NOVENTA Y CINCO

Esa noche recorrí varias posadas de los alrededores de la plaza mayor en busca de Lizardi. No tardé mucho en encontrarlo. Me recibió como a un hijo pródigo, no por amor fraternal, sino por amor a mi dinero.

—En la ciudad estás seguro —comentó—. El virrey y los gachupines están muy ocupados intentando plantearle batalla al revolucionario Hidalgo como para perseguir a un insignificante bandido como tú. Ofrecen una gran recompensa por las cabezas de los líderes.

Lizardi no sabía que yo era parte de la revuelta. Le dije que después de dejar la capital había ido al norte, a Zacatecas. Tampoco le mencioné que había una recompensa de sólo cien pesos por mi cabeza. Me había escandalizado cuando Raquel me dijo que el virrey me consideraba un bandido de poca monta en lugar de un gran revolucionario. Por alguna extraña razón, a ella le había hecho gracia mi furia. ¿Cómo le explicabas a una vulgar mujer que ese dinero era una ofensa contra mi hombría?

Conduje la charla hacia la revolución. Como era natural, Lizardi despreciaba —o, mejor dicho, estaba celoso— los panfletos publicados por los simpatizantes de la insurrección.

—Los escritores casi siempre son sacerdotes —se mofó—. ¿Qué sabe un sacerdote de la vida?

Contuve una sonrisa pero no pude evitar decir:

—Hidalgo es un sacerdote, y también lo son algunos de los generales que dirigen la rebelión.

—Perderán; no saben cómo librar una guerra. Están intentando ganar el apoyo de los criollos con sus publicaciones. Gritan «Larga vida al rey», «Larga vida a la religión», «Muerte a los franceses». Lo mismo afirman los otros. La guerra se ganará con armas, no con palabras.

Pude conseguir información adicional del Gusano sobre la situación en la capital. Raquel, en su entusiasmo por el cambio social, tenía tendencia a ver los hechos con una luz favorable a la causa del padre. Lizardi, por otro lado, si bien hablaba de cambios sociales, en realidad se refería a aumentar los derechos sólo para los criollos como él. Pero como por regla general estaba en contra de todo aquello que los demás apoyaban, me proporcionó informaciones de la actual situación que me preocuparon.

—El padre nunca tomará Ciudad de México, al menos no sin destruirla. La batalla será sangrienta.

—Estoy seguro de que el padre no espera que la ciudad se ponga de rodillas y se rinda cuando aparezca en la calzada.

—El padre Hidalgo espera una batalla, pero lo que no espera es la destrucción de la ciudad, y eso es lo que ocurrirá. Esta ciudad tiene el mayor número de criollos y gachupines de la colonia en tiempos normales. Desde que comenzó la rebelión, miles de ellos han llegado aquí en busca de protección. Temen por sus hogares, sus familias, sus vidas y sus propiedades. Cuando el ejército del padre intente tomarla, los gachupines lucharán; no tienen otra alternativa. Y la mayoría de los criollos se les unirán.

Me encogí de hombros.

—Perderán. Por lo que he oído, el ejército del padre crece cada día que pasa. Los rumores son que sumarán cien mñ cuando lleguen aquí.

—Más de cien mil aztecas: una turba, no son soldados. ¿Qué pasará cuando los combates se desarrollen calle a calle?

Yo ya lo sabía, pero evité decirlo. Lo mismo había ocurrido en España cuando el pueblo luchaba contra los invasores: violencia y caos, la violación y el saqueo de toda la ciudad.

—En mi opinión —manifestó Lizardi—, cuando su chusma se enfrente a miles de tropas regulares y a los disparos de la artillería, darán media vuelta y escaparán como hicieron en el monte de las Cruces. Todos saben que el padre utiliza a los indios como carne de cañón.

No le corregí a Lizardi su error sobre cómo había ido la batalla en el paso. Yo ya sabía que cuando Trujillo regresó a la capital con lo poco que le quedaba de sus tropas, el virrey declaró que la batalla había sido una gran victoria de los realistas.

