Tomé posición en las alturas situadas al norte del granero, desde donde disfrutaba de una vista panorámica de lo que sería el campo de batalla y podía estar atento a las otras direcciones ante la posibilidad de cualquier sorpresa que Riaño pudiera tener oculta en la manga.
Una enorme multitud se había acercado, no como combatientes, sino como espectadores. Miles de ciudadanos de Guanajuato, la mayoría de las clases bajas, junto con algunos de los criollos más pobres, se habían reunido para presenciar la batalla. ¿Acaso esos locos creían que sería como una corrida de toros?
Por lo que oí a mi alrededor, estaban de parte de los rebeldes. No sólo habían sido abandonados por los españoles, sino que habían pasado toda su vida aplastados por sus botas. En sus mentes, la diferencia entre un criollo y un gachupín significaba muy poco: un español era un tirano que los oprimía económica, política y espiritualmente, con independencia de cómo los llamara.
Poco antes del mediodía apareció a la vista la vanguardia de nuestro ejército, que entró en la ciudad por la carretera de Marfil. Con los estandartes de la Virgen en alto, seis sacerdotes abrían la marcha, seguidos por las tropas uniformadas de Allende, que desfilaban al ritmo militar de los tambores. La multitud ovacionó esa muestra de fuerza militar y religiosa.
Como parte del espectáculo, los sacerdotes y los soldados se hicieron a un lado casi de inmediato mientras por la calle de Nuestra Señora de Guanajuato avanzaban los aztecas. Desnudos hasta la cintura —para no mancharse de sangre su única camisa—, armados con machetes, lanzas, porras, arcos y flechas, nuestros indios eran un espectáculo aterrador. Hasta ese momento no había pensado en ellos como soldados —ni siquiera como guerreros—, pero mientras avanzaban para atacar al enemigo, me recordaron a las bandas de guerrilleros con las que había luchado en España: hombres de la tierra y las minas que tenían el coraje de enfrentarse a tropas preparadas armadas con mosquetes.
Cruzaron el puente y llegaron a la barricada de la cuesta de Mendizábal, donde Gilberto Riaño mandaba las tropas.
—¡Alto en nombre del rey! —gritó.
No esperó una respuesta, aunque de hecho no era necesaria ninguna. La mayoría de los indios no lo habían oído, y pocos de ellos hablaban español. Gritó la orden de disparar y una andanada de balas de mosquete barrió las primeras filas. Muchos cayeron, pero llegaban los reemplazos. Sonó una segunda descarga y cayeron más, pero continuaron avanzando. Entonces sonó una cometa desde el puesto de mando de Allende y los indios se retiraron.
Se habían hecho los primeros disparos; había comenzado la batalla. Los indios se habían enfrentado a las descargas de los mosquetes y habían avanzado bajo el fuego. Sentí una oleada de orgullo ante su coraje.
Guiados por los oficiales de Allende, los aztecas formaron en grupos y se acercaron al granero desde diferentes lados. Mientras tanto, el padre había tomado posesión de la ciudad con la mayoría de nuestras fuerzas. Sabía que el plan era abrir la cárcel y soltar a más prisioneros si aceptaban unirse a la causa. Por mis propios días en la cárcel, diría que había pocos hombres encarcelados que yo hubiera querido tener a mi lado en una batalla.
Para mi sorpresa, el padre Hidalgo apareció de pronto montado en su caballo, pistola en mano, la verdadera imagen del sacerdote guerrero. Monté de un salto a Tempestad y me uní a él mientras iba de un punto a otro, dando órdenes para el asalto y sin hacer caso de los disparos de algún mosquetero que probaba suerte desde la azotea del granero.
Los soldados de Allende se colocaron en las ventanas y los tejados de los edificios que daban a las posiciones de los gachupines, pero tenían muy poco efecto en la defensa del granero. Los tiradores con las mejores armas en la azotea de la alhóndiga abatían a cualquiera que levantara la cabeza para apuntar. Sacudí la cabeza, sabiendo que la única manera de tomar el edificio era asaltándolo. Entonces se inició un asombroso proceso. Una legión de indios en el lecho del río al pie de la colina de la fortaleza comenzaron a recoger piedras y a partir las grandes en trozos más pequeños. Otros subieron las piedras hasta más arriba del granero. Observé con admiración mientras los indios lanzaban una lluvia de piedras sobre los defensores de la azotea. No era posible lanzar las piedras a la azotea a mano: en cambio, los ingeniosos demonios utilizaban las hondas de cuero para lanzar los proyectiles.
