NOVENTA Y TRES

El ejército avanzó hacia Ciudad de México como una lenta, sinuosa e interminable bestia. Desde Valladolid y Acámbaro, el padre dirigió al ejército en una ruta que incluiría Maravatío, Tepetongo e Ixtlahuaca.

Marina y yo nos separamos para comprobar la ruta a la capital, ella con su ejército de espías femeninas, yo con mi semental gachupín. A mi regreso, el padre Hidalgo llamó a Allende, Aldama y otros oficiales superiores para escuchar el informe sobre la gran fuerza que cerraba el camino a la capital.

—El virrey ha enviado un ejército al mando del coronel Trujillo para detenemos antes de que lleguemos a la capital —les dije.

Trujillo ocupaba Toluca —la ciudad menos importante antes de la capital—, con tres mil soldados.

—El coronel Trujillo ha enviado una avanzadilla para defender el puente de Don Bernabé sobre el río Lerma. No he podido acercarme lo suficiente para un recuento acertado, pero yo diría que son varios centenares.

—Ha asegurado el puente por adelantado —manifestó Allende—, porque tiene la intención de cruzarlo con toda su fuerza y hacemos frente cerca de Ixtlahuaca. Debemos tomar el puente antes de que pueda reforzarlo.

Avanzamos sobre el puente del río Lerma y los defensores de Trujillo escaparon antes de hacer una defensa suicida. Marina había regresado con más información mientras nuestra tremenda fuerza acababa de cruzar el puente. Puso al día de las novedades al padre, Allende, y los demás generales.

—Cuando la unidad que Trujillo envió a defender el puente regresó a la carrera para anunciar que avanzaba un ejército docenas de veces mayor que todas las fuerzas del virrey, el coronel reunió de inmediato a su ejército y emprendió la retirada. Planea la defensa en la ciudad de Lerma.

—Allí también hay un puente —señalé.

—Sí —asintió Allende—. Defenderá el puente de Lerma con la ilusión de impedimos el cruce y llegar al paso conocido como monte de las Cruces. Después del paso, la carretera a la capital quedará abierta.

Se tomó la decisión de dividir las fuerzas. El padre mandaría al ejército que iba al este desde Toluca hasta Lerma, donde plantearían batalla a las tropas de Trujillo. A marchas forzadas, Allende llevaría al resto del contingente hacia el sur de Toluca. Cruzaría el río en el puente de Atengo y luego seguiría al nordeste para atacar el flanco de Trujillo en Lerma.

—Le cortaremos la retirada por el paso a la capital y lo encerraremos entre nuestras fuerzas —le dijo al padre.

—Ese amigo del virrey quizá sea lo bastante listo como para defender también el puente en Atengo —opinó Aldama.

—Lo más probable es que lo destruya —afirmó el padre—. No tiene bastantes tropas para defender de verdad los puentes de Lerma y Atengo. Tendremos que llegar allí antes de que destruya cualquiera de ellos.

Yo actuaba entre dos mandos, ocupado en observar los posibles movimientos y sorpresas de tropas. El 29 de octubre, la unidad de Allende expulsó a las tropas de Trujillo del puente de Atengo. Mientras tanto, el padre Hidalgo marchaba sobre el puente de Lerma.

Solo, me adelanté a las fuerzas de Allende en la carretera hacia Lerma y pasé la retaguardia de Trujillo fingiendo ser un comerciante español que escapaba del ejército de ladrones y asesinos. Fue fácil para mí: poseía la arrogancia y el caballo de un gachupín.

Cuando llegué a Lerma, me enteré de que Hidalgo se acercaba más rápidamente que las fuerzas de Allende. Aunque la unidad de Allende era más pequeña, tener que flanquear al ejército del virrey por el puente de Atengo lo había desviado en un amplio arco a través de la región. Tenía mucho más territorio que recorrer.

No había acabado de llegar a Lerma cuando presencié la retirada de Trujillo con el grueso de sus tropas. Los soldados no hacían más que hablar de lo ocurrido. El coronel se había enterado de que las fuerzas del padre avanzaban por el este de Lerma por la carretera de Toluca, mientras que Allende se movía desde el sur para cerrarle el flanco.

Trujillo se retiró al paso llamado monte de las Cruces, un sitio popular para las emboscadas de los bandidos. Su nombre correspondía a los dos tipos de cruces de madera que se colocaban allí: las cruces en memoria de las víctimas de los asaltantes y las cruces para crucificar a los bandidos.

