Ciudad de México, la gran recompensa de los conquistadores, era la encantadora Tenochtitlán, donde Moctezuma había gobernado con una corte pagana que rivalizaba con el poder absoluto y la grandeza de Kubilai Kan, el trofeo buscado por Cortés y su banda de bandidos disfrazados como conquistadores; una ciudad tan deslumbrante que los hombres de Cortés se habían quedado boquiabiertos cuando desde la distancia atisbaron por primera vez sus grandes torres y sus imponentes templos que se alzaban de las aguas circundantes, preguntándose si no habían sido hechizados por los demonios en un sueño. Ahora era la primera ciudad de las Américas, el asiento del virrey de Nueva España. Muy lejos de la madre patria, el virrey ejercía el poder de un soberano.
Mi primera parada en la ciudad fue para ver a Raquel. Luego buscaría a Lizardi, el Gusano, y le sacaría todas las verdades y los rumores que pudiera.
Raquel rebosaba de entusiasmo.
—Las noticias de nuevos milagros llegan todos los días. En todos los lugares donde va el padre, reforma el gobierno y da derechos a la gente común.
No quise estropearle su entusiasmo, pero sabía que las palabras no ganarían la guerra y las batallas ganadas no significaban la victoria en nuestras manos.
Nos sentamos en el borde de la fuente, a la fresca sombra de su patio. Describí los progresos de la guerra desde que nos había dejado en el Bajío. Ella escuchó con absoluta atención. Luego me habló de Isabel.
—Sé que no podremos tener una conversación importante hasta que sepas qué está pasando con tu amada.
—No me importa nada de Isabel. Se ha acabado.
—Eres un mentiroso. Mírame a la cara y repítelo.
¿Por qué las mujeres siempre descubrían mis mentiras?
—Las cosas no van bien para Isabel. Supongo que se podría decir que está recibiendo su merecido, pero habiendo sido criada yo misma en el lujo y encontrándome un día en la pobreza, siento una ligera compasión por ella.
—¿Su marido se ha quedado sin dinero?
—Eso y más. Ha sufrido diversos reveses financieros, todos ellos complicados por sus intentos de cubrir los excesos de su esposa. Pero cuando su fortuna se volvió tan escurridiza e infiel como ella, tuvo que dejar la capital, ir a Zacatecas y vender sus participaciones en una mina de plata.
—Dime que acabó en Guanajuato y murió durante el ataque a la alhóndiga —manifesté con la ilusión de que fuese verdad.
—No es lo bastante valiente para haber defendido el granero. Dejó Zacatecas con las alforjas llenas del oro de la venta de la mina. En su camino de regreso a la capital, lo capturó una banda de guerrilleros. Tengo entendido que fue lo bastante astuto para ocultar su identidad, dándoles un nombre falso. De haber descubierto que era un marqués, el virrey habría tenido dinero suficiente para pagar el rescate.
—¿De qué banda se trata?
—Eso no lo sé.
—¿Cómo te has enterado de la historia?
Ella sonrió.
—Digamos que por boca de Isabel.
—¿Has hablado con ella?
—Por supuesto que no. La marquesa nunca hablaría de tales asuntos con una mestiza que es tutora de los niños de los ricos.
—¿Una de sus amigas es tu confidente?
—Tampoco. Soy confidente de su doncella. —Se rió al ver mi expresión—. La hermana de la doncella trabaja para mí, ayudándome en las tareas domésticas. Cuando puede, la doncella de Isabel viene a visitar a su hermana. Como Isabel una vez me costó un prometido…
Me encogí de culpa y evité su mirada.
Ella sonrió ante mi incomodidad.
—Como es natural, sentía curiosidad y celos de la vida lujosa de Isabel. Y como todo el mundo sabe, una mujer no tiene secretos para su doncella.
—¿Qué estás diciendo? ¿El marido de Isabel está cautivo y ella no tiene dinero?
—Las dos cosas. Al parecer, su esposo escondió el oro antes de ser capturado. Si bien Isabel quizá no llore mucho si matan a su marido, sin el oro, será pobre.
—¿Cómo evita la viudedad y la pobreza?
—No lo sé. Isabel ha desaparecido. Nadie sabe dónde está, ni siquiera la doncella.
—¿Desaparecida?
—Las personas bondadosas dicen que se llevó las joyas para rescatar a su marido. Las menos… —se encogió de hombros.
¡Ay!, si pudiese echar las manos al cuello del marqués —con una mano quitarle la vida y robarle el oro con la otra—, podría…
—¡Dios mío! Tendrías que ver el asesinato y la lujuria en tu rostro. ¿Tanto significa para ti, incluso después de haber intentado que te matasen?
—Te imaginas cosas. Háblame del nuevo virrey.
—Tiene bien sujeto el poder y cuenta con el apoyo de la población española, criollos y gachupines por igual.
