—El generalísimo requiere tu presencia.
Estaba jugando a las cartas con los indios cuando llegó la orden. Arrojé mi mano y seguí al ayudante del padre.
Dos horas habían pasado desde que Isabel y el sobrino de su marido habían ido a ver al sacerdote. Los había visto salir de su despacho casi una hora antes y subir al coche. El carruaje permaneció donde estaba, con las cortinas echadas…, y estaba seguro de haber visto cómo se movía y se balanceaba por los movimientos de los dos en el interior. Eso fue suficiente para que mi imaginación y mi temperamento echasen a volar.
Estaba a medio camino de la posada del padre cuando Marina me interceptó.
—Ponte la espada al cinto y lleva la pistola debajo de la chaqueta —susurró.
—¿Por qué?
—El padre ha enviado una carta exigiendo la rendición al virrey. Los oficiales criollos todavía no lo saben, pero el mensajero ha vuelto con la respuesta de que el virrey ha rechazado la exigencia.
—Eso no es ninguna sorpresa.
—Los oficiales han protestado por la demora provocada por la espera de la respuesta. Están furiosos porque no estamos marchando sobre la capital. Quieren que Allende asuma el mando.
—Los aztecas no seguirán a Allende. A pesar de lo que digan los otros oficiales, él es un hombre de honor. Si hace un movimiento contra el padre, lo hará de cara y explicará sus razones.
—Allende no es el único oficial criollo en este ejército. Deja de pensar como un señorito gachupín y ármate.
¿Era la maldición de mi vida amar a mujeres de carácter fuerte? Algunas veces me preguntaba cómo sería tener a una mujer que me lustrase las botas en lugar de utilizar las suyas para patearme el trasero.
Nos reunimos en el salón de la posada. Además de Marina, el padre, yo, Allende y Aldama, estaban presentes otros seis oficiales de alto rango. Advertí que un perro pequeño se había hecho compañero del padre. Su ayudante se lo llevó para que no molestara.
—Como saben, amigos —comenzó el sacerdote—, el virrey Venegas ha rechazado nuestros términos de una rendición pacífica de la capital. En cambio, ha exhortado a la ciudad contra nosotros. Ha mandado sacar la imagen sagrada de la Virgen de los Remedios de su santuario y traerla a la catedral. Un testigo me ha dicho que Venegas fue a la catedral, se arrodilló delante de la sagrada Virgen, colocó en sus manos el bastón de mando y la nombró capitana general de su ejército.
El fervor religioso había aumentado de manera espectacular mientras el ejército revolucionario se acercaba a la capital. Que el virrey hubiese reclutado a la Virgen de los Remedios era un golpe maestro, que imitaba el reclutamiento de la Virgen de Guadalupe por parte del padre Hidalgo.
—Mi emisario dice que el virrey ha creado estandartes de los Remedios imitando los nuestros de Guadalupe. Por tanto, cuando nuestros ejércitos se encuentren en el campo, cada bando le pedirá a la Madre de Dios que le conceda la victoria.
Allende se puso de pie.
—Cada día que pasa le da al virrey una nueva oportunidad para prepararse. Debemos seguir con la victoria en el paso. Sabemos que el virrey ha enviado desesperadas súplicas a los comandantes militares de toda la colonia para que marchen en su ayuda. Cuando los habitantes de la ciudad vean el polvo alzado por decenas de miles de indios que avanzan sobre la capital, sentirán pánico. Miles escaparán. Si atacamos ahora, llevaremos con nosotros el impulso que hemos reunido. Si vacilamos, los ejércitos españoles en el campo atacarán nuestra retaguardia mientras estamos empantanados luchando calle a calle para tomar la ciudad.
El murmullo general entre los militares apoyó la opinión de Allende de que debían atacar la capital de inmediato.
El padre Hidalgo habló entonces con voz pausada, y su mirada fue de un general a otro.
—Le he dedicado a este asunto una profunda reflexión, porque hay muchas complicaciones que considerar. Superamos a las fuerzas del virrey en las montañas, pero ahora nos enfrentamos a una fuerza mucho mayor en la ciudad. Como todos sabemos, otras fuerzas realistas acuden en su ayuda. Además de las muchas bajas que nuestro ejército sufrió en la batalla del monte de las Cruces, ahora sufrimos miles de deserciones. Nuestros hombres están cansados y mal equipados. No creo que nuestro ejército esté a la altura. Necesitamos reabastecernos de pólvora, balas de mosquete y cañones.
—¿Qué está diciendo, Miguel? —preguntó Allende—. ¿Quiere dedicar más tiempo a prepararse aquí, en Cuajimalpa? No creemos…
Se interrumpió, porque el padre ya meneaba la cabeza.
—No, aquí no, estaríamos expuestos a las fuerzas del virrey. He decidido que regresemos con nuestras fuerzas al Bajío para reagrupamos.