Cuando las fuerzas de Allende y el padre se encontraron en la carretera que iba al paso de las Cruces, acompañé a una patrulla enviada por Allende para hacer un reconocimiento de lo que él estimaba sería la posición defensiva más fuerte del paso. Para el momento en que llegamos al terreno codiciado, las fuerzas de Trujillo ya lo ocupaban.

A primeras horas de la mañana siguiente, 30 de octubre, nuestras unidades de avanzada luchaban con las tropas de Trujillo. Tracé un amplio arco alrededor de los posibles campos de batalla, subí a las alturas del lado norte de la carretera de Toluca y descubrí que Trujillo estaba recibiendo refuerzos. Las fuerzas realistas traían dos cañones y sumaban casi cuatrocientos hombres, la mayoría de los cuales parecían lanceros montados que hasta hacía poco habían sido vaqueros de las haciendas de Yermo y Manzano. Según mis cálculos, las fuerzas de Trujillo se acercaban a mi estimación original de tres mil, y más de dos tercios eran tropas regulares.

No era un número suficiente comparado con nuestra fuerza, pero nadie sabía cómo se comportaría nuestra inmensa horda azteca frente a unidades regulares del ejército. Recordé las lecciones que los españoles —y los franceses— aprendieron en la Península: un pequeño número de tropas francesas entrenadas podían disparar asesinas descargas de mosquete y fuego de artillería. A su vez, los españoles conseguían las victorias no con grandes y pesadas masas como el ejército del padre, sino con pequeñas y tenaces bandas que se valían de la movilidad, las emboscadas y la sorpresa.

Nuestra fuerza principal llegó y trabó combate con las fuerzas realistas poco después del mediodía. La vanguardia de nuestro ataque consistía en soldados de infantería y dragones de los regimientos provinciales que se habían sumado a nuestro bando a medida que caían las ciudades de Valladolid, Celaya y Guanajuato.

Esta tropa, en su mayoría mestizos, sumaban una fuerza casi del mismo tamaño que la de Trujillo, pero con importantes diferencias: la mayoría de nuestros «regulares» estaban poco entrenados y mal armados, y todos eran desertores de las unidades de la milicia. En su conjunto, carecían de la disciplina y el orden preciso de batalla de las fuerzas realistas porque pocos oficiales se habían pasado al bando rebelde. Si bien teníamos unos cuantos «generales», carecíamos de todos los rangos inferiores excepto los soldados rasos al fondo de la pila.

Sin buen entrenamiento, equipos, control y la disciplina del mando, las tropas uniformadas apenas si eran unidades combatientes mejores que nuestros ingobernables aztecas, que compensaban sus deficiencias con el número abrumador. Para el momento en que me reuní con Allende y el padre en el centro de mando, hordas de indios a pie —enormes oleadas de ellos en cada lado— y grupos de tropas montadas en caballos y mulas estaban rodeando a las tropas realistas que avanzaban.

Vi por la manera en que se daban las órdenes que el padre había dejado el plan de batalla a Allende, el soldado profesional. Con nuestra superioridad numérica, Allende rodeaba a las fuerzas realistas, enviando unidades de indios mejor armadas —hombres al menos con machetes o lanzas con puntas de acero— a tomar posiciones en las alturas para cubrir ambos flancos del enemigo. En un rodeo al ejército rival, había enviado a otros varios miles a apoderarse de la carretera a Ciudad de México, para cortarle a Trujillo una eventual retirada. Allende mandaba la caballería, mientras que, en el flanco derecho de los realistas, Aldama comandaba las tropas mejor preparadas y equipadas que podía encontrar.

A medida que el ejército rebelde avanzaba, los cañones de Trujillo —ocultos detrás de los arbustos— lo abatía con metralla. Mientras las descargas de artillería abrían corredores de muerte entre las columnas que avanzaban, sus mosqueteros también disparaban en descargas sincronizadas una mortal lluvia de balas de plomo de una onza.

Estas descargas sembraron el caos en nuestras filas. Los hombres caían, gritando por las espantosas heridas, mientras otros daban media vuelta y corrían. Por algún milagro, Allende y sus oficiales consiguieron impedir que la retirada se convirtiera en una ciega desbandada. Nuestra artillería —ni de cerca efectiva o de calidad como los cañones realistas— fue desplegada rápidamente y devolvió el fuego, junto con los disparos de mosquetes.

Entonces vi algo que me hizo dudar de mi cordura. Los valientes aztecas, en absoluto conscientes de cómo funcionaban los cañones, corrían hacia la artillería enemiga y metían sus sombreros en las bocas de las piezas, convencidos de que así podrían detener el fuego asesino. Su brutal coraje era inimaginable.

