NOVENTA Y SEIS

Me encontré con el ejército a mediodía en Cuajimalpa, tras viajar a buen paso por la carretera desde la capital. Cuajimalpa era la «vieja» región en términos de ocupación humana en el Nuevo Mundo; el nombre mismo era de origen indio. Durante los siglos anteriores a la conquista española, la habían gobernado sucesivos emperadores indios. Marina creía que el nombre tenía algo que ver con los árboles. Sin duda tenía razón. Era la región boscosa del paso de las Cruces, con una elevación mayor que la de Ciudad de México. Aquí se cortaba la madera para la capital y se enviaba el agua por el acueducto.

Hidalgo, Allende y otros generales ocupaban una posada y otros edificios que servían a las diligencias, los vehículos que transportaban pasajeros a través de la montaña por la carretera de Ciudad de México a Toluca.

El cielo estaba nublado cuando me acerqué al primer puesto del ejército del padre. Encontré el fresco, limpio y húmedo aire de las alturas refrescante después de un par de días de oler la basura de la capital, las cloacas abiertas y los fuegos hechos con estiércol. En lo alto de una cumbre, me volví en mi montura y miré hacia la capital. Un rayo de sol apareció entre las nubes para darle a la ciudad un brillo titilante y sombrío como el reflejo de las velas en un altar dorado. Nunca nadie ha dicho que Juan de Zavala sea un hombre de Dios, pero en momentos como éste he sido testigo de la inquietante belleza de la mano de mi Creador.

Ciudad de México se alzaba sobre la pila de huesos de una poderosa ciudad pagana, su gran catedral y el palacio del virrey en tierras sagradas donde los templos aztecas y los aposentos reales de Moctezuma habían estado una vez. Como los hombres de Cortés, ahora contemplé la ciudad distante con miedo y asombro. Había marchado con el ejército centenares de kilómetros, descansado en innumerables campamentos, conspirado con mis amigos y espiado en numerosas ciudades para asegurarme de sus debilidades. Contra mi voluntad, había llegado a importarme nuestro ejército y su destino.

Una vez, cuando Raquel y yo hablábamos del huracán de sangre y fuego que descendía sobre la ciudad, me habló de una gran ave del Antiguo Egipto, un fénix que tenía un brillante plumaje rojo y dorado y un melodioso canto. Durante cualquier era, sólo vivía una de esas magníficas aves, aunque su vida se contaba en siglos. A medida que se acercaba el final de su existencia, su nido estallaba en llamas, consumiendo al ave. Luego, milagrosamente, de la pira surgía un nuevo fénix. «De las cenizas de las viejas civilizaciones nacen las nuevas —había dicho Raquel—. La mayoría de las naciones europeas fueron una vez colonias de los imperios griego y romano. Desde tiempos inmemoriales, los indios del Nuevo Mundo los han combatido, y cada nuevo imperio es un poco diferente del que han desplazado. Los españoles destruyeron las naciones indias y sustituyeron sus leyes y sus costumbres. Ahora es el momento de que los americanos acabemos con la dominación española y demos comienzo a una nueva época».

Aparté mis temores y toqué con los talones a Tempestad. Comprendí que las personas educadas como Raquel sabían más, que habían aprendido cosas de los libros que eran más mundanas que lo que yo había aprendido en la montura. Sabía que, para hacerles sitio a los americanos, había que echar a los españoles. También que era necesario destruir la gran ciudad en el valle para que de las cenizas surgiera un nuevo y valiente mundo.

Ay, ¿y eso a mí qué me importaba? No creía en nada. La ciudad me había tratado como si fuese basura. No era asunto mío si la destruían. Sin embargo, no pude librarme de un sentimiento de angustia al pensar en ello.

La noticia de mi regreso había viajado más de prisa que los cascos de mi corcel. Marina estaba delante de la casa que el padre utilizaba como su despacho. Tenía los brazos cruzados y en su rostro había un desprecio burlón.