La declaración del padre cayó como una bomba en el salón. Los oficiales soltaron una exclamación de incredulidad y se levantaron de un salto. Mi mano voló a la empuñadura de mi espada. Allende soltó una maldición. Estaba tan asombrado como los demás. El sacerdote ni siquiera pestañeó.
—Hemos recorrido una gran distancia en poco tiempo. Comenzamos con unos pocos centenares y ahora dirigimos a decenas de miles. Debemos brillar a los ojos de Dios; de lo contrario, no habríamos conseguido tanto. La victoria de la revolución no está sólo en el sendero por el que marchamos. En el norte, en Zacatecas y San Luis Potosí, al oeste en Acapulco y en una docena más de lugares, el pueblo se ha alzado contra los gachupines.
—Es verdad —admitió Allende—, pero ahora debemos asegurarnos la victoria final tomando la capital.
—No estamos preparados para luchar contra un ejército grande que está atrincherado.
—Tenemos que luchar —insistió Allende—. Por eso estamos aquí, por eso usted dio el grito de libertad en Dolores.
—Debemos luchar cuando estemos mejor preparados. El Bajío está abierto para nosotros; iremos allí y nos reagruparemos, reuniremos abastecimientos y volveremos a marchar.
—Ése sería un tremendo error…
El padre sacudió la cabeza con energía.
—He tomado mi decisión. Por la mañana, marcharemos con el ejército hacia el norte.
—¡Es una locura! —Allende luchó contra sus emociones. Por un momento, creí que iba a saltar sobre el padre. Aflojé mi espada un tercio fuera de la vaina. Al otro lado, vi a Marina muy tensa, con la mano oculta en la chaqueta. Si Allende se movía hacia el sacerdote, ella lo atacaría con la daga.
No podía depender de Marina para detener a Allende si iba a por el padre; el general era muy fuerte y rápido. Mi mano izquierda buscó mi arma y mantuve la derecha en la espada. Le dispararía primero a Allende porque era el más peligroso, y casi al mismo tiempo atacaría a Aldama con la espada.
Pero Allende se volvió de pronto y abandonó el salón, con el rostro convertido en una máscara de furia. El silencio siguió a su salida. Dos de los otros oficiales me miraron y yo les devolví la mirada. De pronto me di cuenta de que los vaqueros indios con los machetes se habían reunido junto a la puerta. Capté la mirada de Marina y ella asintió. Era una mujer inteligente. Debería haber sido general.
Aldama rompió el silencio; habló con voz calmada para mantener el control de sus emociones.
—Padre, es nuestro líder. Todos buscamos en usted consejo y sabiduría, pero éste es un asunto puramente militar. Con todo respeto, debemos insistir en que permita que nuestra formación militar esté por encima de su opinión. Estamos a tiro de piedra de la capital, nos movemos con un enorme impulso. Para el momento en que lleguemos a las afueras de la ciudad, nuestro ejército se habrá duplicado…
—Lo siento, he tomado mi decisión. Informe a sus oficiales de que transmitan la orden, por la mañana marchamos en dirección norte.
Los oficiales salieron con la furia, la frustración e incluso el estupor pintados en sus rostros. En cuanto los otros se hubieron marchado, el padre pareció estar a punto de desplomarse. Mientras Marina acudía en su ayuda, salí para asegurarme de que los oficiales que se habían marchado no volvieran a la carrera con las espadas desenvainadas. Les hice un gesto a los vaqueros reunidos delante de la puerta.
—Permaneced alertas —les dije.
Marina apareció detrás de mí y habló de prisa con uno de los vaqueros en una lengua india. Entendí sus palabras lo suficiente para saber que le había dado la orden de tener a un centenar de hombres preparados; sospechaba de un intento de asesinato.
Era posible que los españoles pudieran regresar con una compañía y arrestar al padre, pero tenía la impresión de que Allende y Aldama no los dirigirían; ambos eran hombres de honor. Se lo dije a Marina.
—Si hay algún problema con cualquiera de ellos, se enfrentarán al padre de frente, no lo apuñalarán por la espalda.
—Protejo al padre de cualquier fuente. Dijiste que había una conspiración para asesinarlo. Ahora estoy segura de que tendremos problemas.
—No lo dudo. Vi los rostros de los oficiales cuando se marcharon. Lo han arriesgado todo para este momento: sus fortunas, sus familias, su reputación, sus vidas… Lo único que puede salvarlos de la cólera de los gachupines es ganar la guerra y destruir la ciudadela del poder español. Quieren una batalla rápida, una fuerza abrumadora de indios y una victoria segura. Con la capital a tan sólo unas horas, haremos un largo y duro viaje de regreso al Bajío, prolongando la guerra y sus resultados.