—Debe de estar corriendo de aquí para allá para seguir el ritmo de los acontecimientos, verse metido de pronto en una revolución.
—No lo subestimes —dijo Raquel—. Está decidido a derrotamos. Debes juzgar al virrey en el contexto de su tiempo en la colonia. Había puesto los pies en tierra firme en Veracruz dos meses antes de que el padre iniciara la revuelta. Desde ese momento ha visto cómo la insurrección se desparramaba como el fuego.
—¿Era militar en España?
—Por lo que he oído —respondió Raquel—, Venegas no es un gran estratega militar, sino otro político que consiguió su acreditación militar a través de la posición y la influencia. Sin embargo, es un hombre desesperado, con miles de gachupines también desesperados que lo respaldan, por no hablar de las principales familias criollas que lo apoyan.
—No hemos conseguido un apoyo significativo de los criollos ni siquiera en el Bajío.
—Tiene miedo de la revolución del padre. Con cada nueva conquista aumentan las noticias de las atrocidades.
—Hemos tenido muchos saqueos —admití.
—Al final, los criollos deben arriesgar sus fortunas y respaldar la revolución como un acto de coraje.
Me eché a reír.
—Así es —continuó Raquel—. Pero eso no ocurrirá. Los criollos sólo respaldarán al padre si saben con toda certeza que ganará. Entonces correrán a su puerta para que proteja sus intereses. Hasta entonces —se encogió de hombros—, los aztecas y otros peones deberán derramar ellos solos su sangre en nombre de la libertad.
—¿Cuál es el plan de la defensa de la ciudad que tiene el virrey? —pregunté.
—Ha armado fuertemente la calzada de la Piedad y el paseo de Bucareli y colocado cañones en Chapultepec. Pero también dispone de un considerable número de tropas en el centro de la ciudad. Un amigo mío, un capitán criollo leal al virrey, me dijo que hay muchas críticas porque el virrey haya colocado tropas tan adentro de la ciudad. Creen que debería tener al ejército fuera y enfrentarse al padre en el campo de batalla, no en las calles de la ciudad.
—Necesito echar una mirada a la colocación de las tropas.
—Podemos hacerlo mañana.
—¿Cuál es el tamaño de la tropa con la que cuentan? Allende calcula que entre siete y ocho mil soldados.
—Hay más que ésos; quizá diez o doce mil, porque se han hecho esfuerzos para reclutar tropas. El problema principal lo heredó de Iturrigaray. Cuando él era virrey, dispersó a las tropas por toda la colonia, enviándolas a ciudades de provincias muy separadas. Ahora Venegas las está reuniendo en grandes unidades. Ha ordenado que algunas vengan aquí para proteger la capital y a otras que reconquisten el Bajío. El gobernador de Puebla ha recibido la orden de reforzar Querétaro. Se lleva al regimiento de infantería de la Corona, una unidad de dragones, dos batallones de granaderos y una batería de cuatro cañones.
—Para proteger la capital, el virrey ha ordenado que vengan los regimientos de Puebla, Tres Villas y Toluca. Además le ha enviado una orden al capitán Porlier, el comandante naval de Veracruz. Le encomienda que reúna a todos los marineros de los barcos españoles en puerto y los envíe a la capital a marchas forzadas.
Raquel también me dijo que el arzobispo había aumentado la intensidad de los ataques de la Iglesia contra el padre.
—Además de las excomuniones, la Iglesia ha mandado a los curas que denuncien a los rebeldes desde los púlpitos. Proclaman que los rebeldes no sólo pretenden apoderarse del poder político, sino que el suyo es un ataque sacrilego contra la Iglesia para destruir la santa religión.
La excomunión era una arma poderosa. En su forma más extrema, el vitandus, que sin duda debía de ser lo que disponía el decreto, impedía a la persona recibir los últimos sacramentos además de un entierro cristiano, en otras palabras, te cerraba las puertas del cielo cuando morías.
Descarté las acciones de la Iglesia.
—El padre conoce bien la Inquisición, y está enterado de las excomuniones.
—No puede no hacer caso de las alegaciones y los cargos. Tiene que publicar su desmentido. Estamos en una tierra cristiana, y con independencia de lo que algunos de nosotros sentimos, la gente, incluso los indios, está ligada a la Iglesia.
—¿Qué otras malas noticias tienes para mí?
—El virrey ha ofrecido recompensas por los líderes de la revuelta. Ha puesto un precio de diez mil pesos por las cabezas del padre y de Allende, y además ha prometido el perdón para cualquiera que los mate o los capture.
Me encogí de hombros.
—Una recompensa por nuestras cabezas es algo que ya se esperaba.
—Ésa no es la mala noticia: sólo ofrecen una recompensa de cien pesos por el bandido Juan de Zavala.