Marina cabalgaba a mi lado con el rostro resplandeciente de orgullo, mientras los hombres de su raza, armados sólo con hondas, atacaban a los mosqueteros españoles.
—¡Es David contra Goliat! —gritó.
Los disparos desde la azotea tumbaron a veintenas de indios, pero eso no consiguió disminuir la avalancha de piedras que llovía sobre los tiradores. Muy pronto, los mosqueteros escaparon de la tormenta de piedras, refugiándose en el interior y abandonando la ventaja de la azotea.
Densas masas de indios avanzaban sobre las barricadas y los edificios. El fuego de mosquete atravesaba las filas a quemarropa. Era imposible que los españoles errasen; sólo tenían que apuntar las armas en dirección a la horda.
La expresión de Marina se tornó grave mientras mirábamos cómo aumentaba la carnicería y los aztecas morían por centenares, pero seguían avanzando, pasando sobre los compañeros muertos, y aquellos que no tenían un machete conseguían uno de una mano inerte.
Yo contemplaba la horrible matanza, incapaz de hablar, incapaz siquiera de formar un pensamiento coherente en mi cabeza. Había oído historias de familias españolas armadas con poco más que utensilios de cocina que luchaban contra los invasores franceses, pero nada de lo que había visto en España me había preparado para la muerte de miles de inocentes delante de mis propios ojos.
Expulsaron a los defensores de las barricadas y los obligaron a refugiarse en los edificios. Cuando los defensores de las barricadas en la calle de los Pocitos se vieron casi acorralados, Riaño salió del granero con veinte hombres para apoyarlos. Después de situar con calma a las tropas de refresco, el intendente emprendió el camino de vuelta al granero y se detuvo en la entrada para ver cómo iba la batalla. Uno de nuestros propios soldados armados con un mosquete encontró su objetivo y le metió una bala en la sien.
No sentí nada cuando una onza de plomo le voló un costado de la cabeza al gobernador. El plan para asesinarme cuando el galeón de Manila se perdiera de vista no hubiera sido posible sin su permiso. Marina tenía razón: Riaño era honorable sólo con los de su clase. Empuñaba la espada para impedir a otros hombres disfrutar de algunos de los privilegios con los que él había nacido; ahora, nosotros lo habíamos matado con esa espada.
Cuando lo vi caer, comprendí que algo muy importante había ocurrido. Gobernador de una grande y rica provincia, Riaño había sido uno de los hombres más poderosos de Nueva España, pero había sido abatido por un peón con un viejo mosquete.
La guerra había llegado de verdad para los gachupines.
La situación de pronto empeoró para los defensores mientras los aztecas seguían avanzando pese al asesino fuego de mosquetes. Los hombres de Riaño en las barricadas retrocedieron, corriendo hacia la puerta de la alhóndiga.
De pronto, mi corazón se desbocó.
«¡Marina!»
Ella había cabalgado en medio de la huida, atacando a los defensores. Pero su caballo cayó, alcanzado por los disparos. Le clavé las espuelas a Tempestad y le di una palmada en la grupa. El semental avanzó de un salto. Cogí el cornetín que llevaba atado al pomo y di una serie de largos toques mientras el semental se internaba entre los indios, que se separaron como el mar Rojo para mí, unos pocos tumbados por Tempestad cuando no se movieron lo bastante rápido. Vi a Marina que se volvía al oír el sonido del cornetín. Su caballo había caído pero ella estaba de pie. Me dirigió una mirada de furia y continuó con el combate.
Algo golpeó entonces mi sombrero. En mi mente vi el plomo caliente que me volaba la tapa de los sesos, pero mi sombrero —y mi cabeza— continuaron en su lugar. Cabalgué agachado en la montura, rezando para que mi corcel no recibiera un balazo. Me acerqué por detrás a Marina y la cogí del cogote. Hice girar a Tempestad y me alejé de la pelea.