—Así que el virrey no te ha colgado —dijo—. Hay incluso oficiales en nuestro propio ejército que creen que deberías estar balanceándote de una cuerda en lugar de entrar y salir de las camas de las mujeres a las que seduces con engaños.

Me apeé de Tempestad y le entregué las riendas a un vaquero cuyo trabajo era cuidar de los caballos de los oficiales. Después de decirle cómo debía tratar al gran semental, me volví hacia Marina. Le dediqué un ampuloso saludo con mi sombrero mojado.

—Yo también te he echado de menos. Te permitiré que llenes el vacío de mi estómago antes de que satisfagas otras urgencias que mi ausencia ha provocado.

—Puedes poner rienda a tus urgencias. El padre quiere verte de inmediato. —Me apretó el brazo cuando subía a la galería y susurró—: Quiere verte antes de que regresen sus generales de la inspección de artillería.

—¿Me has echado de menos?

—Sólo cuando se me enfrían los pies por la noche.

El padre me recibió calurosamente. Nos sentamos a la mesa y compartimos una jarra de vino mientras le comunicaba lo que había averiguado en la ciudad. Marina me alimentó con tasajo, queso y pan para calmar los gruñidos de mi estómago, y se unió a nosotros en la mesa.

Hidalgo me escuchó con paciencia mientras le informaba de todo lo que había visto y oído, excepto del rumor de que un asesino había sido contratado para matarlo. Con tantos otros problemas sobre la mesa, el padre hubiera descartado una amenaza contra su vida. Yo quería acabar con el resto de los asuntos antes de tener una conversación en serio sobre las medidas de seguridad que se debían tomar para protegerlo.

—Guerra a cuchillo —dijo cuando acabé—. ¿No fue eso lo que el general Palafox le dijo al comandante francés cuando le exigió la rendición de Zaragoza?

—Sí, lucha sin cuartel, a muerte.

—La lucha fue de casa en casa, de hombre a hombre…

—De mujer a mujer, por no mencionar la bravura de la joven María Agustina —señaló Marina.

—Sí —asentí—, e incluso los niños recogían piedras y las lanzaban sobre los invasores.

—Guerra a cuchillo —repitió Hidalgo. Se acarició la barbilla y miró más allá de mí, a través de la ventana, donde jugaban los niños—. La gente defendiendo sus hogares contra los invasores. El coraje de mis compatriotas españoles me llena de orgullo. Es una pena que el pueblo llano de la Península no pueda decidir nuestro destino. Ellos comprenderían nuestra necesidad de escapar de la bota de los gachupines.

—Dices que el virrey está concentrando sus fuerzas en el interior de la ciudad y que nos forzará a abrimos paso… —dijo Marina—. ¿Saldrá a planteamos batalla cuando se acerque nuestro ejército?

—Dudo que se enfrente con nosotros en el campo —afirmé—. Confía en que una de las fuerzas realistas que llamó en su defensa nos ataque por detrás mientras asediamos la ciudad. Al mantener sus tropas dentro, nos obligará a que avancemos calle a calle…

—Casa a casa…

—Sí, padre. Como sabe, la ciudad está llena de criollos y gachupines que nos ven como sus enemigos. Han oído comentar los incidentes donde los indios perdieron el control…

—Dichos incidentes fueron triviales —me interrumpió Marina—. ¿Cuántas veces los españoles han colgado a un centenar de aztecas presos al azar para asustar a miles de ellos?

—No estoy justificando sus creencias, señorita Lengua Afilada; sólo lo estoy relatando. La batalla por la capital será diferente de las libradas en las otras ciudades que hemos tomado. El virrey ya tiene un ejército de miles a su mando, y los españoles con el coraje suficiente para luchar se sumarán a las filas. Tendremos que tomar el castillo y los emplazamientos de artillería en Chapultepec y abrirnos paso hasta el corazón de la ciudad, quizá hasta el propio palacio del virrey.

—¿Cuáles son nuestras probabilidades de éxito? —preguntó el padre.

—Es un derrotista —le advirtió Marina.