—Los criollos ven esta revolución como una manera de derrotar a los gachupines a través del derramamiento de sangre azteca, no criolla —señaló Marina—. Ven la revolución en términos militares; no comprenden que el padre la ve en términos humanos. No quiere destruir todo lo que representa la revolución sólo por el objetivo de ganar una batalla.
—¿Lo sabías? —le pregunté—. ¿Tú sabías que había decidido no atacar la capital?
—Lo adiviné, pero no se lo dije a nadie.
—Tiene sentido: reagruparse y volver a la carga con más fuerzas.
Ella me miró a los ojos y bajó la voz para hablar.
—Rezó para que el virrey rindiera la ciudad. Tú sabes por qué no ataca la ciudad, sólo es que no quieres admitirlo.
Sabía que el padre tenía un vínculo común con los oficiales criollos que se habían unido a la revolución: el coraje. Pero estaba muy lejos de ellos en la manera de ejercerlo. Para los militares, un hombre destacaba sólo cuando combatía. Pero el padre sabía que a menudo hace falta más coraje para no entrar en una batalla que para librarla, incluso a sabiendas de que podías ganar. No, no era la falta de capacidad militar o coraje por parte del padre lo que le impedía atacar la ciudad, ni siquiera el hecho de que aborrecía el derramamiento de sangre; mucha sangre se había derramado en la batalla por el granero.
—La guerra contra los habitantes de la ciudad —dije.
Marina asintió.
—Atacar la ciudad no es combatir contra un ejército; es la guerra a cuchillo contra la gente.
—Se tomó muy a pecho mis descripciones de la valentía de los españoles en la lucha contra los invasores franceses…
—Oírlo de tu boca sólo confirmó lo que ya había decidido; es por eso por lo que nos detuvimos aquí, en lugar de continuar hacia la capital. Esperaba que el virrey decidiera salvarla, que se rindiera o tuviera el coraje de salir al campo y plantear batalla. Cuando el virrey colocó las defensas en el centro de la ciudad, el padre comprendió que no podía ganar sin una lucha casa por casa. Es por eso por lo que te envió allí a confirmar lo que ya sabía.
—No podrá controlar la furia de los aztecas.
—Ni siquiera Dios Todopoderoso podría controlar a un centenar de miles de mi gente que de pronto han tenido la oportunidad de devolverles el golpe a los cabrones que los han tenido esclavizados durante siglos. —Marina sacudió la cabeza—. Los criollos no lo entienden. El padre sabe que se necesita derramar sangre para que triunfe la revolución, pero inició la revuelta, para luchar contra los ejércitos españoles, no contra la gente. Su plan es alejarse de la capital, reagruparse y fortificarse en el Bajío, y esperar a que los ejércitos del virrey vayan a buscarlos. Se enfrentará a ellos en el campo de batalla.
Me sentí humilde ante la inteligencia, la visión y la humanidad del padre. No tenía claro qué me hacía interesarme sólo por las mujeres y los caballos…, y por un simple sacerdote capaz de sujetar al mundo entero en sus manos. No sabía si era buen o mal sacerdote; desde luego, desde el punto de vista de la Iglesia, a menudo era un problema, formulando preguntas que ellos no querían responder, preguntas como por qué las iglesias se habían convertido en depósitos de enormes riquezas mientras los niños morían de hambre. Ahora miraba más allá de la batalla a todas las personas que sufrirían y morirían si se permitía pensar sólo como un militar.
—No digas que sólo es un sacerdote mientras tú eres un hombre de verdad. El padre Hidalgo no nació sacerdote; nació en una hacienda y se crió como un caballero con un caballo entre las piernas y una pistola en la mano. Pero a diferencia de ti, Allende y los otros oficiales criollos, no piensa con lo que tiene dentro de los pantalones. Tiene más corazón que un santo. Luchará contra los gachupines que no tienen motivo alguno para estar en la colonia aparte de robar y esclavizar a nuestra gente, pero no contra las personas que defienden sus hogares.
—Él está al mando —dije—. Eso es algo que los oficiales no pueden cambiar. Los criollos que ellos esperaban que se unirían a la revuelta no lo han hecho. Los que sí se han unido son valientes y temerarios, pero deben comprender que no mandan a los aztecas. Eso les evitará que intenten apartar al padre.
—Eso impedirá que algunos lo intenten, pero no aquellos que se ven a sí mismos como reyes si el viejo rey muere. Tampoco impedirá que tu misterioso asesino de la capital pruebe suerte. —Me tocó en el pecho con un dedo—. Mantén los ojos y los oídos bien abiertos. Sin el padre, la revolución está perdida.
Ya iba a retirarme para estar en compañía de mi caballo, con una jarra de brandy y un cigarro, cuando apareció el sirviente del sacerdote y me llamó.
—Desea su presencia. La tuya y la de la dama.
—Marina…
—No, señor, la mujer española.
Sólo entonces advertí que doña Isabel y Renato se acercaban.