—¡Ay! —La solté; me había pegado con la parte plana del machete—. Puta.
Los disparos de los mosquetes levantaban surtidores de tierra a nuestro alrededor.
—Vamos. —La alcé, y Tempestad nos llevó fuera del alcance de tiro.
De nuevo en la colina, con una vista de pájaro de la batalla, dije:
—Sé que estás ansiosa por vengar todos los insultos sufridos por tu gente desde Cortés, pero estás siendo injusta con el padre.
—¿Por qué?
—Tiene a decenas de miles de valientes aztecas dispuestos a morir por él. Necesita a unos pocos buenos espías que vivan lo suficiente para ayudarlo a ganar la guerra.
Mi razonamiento pareció tener el efecto deseado de calmar su furia. Vimos a los españoles retirarse al granero. La mayoría consiguieron entrar, pero otros, incluido un destacamento de dragones, no consiguieron hacerlo antes de que se cerraran las inmensas puertas. Los soldados que quedaron en el exterior se vieron atrapados. Los indios los atacaron y los mataron sin piedad. Vi a un defensor uniformado aprovecharse de la confusión: se quitó el uniforme y se unió a los atacantes como si fuera uno más de ellos.
Una vez caído su líder, los defensores estaban desconcertados, pero aún no habían perdido el deseo de luchar.
Gilberto Riaño parecía haber tomado el lugar de su padre como jefe. Lo vi dirigir a los hombres que lanzaban explosivos que detonaban sobre los indios agrupados delante de la fortaleza. Miré por un momento los objetos que tan familiares me resultaban antes de darme cuenta de lo que realmente eran: eran frascos de mercurio, del tipo que se utilizaba para abastecer a las minas. Los defensores los habían llenado con pólvora negra y metralla y les habían puesto mechas cortas. Cuando explotaban, a menudo a media caída, el efecto era devastador: trozos de metal afilados volaban como el azufre y el fuego escupidos del infierno en medio de los atacantes. Pero incluso mientras las bombas y las descargas de mosquetes abrían brechas en la masa de indios, se cerraban con aquellos que ocupaban el lugar de los camaradas caídos.
Dejamos nuestra posición y nos unimos al grupo que rodeaba a Hidalgo y a Allende. Los dos líderes seguían la acción y enviaban mensajes a los oficiales en primera línea. Había que derribar la puerta principal.
Los trabajadores de las minas de plata se habían unido a nuestra insurrección. El padre envió a varios mineros, protegidos en parte con grandes tiestos de cerámica, hasta las enormes puertas en un intento de abrirlas con barras de hierro. Pero poco consiguieron.
De pronto, un joven minero, quizá de unos diecinueve o veinte años, se acercó al padre. Se quitó el sombrero de paja y respondió con timidez a la mirada interrogativa del sacerdote.
—Padre, puedo pegarle fuego a la puerta.
—¿Pegar fuego a la puerta?
—Sí, si me da fuego, brea y trapos que ardan bien.
El padre asintió.
—Te saludo, mi valiente hijo.
En el momento en que el joven se alejaba, el padre Hidalgo le gritó:
—¿Cuál es tu nombre?
—Me llaman Pípila.
Al mirar al joven que se arrastraba hacia la puerta protegido por una gran losa de piedra que sostenía sobre la espalda, me quedé asombrado ante su coraje. Llevaba trapos y un recipiente de brea atados al pecho, una lámpara de minero encendida sujeta al manojo. Una lluvia de plomo caía sobre él rebotando sobre la gruesa piedra, pero continuó adelante.
Una bomba explotó encima; el joven cayó de rodillas, la gran piedra que lo protegía de los disparos resbaló. Sin embargo, consiguió ponerse de nuevo debajo de la piedra mientras las balas salpicaban el suelo a su alrededor. Se arrastró hasta la puerta y se detuvo sólo por un momento. «Está recuperando el aliento», pensé. Al momento siguiente untaba la puerta con brea y amontonaba trapos. No tardó en pegarle fuego.