—¿El virrey planea enviar a un ejército a encontrarse con las fuerzas del padre antes de que lleguen a la ciudad?

—¿Cómo puedo saberlo? ¿Acaso crees que soy una pulga en su oreja?

Lizardi era más bien una pulga en los tobillos, pero lo dejé pasar a la vista de que los halagos podrían abrir sus labios.

—Dicen en las calles que tú sabes lo que hará el virrey antes de que lo haga, que lee tus panfletos para saber cuál será su próximo movimiento.

Vanidoso como era, sonrió ante la descarada mentira y me saludó con la copa de vino.

—Es verdad, yo podría dirigir esta guerra mejor que nadie. El virrey envió a Trujillo con sólo dos mil hombres para demorar el avance del padre hacia la ciudad. Trujillo proclamó que fue una gran victoria, pero he oído decir que la chusma del sacerdote le dio una buena paliza. Modestamente, sugerí algo que corrió por toda la ciudad y consiguió la atención del virrey de una manera mucho más urgente.

—¿Qué fue?

—Matar al padre, por supuesto.

—La recompensa de diez mil pesos…

—No, no, no. —Sacudió la cabeza—. Esa recompensa es para los tontos. La ofrecieron con la ilusión de que alguien cercano al padre de pronto lo apuñale o le dispare. Las probabilidades de que su círculo íntimo lo traicione son las mismas de que el papa me canonice a mí. La recompensa es sólo para el público. —Lizardi se inclinó sobre la mesa y habló en un susurro—: El virrey ha contratado a un asesino para que se disfrace y se acerque lo suficiente al padre para matarlo.

—¿Sabes cuál es el disfraz?

—¿Y quién lo sabe? Mi fuente es un primo mío que trabaja como notario personal del virrey. Venegas le dice cosas que él apunta para la historia de su virreinato. No se lo cuenta todo, pero cree que el golpe letal contra Hidalgo lo asestará alguno de sus propios compañeros.

—¿El asesino tiene un nombre?

—Esto es todo lo que sé, que será alguien cercano a él.

Quería más información acerca de esa siniestra conspiración, pero después de dos jarras de vino, me enteré de poco más, lo que significaba que había obtenido todo lo que Lizardi sabía y la mayor parte de lo que podía inventarse. La única otra cosa importante que le saqué al Gusano fue el motivo del asesino: dinero. Y la recompensa, según él, era asombrosa: cien mil pesos. Toda una fortuna, una cantidad que el virrey no se atrevía a hacer pública porque eso demostraría el terror que tenía a la insurrección.

Lizardi disponía de más información sobre otras acciones del virrey contra los rebeldes:

—Ha dictado un decreto por el que cualquiera que se levante en armas contra su autoridad será fusilado antes de una hora.

—Eso no le da a nadie muchas probabilidades de demostrar su inocencia, ¿no?

—Las súplicas de inocencia o misericordia son irrelevantes. Los peones odian todo lo español, y si no son parte de la revuelta ahora, podrían serlo en el futuro. Pero ha hecho una oferta de perdón a cualquier rebelde que se pase al gobierno.

Sí, el virrey me daría el perdón…, y después me colgaría a mí y a otros como yo tan pronto como el padre fuese derrotado.

—Sabes cómo la llama el padre, ¿no? La reconquista. ¿Sabes cómo eso nos aterroriza? Cuando Cortés conquistó a los aztecas, destruyó por completo su gobierno, su religión e incluso su cultura, dejándolos sin libros y sin escuelas; les arrebató todas sus tierras y robó y violó a sus mujeres antes de contagiarles enfermedades que mataron al noventa por ciento de ellos.

Lizardi me miró con disgusto y horror en el rostro.

«¿Qué nos pasará si ganan?»

Tenía que dejar la ciudad para avisar al padre de un posible complot de asesinato y comunicarle las defensas y los movimientos de tropas del virrey.

Partí al galope para reunirme con el ejército revolucionario, dejando atrás una ciudad sacudida por la confusión y el miedo.