Durante los dos días siguientes, el ejército de liberación arrasó la ciudad, atacó y saqueó los hogares y los comercios de los españoles. De nuevo, Allende había galopado entre la masa, golpeando a sus propias tropas con la espada, exigiendo que se restableciera el orden.
Fracasó una vez más, y esta vez no me uní a él. El padre ordenó que las tropas pasaran por alto las casas de los españoles casados, pero eso no disminuyó los saqueos y las celebraciones. Comprendía las grandes pasiones que había encendido la victoria azteca. Allende y sus oficiales, aunque eran hombres valerosos e inteligentes en su mayor parte, no entendían a los indios; esperaban que actuaran como soldados preparados.
¡Ay!, pero si hubieran sido soldados preparados, nunca habrían asaltado la alhóndiga de Granaditas casi con las manos desnudas. Más de quinientos españoles habían muerto en el ataque, y se habían llevado consigo a dos mil indios. La carnicería había sido tan grande que habían cavado una larga fosa en el lecho seco de un río para acomodar los cadáveres. Los indios habían conseguido la victoria no a través de estratagemas militares, sino con dos cojones y sangre.
Yo no era una persona espiritual o siquiera sensible. Mientras caminaba por las calles de Guanajuato, pensaba en cómo me había afectado la batalla. Incluso después de haber perdido la gracia con mis antepasados españoles y vivido como un pobre peón, no sentía el menor respeto por la sangre azteca que corría por mis venas. Había sido criado en la convicción de que una gota de esa sangre contaminaba mi cuerpo y me daba la temida mezcla de sangre, una enfermedad social y racial tan repugnante para las «personas de calidad» como la viruela.
Al ver a los peones como individuos que por naturaleza eran inferiores a los portadores de espuelas, había creído implícitamente en el mito de su inferioridad. Pero al mirar la manera en que los peones habían luchado, sangrado y muerto por la libertad, comprendí que el padre tenía razón: tres siglos de opresión habían dejado a las clases bajas desmoralizadas y derrotadas, pero un auténtico líder podía reavivar su coraje y su decisión. Dicha persona era el padre, por supuesto. Lo amaban, lo admiraban y lo reverenciaban. Él creía en ellos. A su vez, ellos demostraban un tremendo coraje ante el fuego, cargando contra las letales descargas con armas primitivas y las manos desnudas. Algunos, como Diego, habían dado la vida no sólo por la causa, sino por un amigo.
¿Tenía el coraje para morir por una causa? En toda mi vida, ninguna causa me había inspirado a poner en juego mi vida. Esos peones no entregaban sus vidas por los bienes materiales o las aventuras de alcoba, sino que lo hacían por un sueño de libertad.
Todos habíamos sido bautizados a sangre y fuego, y las imágenes que había presenciado en la batalla me perseguían. Ensimismado en mis pensamientos, pasé junto a varios de los oficiales de Allende, que se encontraban en una esquina mirando el saqueo de los indios. Uno de ellos los llamó «asquerosos animales». Era el mismo hombre que había dicho que aunque la mona se vista de seda, mona se queda. Sin pensarlo, le di una patada con mi bota con punta de acero en los cojones. Cayó de rodillas con las manos entre las piernas, en una sollozante genuflexión. Sus dos camaradas echaron mano a sus armas.
—Si tocáis las espadas —les dije—, os mataré a los dos.
Marina se unió a mí, sacudiendo la cabeza.
—Tú eres el animal, no los indios. —Me apretó el brazo—. Pero sé que ha sido por Diego.
—Por todos los guerreros aztecas que han caído hoy. Un trozo de tierra, comida para sus hijos, libertad de la esclavitud, no para morir en alguna mina española, bajo los cascos del caballo de un gachupín o aplastados por su carruaje o por los golpes de un látigo; eso es todo lo que quieren. Y han muerto por ese sueño.
Ella fingió examinar mi cabeza.
—Juan, una bala de cañón debe de haberte rozado la cabeza. Esto no es propio de ti.
—Mujer, siempre me has malentendido. —Me toqué la sien—. Don Juan de Zavala no es el insensato caballero que crees que es. Muy pronto estaré leyendo libros y escribiendo poesía.
Sacudí la cabeza ante la anarquía que nos rodeaba. Personas que antes habían vestido con harapos ahora se paseaban cubiertos con sedas. Los indios saqueaban las posadas y las pulquerías, robaban en las tiendas, iniciaban incendios.
—Esto no está bien —opiné—. Hemos ganado la batalla, pero estamos perdiendo la paz.
—¿A qué te refieres?
—Los habitantes de la ciudad están escondidos, incluso los más pobres. Tienen miedo de los indios que se supone que van a liberarlos de los gachupines.
—La furia de nuestro ejército no tardará en aplacarse.
—Sí, pero ¿cuándo desaparecerán los temores de la gente de Guanajuato? Toma nota de mis palabras, señorita revolucionaria, veremos muy pocos voluntarios de esta gran ciudad. Ningún regimiento de soldados regulares, ningún criollo que traiga armas.
—Entonces ganaremos de la misma manera que lo hemos hecho hoy: con el coraje de nuestros hombres.
—Hoy se han enfrentado a centenares. Dios nos proteja cuando deban enfrentarse a miles de tropas preparadas con cañones.