NOVENTA Y DOS

Llegamos a Guanajuato el 28 de septiembre y nos marchamos doce días más tarde hacia Valladolid, dejando Guanajuato con un gobierno nuevo y más libre. También tenían una casa de moneda y una fábrica para producir cañones.

Pese a nuestras bajas, nuestras filas continuaron aumentando en la carretera a Valladolid a unas más imposibles proporciones que antes. Además, la moral de los hombres era muy alta. Habíamos capturado una ciudad que sólo se veía superada en prestigio y riqueza por la capital.

Comprendí por la forma de hablar y las expresiones de los indios que ahora creían ser parte de una causa mayor: una lucha por redimir la dignidad y la libertad de su pueblo. Pocos de ellos podían expresar con exactitud lo que eso significaba, pero lo veías en sus ojos.

Cuántos entendían lo que era un gobierno electo era un misterio para mí. Yo tampoco lo comprendía. Salvo por personas como el padre y Raquel, había conocido a muy poca gente que entendieran el significado. La mayoría temían que un gobierno electo pudiera llevar a la anarquía, o incluso peor, a la tiranía.

Cada vez más, ponía mi fe en el humilde sacerdote que ahora dirigía a un poderoso ejército con el fiero coraje de los profetas bíblicos. Con el paso de las horas, mi admiración y mi respeto por el padre Hidalgo crecía. Era un hombre de una compasión y una decisión de hierro. No buscaba recompensas, grandes cargos o poder militar…, se reía al oír los rumores de que sería proclamado rey en Ciudad de México. No tenía ninguna formación militar, y sin embargo dirigía un ejército como si fuese un general veterano de las guerras napoleónicas.

Vestía un resplandeciente uniforme azul y rojo con alamares de oro y plata, una prenda digna de un señor de la guerra y un conquistador, pero no era de su agrado. Su chaqueta era de un lustroso violeta con puños y cuello rojo, ambos bordados con galones de oro y plata, y su tahalí de terciopelo negro, también bordado con oro y plata. De cada una de las charreteras colgaba un cordón de plata, y alrededor del cuello llevaba un gran medallón de oro con la imagen de la Virgen de Guadalupe. El uniforme de Allende era similar al del padre, pero sólo tenía un cordón de plata que colgaba de la charretera derecha.

Yo creía que había incluso una diferencia mucho más obvia entre los dos uniformes. El padre llevaba el suyo por un sentido del deber para con sus oficiales, comprendiendo que servía para impresionar a la multitud y dar confianza a los soldados en su capacidad como militar. Allende vestía el suyo con orgullo; era un militar y había escogido su carrera mucho antes de la insurrección.

Allende nos aseguró que el total de las fuerzas del virrey sólo llegaría a una décima parte de los setenta u ochenta mil de la horda que cruzaba el Bajío como un río en plena crecida. Nadie sabía con exactitud o siquiera podía hacer un cálculo estimado aceptable del tamaño de nuestro ejército. Con los guerreros que llegaban y se marchaban a voluntad, su composición era fluctuante, sobre todo si se incluía a las mujeres y los niños entre la fuerza total.

Al salir de Guanajuato, Allende intentó improvisar de nuevo una estructura de mando. Dividió nuestra fuerza en ochenta batallones de unos mil hombres cada uno, y puso cada uno de ellos al mando de un oficial. Al carecer de oficiales formados para ocupar tales posiciones, Allende nombró a casi cualquiera que estuviese dispuesto y supiera leer y escribir, una condición indispensable para enviar y recibir órdenes escritas.

Llevábamos dos cañones de bronce y cuatro de madera, pero hasta el momento ninguno había servido de mucho. Dado que Allende y sus soldados profesionales sabían muy poco de artillería, habían sobrevalorado la importancia de la misma. Las monstruosas armas eran desde luego cruciales en el campo de batalla…, cuando eran manejadas por artilleros experimentados que sabían cómo mantener, cargar, apuntar y disparar. Para nosotros eran casi inservibles; carecíamos del tiempo y la experiencia necesarios para enseñarles incluso las cosas más básicas a nuestros bisoños reclutas, pocos de los cuales podían cargar y disparar un mosquete.

El padre envió a adelantarse por la carretera a Valladolid a un destacamento de tres mil soldados al mando del coronel Mariano Jiménez. Marina y yo nos adelantamos al destacamento con la compañía de un jefe guerrillero llamado Luna y el grupo que éste había formado. Las unidades guerrilleras estaban apareciendo por toda la región. Como en España, muchas de las bandas eran combatientes de la libertad; otras no eran más que grupos de bandidos que robaban y asesinaban para beneficio propio. Las historias de asaltos a las haciendas, los robos a las caravanas de plata y de mercancías corrían por doquier. Luna, que antes había sido capataz de una hacienda, estaba a medio camino entre el patriota y el ladrón.

Descubrí que Valladolid carecía de un líder inteligente y corajudo como Riaño para organizar la defensa. Merino, el gobernador de la región, junto con otros dos oficiales de alto rango de la milicia, había salido rumbo a la capital por la carretera de Acámbaro. Con Luna y sus hombres, cabalgué para interceptarlos. Los alcanzamos con sus lentas carretas cargadas con los tesoros de la ciudad y me los llevé a ellos y el dinero en custodia.

Marina se quedó en Valladolid para mantener un ojo atento a la situación mientras yo llevaba a los prisioneros al padre. «Cuando la noticia de su captura llegó a Valladolid —dijo Marina más tarde—, se acabó cualquier intento de resistencia».

Entramos en Valladolid como conquistadores. Conseguimos no sólo la ciudad, sino a varios centenares de hombres de un regimiento de dragones y reclutas novatos movilizados hacía poco. Pero los reclutas apenas si estaban mejor entrenados o armados que nuestras legiones indias.

Al día siguiente se abrieron otra vez las puertas del infierno. Todo comenzó de nuevo con los indios entrando en las pulquerías, las posadas y las viviendas particulares. Allende dirigió a una unidad de sus dragones por las calles, gritando advertencias. Cuando éstas no sirvieron de nada y los indios comenzaron el pillaje, Allende ordenó a sus hombres que abrieran fuego contra los saqueadores. Varios resultaron muertos, y muchos más heridos. La descarga fue desafortunada, pero acabó con los saqueos.

Más problemas se produjeron después del tiroteo. Docenas de indios enfermaron, y tres de ellos murieron. Corrió el rumor de que los ciudadanos habían envenenado el brandy. Allende creía que habían enfermado por consumir las comidas que habían robado: los indios, que habían consumido casi toda su vida maíz, alubias y pimientos acompañados con agua o algún vaso de pulque de vez en cuando, de pronto se estaban hartando con comidas y bebidas muy fuertes a las que no estaban acostumbrados.

Una vez más, Allende entró en acción para calmar los disturbios, esta vez de una manera mucho menos habitual que los disparos de mosquetes. Con su caballo escarbando el suelo delante de los indios furiosos, les dijo que el brandy era muy bueno y que ellos habían bebido demasiado. Para hacerles comprender mejor lo dicho, bebió una copa y sus oficiales hicieron lo mismo.

Dejamos Valladolid el 20 de octubre. En Acámbaro, se llevó a cabo uná gran parada del enorme ejército, toda la fuerza marchando delante de los líderes. El padre Hidalgo fue proclamado generalísimo y Allende ascendido a capitán general. Aldama, Ballerga, Jiménez y Joaquín Arias fueron nombrados tenientes generales.

Yo todavía tenía la cabeza sobre los hombros y a Marina pegada a mis talones para recordarme mis faltas.