—Todos los que no están de acuerdo contigo son derrotistas. Pero sí, padre, podemos ganar. Sin embargo, debemos actuar con decisión. La batalla puede durar muchos días. Nuestros hombres no deben abandonar la lucha para ir a cosechar su maíz.

—Mi gente siempre ha cargado con el peso de la batalla —protestó Marina.

Sonreí ante su creciente cólera.

—Como deberán hacer en ésta. Pero se les debe decir que la batalla durará días. ¿Cuál es su opinión, padre? ¿Duda que podamos tomar la ciudad?

Apoyó los dedos abiertos en la mesa y se los miró mientras hablaba.

—Nunca en la historia del Nuevo Mundo, ni siquiera durante los días de los grandes imperios aztecas, un ejército del tamaño de éste ha marchado al combate. Perdimos veinte mil hombres por deserciones después de la última batalla, y ya más que ésos se han unido a nosotros. Dentro de dos o tres días, estoy seguro de que tendremos mucho más de cien mil indios en nuestras filas. Mientras nos abrimos paso en la ciudad, más se unirán a nosotros desde las zonas cercanas en una oleada interminable. En los alrededores de la capital viven un millón y medio de personas, y la mayoría de ellos son indios. Para el momento en que asaltemos el palacio del virrey, sospecho que tendremos más de doscientos mil en nuestras filas.

Hizo una pausa y nos miró, su semblante calmo pero con los ojos resplandecientes. Luego habló en un susurro ronco.

—Si es así, nada los detendrá. Decenas de miles de indios reconquistarán la ciudad que una vez dominó su civilización, una inmensa ola de rabia y retribución dispuesta a vengar siglos de humillaciones, de ver a sus mujeres violadas, de ver que les robaban las tierras, sus espaldas rotas por el látigo y sus almas destrozadas por la esclavitud en las minas y las haciendas. El virrey ha cometido un trágico error al convertir la ciudad en una guarnición. Debería haber salido a combatir. Nos obliga a entrar en la ciudad luchando, reclamando que lancemos un huracán de furia por todas las calles de la ciudad. Una vez que la batalla comience y los indos vean a sus camaradas caer a su lado…

—Será como la alhóndiga —acabé por él—, sólo que en lugar de unos pocos centenares de indios furiosos cobrándose la revancha en los defensores, serán cientos de miles.

Las facciones del padre reflejaron su emoción.

—Una vez que se encienda la furia azteca —susurró—, nada detendrá su sangrienta venganza.

—Santa María —dijo Marina, y se persignó.

Los dejé para ir a ver a Tempestad y asegurarme de que el vaquero a quien le había dado las riendas le había hecho una buena friega y lo había alimentado correctamente. Además, necesitaba aire fresco. La discusión sobre la próxima batalla había aumentado mi extraña inquietud sobre el ataque a la capital.

El pobre padre llevaba en su corazón el amor no sólo por los indios, sino por todas las personas. No podía escapar a su destino: su alma se vería herida por aquellos que cayeran combatiendo por la revolución y por todos aquellos que perecieran luchando contra los insurgentes.

Me acercaba a nuestro improvisado establo cuando vi un carruaje con un escudo heráldico en la puerta. Advertí algo conocido en el emblema. La puerta del carruaje se abrió y un hombre se bajó de él riendo. Detrás de él, compartiendo su broma privada, riendo también alegremente, estaba mi querida Isabel. De haberse abierto la tierra debajo de mis pies y haberme tragado, no me hubiera sentido más sorprendido. Ella también me vio y, después de un momento de asombrada sorpresa, sonrió.

—Señor Zavala, qué placer verlo de nuevo.

Por su tono, bien podríamos habernos visto por última vez en un baile de sociedad, y no en una emboscada de asesinato y traición. Pero hasta la misma punta de los dedos de los pies, sentí el campanilleo de su voz, estimulado por sus labios rojos, su piel blanco satén…

Guardé la compostura quitándome el sombrero y manteniéndolo apretado contra mi pecho, al tiempo que me inclinaba como un peón ante su amo.