Sacudí la cabeza dominado por el asombro. Entre atacantes y defensores, seguramente habían muerto más de mil hombres luchando por la puerta, y en un instante, un joven la había abierto con la ayuda de una vela y unos cuantos trapos embreados.
Con el fuego consumiendo la puerta, los indios avanzaron y un grupo provisto con un tronco de árbol a modo de ariete comenzó a descargar golpes contra el obstáculo en llamas.
Vi el horror y el pánico en los rostros de los defensores que se asomaban por las ventanas para dejar caer bombas y disparar sus mosquetes contra los indios de la entrada. En cuanto derribaran la puerta, se enfrentarían a los aztecas en un combate cuerpo a cuerpo. Algunos se asomaron a las ventanas reclamando clemencia. Otro hombre vació una bolsa de monedas de plata sobre los indios, la locura del momento llevando a creer al muy imbécil que podría comprar su vida con un saco de plata.
En el último minuto, una bandera blanca ondeó en una de las ventanas superiores y todos sonreímos con alivio. Los indios que echaban abajo la puerta se detuvieron para vivar, cuando Gilberto Riaño y otros dos se asomaron de pronto por las ventanas y dejaron caer bombas cargadas de metralla sobre los hombres.
La carnicería fue horrible, pero también lo fue el aullido casi sobrehumano proveniente de los aztecas ante la visión de sus compadres asesinados a traición al amparo de la bandera blanca. Los indios renovaron el ataque a la puerta, y cuando se abrió, se lanzaron al interior. Un fuego mortal a bocajarro barrió las primeras filas, pero los indios eran de nuevo una enorme ola sin principio ni final, una fuerza primitiva que sencillamente avanzaba con más indios ocupando el lugar de los camaradas muertos.
El padre me llamó.
—Toma algunos de mis hombres de confianza y asegura los tesoros en el granero.
Reuní a Diego, a su compañero espía y a otros cuatro hombres. Marina vino a reunirse con nosotros. Le dije que se apartara, pero ella se limitó a mirarme con furia. Esa mujer era más testadura que Tempestad, y mucho más mala.
Los disparos de mosquetes en el interior continuaban sonando cuando me acerqué a las puertas de la alhóndiga con mis hombres. Allí, un sonido más terrible llenaba el aire: los infernales alaridos de los defensores de la hacienda de Dolores. Ésta, una instalación minera adyacente, había aguantado por un tiempo, pero nuestros indios consiguieron romper las defensas cuando yo entraba en el granero.
Pasé por una abertura, pistola en mano. Un oficial español, herido y sangrando por media docena de cortes, estaba en los peldaños de una escalera. Se mantenía erguido apoyado en una lanza que aún tenía los colores del regimiento, al tiempo que abatía a los indios con su espada. Una lanza lo alcanzó en el estómago, luego otra y otra más, hasta que quedó tumbado en el suelo, atravesado por media docena de lanzas.
Los indios victoriosos corrieron por todo el granero, matando sin piedad. Habían pagado en sangre por ese momento. Ahora era sangre por sangre, vida por vida. Un hombre que suplicaba por su vida fue muerto a garrotazos. No sentí la menor piedad por él; había sido uno de los que, con Gilberto Riaño, había lanzado las bombas bajo la bandera de rendición. Gilberto también había caído. Su cuerpo estaba retorcido en un ángulo curioso, su cuello seccionado en parte.
¿Dónde debía de estar el tesoro? La primera vez que había entrado en el granero, los soldados me habían puesto una venda y me la habían quitado en la azotea. Sin embargo, mis instintos de lépero-bandido me sirvieron bien. A través del techo abierto había visto a un guardia delante de una habitación del segundo piso, a medio camino del pasillo. Era la única estancia donde había visto a un centinela. Riaño sin duda había dispersado la munición por todo el edificio en lugar de tenerla en un único depósito donde podría ser destruida por una sola explosión; por tanto, era poco probable que el guardia protegiese el arsenal. Deduje de inmediato que el tesoro estaba guardado en la habitación.