Nuestra fuerza principal continuó avanzando desde la carretera de Toluca. Con Allende a la derecha, Aldama a la izquierda y la cuarta unidad ocupando la carretera a Ciudad de México en la retaguardia de Trujillo, habíamos rodeado a los realistas.

De haber sido las fuerzas insurgentes un grupo bien entrenado, armado y disciplinado, hubiera acabado con el ejército de Trujillo allí mismo. En cambio, la batalla continuó. Los comandantes rebeldes no podían enviar tropas suficientes contra el enemigo de una vez para dar el golpe de gracia.

Ahora estábamos a tiro de piedra de las tropas de Trujillo, tan cerca que nuestros soldados insurgentes invitaban a los realistas a desertar y pasarse a su causa. Después de pedir parlamento, Trujillo intentó negociar en dos ocasiones diferentes sólo para postergarlas. Cuando invitó a un grupo de nuestras tropas a que se adelantara para tratar una solución pacífica por tercera vez, de pronto ordenó a sus hombres que abriesen fuego. Sesenta de nuestros hombres murieron en el acto, y muchas otras docenas resultaron heridos.

Allende, furioso, ordenó a sus tropas reanudar la batalla sin dar cuartel. ¡Guerra a cuchillo! Con la tercera parte de sus tropas muertas, Trujillo ordenó la retirada, abandonando los cañones. Con más pérdida de hombres, se abrió paso entre el cerco y atravesó nuestras fuerzas que controlaban la carretera a Ciudad de México. La retirada, que había comenzado como una maniobra organizada, muy pronto se convirtió en una desbandada caótica. Muchas de las fuerzas de Trujillo fueron muertas mientras intentaban escapar, pero ese traicionero y cobarde cabrón consiguió huir. Dirigí a una fuerza montada para buscarlo, pero descubrí demasiado tarde que Trujillo había escapado por la carretera a Ciudad de México, disfrazado de monja.

Habíamos ganado la batalla, pero cuando miré el número de muertos —y mi cálculo era que habían caído más de dos mil por cada bando—, me pregunté qué habíamos ganado. Además de los dos mil muertos, era inevitable que perdiéramos miles más por las heridas y las deserciones.

Nos habíamos enfrentado a una fuerza veinte veces menor que la nuestra. La habíamos derrotado sólo por el peso de la superioridad numérica. Los indios habían visto el efecto del fuego de mosquetes en Guanajuato y sabían que podía ser letal. Pero ahora, en un paso de montaña que llevaba a la capital, habían visto y sentido el disparo de metralla a corta distancia y conocían su horror.

—Hemos ganado —afirmó Marina con orgullo.

—Sí, señorita, hemos ganado —dije sin entusiasmo.

—¿Por qué tienes cara de haberlo perdido todo?

—Hemos empapado la tierra con la sangre de miles de hombres. Para mañana, diez mil, quizá veinte mil, se habrán cansado de esta guerra y regresarán a sus casas para cosechar el maíz, ordeñar las vacas o lo que sea que hagan para alimentar a sus familias. Ésta no ha sido una batalla entre dos ejércitos. Hemos enfrentado la pasión azteca por la libertad contra la realidad de los cañones y la muerte en masa. La pasión ha ganado… esta vez.

—Eres un derrotista —replicó ella.

—Eso y más —afirmé con mi mejor sonrisa—. La verdad, es que tampoco me caigo muy bien a mí mismo.

La mañana siguiente a la batalla, el padre dirigió sus fuerzas a través del paso de las Cruces y descendió de la montaña por la carretera a la capital. El padre me llamó mientras desfilaba el ejército.

—Necesito que evalúes la situación en la capital. Cuando lleguemos a la hacienda de Cuajimalpa, a un día de marcha del centro de la ciudad, mandaré detener al ejército y esperaré tu informe. Pero debes actuar con mucha celeridad; no podré contener a esta marea que tengo detrás. A veces creo que me controla.

Marina no me acompañaría. Había estado formando a un grupo de mujeres que espiarían el movimiento de las tropas y escucharían los comentarios en los mercados. Acordamos que ella y sus espías irían por delante del ejército en la carretera de la capital, atentas a la presencia de emboscadas y para reunir información.

De nuevo fui como un gachupín en mi semental, porque era menos arriesgado que ser un peón. Los ricos criollos y los gachupines escapaban de la turba; el pueblo llano se había rebelado. Los soldados y los alguaciles del virrey no me mirarían una segunda vez si me topaba con ellos. Mi principal preocupación era encontrarme con guerrilleros o bandidos que no me reconocieran como uno de los suyos.