—Señora marquesa.

—Éste es don Renato del Miro, sobrino de mi esposo.

—Buenos días —saludé.

Él no me respondió, sino que sólo me tomó la medida. Mi mano buscó instintivamente la espada. Me había insultado. Yo estaba demasiado por debajo de él para un saludo cortés.

Lo conocía muy bien, aunque era la primera vez que lo veía. Era su tipo el que conocía a fondo: alto y bien proporcionado, un rico y ocioso español, pero uno físicamente apto. Sus prendas eran de la mejor tela, sus botas suaves como el culo de una gacela. Sabía por su porte que cabalgaba bien, manejaba la espada y la pistola con mano experta, y sin duda se había rociado con el caro perfume que le daba ese agradable aroma. Lo conocía porque se parecía mucho a mí…, cuando yo era un gachupín. Era un caballero, sin ninguna duda, pero no un petimetre de la Alameda. No se había endurecido por la vida en la montura como yo, pero se movía como alguien rápido de pies y también rápido con un puñal, sobre todo cuando le dabas la espalda. De inmediato percibí algo escurridizo en él…, sabía lo que era un hombre malo cuando veía a uno. Tenía ya mucha experiencia.

—Debes perdonamos, pero tenemos una cita con el padre —dijo Isabel.

Le dirigí al sobrino una mirada siniestra cuando pasó por mi lado. Era indigno de mí pensar semejante cosa de Isabel, pero tuve que preguntarme si era algo más que un vínculo familiar el que los había reunido. Sus ojos resplandecientes y la ligereza de su paso desmentían cualquier preocupación por el marido secuestrado. ¿Eran celos de mi parte? ¿Acaso mi corazón todavía sufría por esa mujer que me había atraído a una emboscada?

Ah, ¿os preguntáis por qué no me arrojé al suelo y babeé al verla? ¿Acaso creéis que soy tan débil? ¿Que no tengo orgullo? Bueno, soy un tipo duro, y los tipos duros no suplican.

Además, el suelo era un fangal.

Cuando acabé de darle una friega a Tempestad, me tumbé en el heno fresco del cobertizo cerca del corral y me fumé un cigarro. Bebía de una jarra de vino cuando Marina me encontró allí.

—La puta gachupina que deseas está hablando con el padre.

—Sólo te deseo a ti, y no la insultes. Es una dama.

—¿Y yo que soy? ¿Una esclava india con la que complaces tu lujuria y a la que no consideras una mujer refinada?

—Tú eres una princesa azteca, la encarnación de la propia doña Marina. Te amo de lejos sólo porque soy un pobre lépero.

—Eres un mentiroso…, en todo excepto en lo de ser un lépero. ¿No te interesa saber por qué está reunida con el padre?

Exhalé el humo de mi cigarro formando anillos con él.

—¿No es obvio? Los bandidos que juran lealtad a nuestra causa tienen a su esposo secuestrado. Quiere que el padre interceda.

—Hablaban del asunto cuando descubrí que necesitaba respirar aire fresco. Pero me alegra haberla visto. Siempre me había preguntado cómo sería la mujer que deseabas. Es perfecta para un hombre que sólo piensa con su garrancha: bonita por fuera pero sin sesos por dentro.

Exhalé más anillos de humo; pero Marina aún no había acabado conmigo.

—Pero el sobrino, Renato, ¡qué hombre! Guapo, atrevido, un auténtico espadachín…

Me dio una patada en la pierna.

—¿Por qué me has pegado? —exclamé.

—Por tu expresión celosa cuando he mencionado al sobrino. No has dejado atrás a la puta gachupina. —Apoyó las manos en las caderas y me miró—. Bien, escucha esto, señor lépero: tu mujer se derretía por ese hombre cuando hablaba con el padre. Como mujer que soy, te digo que ella se le abre de piernas.

Y salió corriendo del cobertizo. Mientras la miraba alejarse, de pronto me percaté que había desenvainado mi daga.