Empujé a los indios y subí la escalera de dos en dos, aventajando a Diego y a los demás. La carnicería a mi alrededor me provocaba náuseas. La lucha continuaba en partes aisladas del segundo piso, pero ya las prendas estaban siendo arrancadas de los muertos, de los heridos e incluso de los vivos, mientras los indios se transformaban en gachupines con los sombreros de cuero de ala ancha, los pantalones de fantasía y las chaquetas con bordados de plata.
Cualquier cosa que pudiese ser arrancada, rota o encontrada era para los vencedores; no eran sólo despojos de guerra, sino trofeos de conquista. Hombres que nunca habían poseído nada aparte de una camisa harapienta y el pantalón que llevaban, que vivían en chozas de barro y ni siquiera eran dueños de la tierra que pisaban, ahora vestían las caras chaquetas de los hombres que los habían tratado como esclavos.
La sangre abundaba por todas partes: manaba de los heridos y los muertos, formaba charcos en el resbaladizo suelo, salpicaba las paredes y ensuciaba a los muertos y a los vencedores, los mosquetes y las pilas de maíz. También la muerte estaba en todas partes: en los gritos de los victoriosos y en los alaridos de los derrotados.
La puerta del cuarto en cuestión estaba entreabierta; un español muerto impedía la entrada. Cuando pasé por encima del cadáver y entré, vi los cofres con el escudo de armas de Guanajuato. Por el rabillo del ojo vi un movimiento. Al pasar por encima del cadáver había bajado la guardia, y me eché hacia atrás cuando la hoja de una espada descendió sobre mí. Retrocedí, levantando mi propia arma para desviar al atacante. Aún estaba de pie pero sin equilibrio. Delante tenía a un español con el rostro ensangrentado. Sujetaba una espada en la mano derecha y una pistola en la izquierda. Cuando me apuntó con la pistola, alguien más entró por la puerta abierta. Diego Rayu se interpuso de pronto entre mi cuerpo y la pistola, gritando «¡No!». El disparo resonó en la pequeña habitación. Esquivé a Diego cuando el impacto lo lanzó hacia mí. Pasé a su alrededor y ataqué agachado para luego alzar la espada y alcanzar al español por debajo de la barbilla. Él se balanceó sobre los talones y cayó.
Me arrodillé junto al joven azteca. Con toda intención, había detenido una bala destinada a mí, la sangre empapando su camisa blanca.
—Diego…
Sujetó mi brazo por un momento.
—Amigo… —susurró. Luego su cuerpo se convulsionó y quedó inerte.
Oí un sonido del español caído, que jadeaba en busca de aire. Lo atravesé con mi espada hasta que yació inmóvil. Cuando me volví, Marina estaba allí, espada en mano; también la suya estaba tinta en sangre. Se esforzó por contener las lágrimas al contemplar al azteca caído.
—Muchos…, demasiados han muerto.
A última hora de la tarde, cuando por fin acabó la matanza, el padre nos dijo que lleváramos a los supervivientes a la cárcel. Yo tenía los cofres llenos de oro y plata apilados en la calle. Fumé un cigarro mientras esperaba la carreta que los recogería. Salieron los prisioneros y reparé en una mujer mestiza. Riaño había llevado allí a un par de docenas de mujeres para que les cocinasen las tortillas y sin duda calmar los deseos de sus partes masculinas durante lo que había imaginado como un largo asedio.
Pero las facciones de esa mujer me eran conocidas. Me acerqué por detrás cuando ella intentaba confundirse entre la multitud y le pegué en la nuca, haciendo que cayese al suelo. Luego le arranqué la peluca.
—Ah, pero si es mi viejo amigo el notario —dije, sonriéndole al cabrón que había intentado arrancarme una confesión cuando estaba en la cárcel y era parte del plan para enviarme a la muerte.
Me miró boquiabierto.
—¿No sabe, señor notario, que es cobarde y vergonzoso para un hombre vestirse como una mujer?
Le di una buena patada.
—Lleva a este cerdo a la cárcel —le dije a un indio que se encargaba de los prisioneros—. Si te causa algún problema, córtale los cojones, así no tendrá que volver a fingir que es una mujer.