí mismo general López, pero sospechaba que reaccionaría mejor a un puntapié que a una caricia.
Después de enviar a un mozo cargado con mis compras a nuestro campamento, caminé por el mercado, donde vi una bonita peineta. Con la forma de una rosa plateada, tenía una perla en el centro y se parecía mucho a una peineta de plata que Isabel solía llevar cuando la cortejaba en el paseo de Guanajuato. Movido por un impulso, compré la peineta y descubrí que mis pies me llevaban al barbero. Después de un afeitado, un corte de pelo y un baño, me eché agua de rosas en las prendas para ocultar el olor del camino y entré en la posada donde se albergaba Isabel.
Ella era casi viuda, ¿no? Consideraba mi deber consolarla… y quizá regarle el jardín. El gordo marqués probablemente necesitaría atarse un cordel a la polla y el otro extremo a la muñeca para encontrársela.
Silbaba mientras subía la escalera al segundo piso de dos en dos. Había llegado al rellano cuando se abrió la puerta de la habitación de Isabel y salió Renato. Isabel lo siguió y lo sujetó con la intención de llevárselo de nuevo adentro. Al verme, se detuvo, y cerró la puerta.
Él permaneció inmóvil, con la mano en la daga. La señalé.
—Algún día perderás esa mano.