Nos despertaron los gritos en el exterior.
—¡Nos atacan! —chilló Marina.
Sólo después de ponerme los pantalones, cogí la pistola y la espada. Después de todo, morir sin los pantalones hubiera sido una gran indignidad.
Corrí al exterior y encontré a Marina. Se había armado con un machete antes de cubrir su desnudez con una manta.
Mientras estábamos en el umbral de la choza, medio desnudos y bien armados, el ayudante de campo del padre, Rodrigo, se acercó a la carrera.
—Vamos, hay problemas.
Cuando llegamos a las habitaciones del padre, descubrimos que no estábamos siendo atacados por el ejército del virrey, ni tampoco se habían rebelado los oficiales criollos.
—Veneno —dijo el padre. Pronunció la palabra en voz baja, como si le costara pronunciarla—. Alguien ha intentado envenenarme. —Señaló el plato en la mesa—. Estaba en la carne.
Seguimos su mirada. El perro que había adoptado yacía en el suelo, muerto.
—Le di un trozo de carne —explicó el párroco.
—Le serví la comida tarde —añadió su ayudante—. No tenía hambre, pero acabé por convencerlo de que debía comer porque de lo contrario enfermaría.
—¿Quién le prepara la comida? —pregunté.
—Su cocinero.
El cocinero estaba en su tienda. Yacía boca abajo detrás de los sacos de maíz. Me arrodillé junto al cuerpo y lo volví para verle la cara. Le habían rajado la garganta.
—Una daga —dije—. Alguien le cortó la yugular.
Nadie había presenciado el ataque al cocinero. El ayudante del padre había encontrado la bandeja preparada en una mesa. Pensó que el cocinero había salido a hacer sus necesidades.
Nadie había visto nada sospechoso. El que había matado al cocinero y envenenado la comida del padre había desaparecido al amparo de la noche.
Cuando volví con Marina a su tienda, vi a Isabel y a Renato junto al carruaje. Algo me preocupó, pero no supe qué era.
Al despertarme en mitad de la noche, comprendí la causa de la inquietud. Cuando había insultado a Renato, él no había echado mano a la espada o a la pistola; había buscado la daga.
El cocinero había sido asesinado por alguien hábil en el manejo del puñal.
Con la primera luz ensillé a Tempestad y le dije a Isabel, a Renato y a los vaqueros que nuestra ruta a Guadalajara nos llevaría de nuevo por el paso de montaña.
—Es menos probable que nos encontremos con las tropas del virrey en las cumbres.
Después de verificar que todo estaba en orden con nuestros animales y las provisiones, me aseguré de que la litera de Isabel estuviera bien sujeta a las dos mulas. Cuando estábamos preparados para salir, me detuve junto a Renato, que ya tenía un pie en el estribo.
—Debe haber paz entre nosotros —dije.
—Por supuesto.
—Pero quiero que sepas que eres un cerdo, y que no vacilaré en matarte antes de que se acabe esta misión. —El demonio debió de poner esas palabras en mi lengua.
Al salir, la inmensa e incontrolable multitud que era el ejército del padre se despertaba como una enorme, somnolienta y ondulante bestia. Hice un gesto de despedida a Marina y el padre. Ambos estaban frente a la casa del párroco, observando cómo nos marchábamos.
Sospeché que la gran horda azteca debía de estar intrigada al ver que le daban la espalda a la capital. Los oficiales criollos mostraban su desconsuelo al abandonar la batalla. Después de haberme codeado con aquellos que sabían por los libros mucho más que yo, en mi opinión, había afilado mi mente contra las de ellos de la misma manera que una piedra de amolar afila una hoja. Incluso así, no sabía si la retirada del padre era lo correcto.
Sabía en lo más hondo que lo que había ocurrido el día anterior cuando el padre, por pura fuerza de personalidad, había salvado la gran ciudad de ser saqueada, sería debatido y analizado por los escritores y los historiadores durante muchas vidas. Era un momento tan crítico como cuando César reflexionó acerca de cruzar o no el Rubicón, cuando Antonio y Cleopatra yacían en la cama y discutían cómo robar un imperio, cuando Alejandro Magno consideró lo que debía hacer tras saber que su padre había sido asesinado y que le disputaban el trono. Jesucristo experimentó tal momento cuando tomó la fatídica decisión de ir a Jerusalén durante la Pascua. Cortés había fijado la pauta cuando ordenó que quemasen sus naves en Veracruz para varar a su ejército en suelo peligroso y forzarlo a conquistar o morir.
Eh, comenzaba a sorprenderme a mí mismo con mi conocimiento de la política y la historia.
Al volverme en la silla, vi que Isabel y el cabrón del sobrino miraban la horda de indios semidesnudos que se preparaban para la marcha.
—Mirad a la multitud, gachupines —les grité a los dos por encima del hombro—. Mirad a los peones a los que habéis escupido porque creíais que Dios estaba de vuestra parte. Pero ahora tienen a un dios de su parte, y el suyo es el terrible dios de la cólera. Os asustan, ¿verdad? Deberían, amigos, porque quieren lo que tenéis. Recordarlos bien, porque la próxima vez que los veáis, será quemando vuestras casas y llevándose vuestro ganado. Se llevarán vuestra plata y vuestro oro, y la tierra que les robasteis… ¡Os darán de latigazos y se acostarán con vuestras mujeres!
Le clavé las espuelas a Tempestad y me adelanté al galope.