OCHENTA Y NUEVE

Cuando el ejército de liberación llegó a las afueras de la ciudad, fui a su encuentro en la hacienda Burras. El padre Hidalgo y Allende escucharon con mucha atención mientras les describía la estrategia defensiva de Riaño. Dibujé un mapa de la alhóndiga y las calles en su entorno, y les mostré dónde estaban colocadas las barricadas y cerrados los accesos.

—¿Estás seguro de que sólo tienen unos seiscientos hombres, casi la mitad de ellos civiles? —preguntó Allende—. ¿Pretenden defender tres edificios separados? —La mirada que le dirigió al padre ponía en duda mi cordura.

Me eché a reír.

—He visto sus preparativos con mis propios ojos.

Comprendía su asombro. Una de las ciudades más ricas del mundo, la tercera ciudad de las Américas, de setenta mil habitantes, era defendida por una pequeña fuerza.

—Pero no creáis que tomar el granero es cosa fácil. Es una fortaleza, y están bien armados. Tienen más mosquetes que todo nuestro ejército, y verdaderos tiradores. Además, están bien abastecidos. Sin cañones para derribar los muros, sólo podemos entrar echando abajo la puerta principal. Las descargas sincronizadas de centenares de mosquetes cortarán a los atacantes como guadañas, sobre todo cuando los defensores disparen desde tantas ventanas pequeñas y desde el tejado.

Comencé a decir que sería una carnicería, pero consideré que le debía demasiado al padre como para impugnar la sabiduría de sus acciones.

El padre Hidalgo me pidió que acompañara a los dos representantes que llevarían la oferta de rendición a Riaño. Si se rendían, serían tratados con humanidad. Si se resistían, serían muertos sin dar cuartel.

Me entregó una segunda nota.

—Ésta es una nota personal para el señor Riaño. Lo conozco a él y su familia. Creo que tú también.

—He estado con ellos en algunos bailes, pero no éramos amigos.

—Sin embargo, conoces al gobernador y a su hijo, y sabes que son hombres honorables. Dale esta nota a Riaño y no se la muestres a nadie más.

La nota personal para Riaño decía: «La estima que siempre le he profesado es sincera y creo que se debe a las grandes cualidades que lo adornan. Las diferencias en nuestras maneras de pensar no deberían disminuirla. Seguirá el curso que quizá no sea el más correcto y prudente para usted, pero que en ninguna ocasión perjudicará a su familia. Lucharemos como enemigos, si es eso lo que finalmente se decide, pero mediante la presente ofrezco a la señora intendente el asilo y la segura protección…»

Llevé a los dos emisarios a la alhóndiga. Se me permitió entrar con uno de ellos y nos vendaron los ojos. No nos quitaron las vendas hasta que llegamos a la azotea y me encontré delante de Riaño y de su hijo, Gilberto. Riaño no dio ninguna muestra de reconocerme, aunque Gilberto me miró como si mi apariencia despertara en él algún recuerdo; sin embargo, no me reconoció detrás de la espesa barba.

Después de leer las condiciones del padre, Riaño reunió a sus camaradas de armas en la azotea. Les leyó la nota e hizo una pausa a la espera de una respuesta. Animados por un oficial, las tropas regulares gritaron: «¡Viva el rey!» Después consultó con los civiles, que respondieron con poco entusiasmo: «Lucharemos».

La réplica escrita de Riaño afirmaba que estaba obligado por el deber a luchar como un soldado. También me entregó una nota privada para el padre, que titubeé en leer pero que finalmente leí. ¿Acaso no era un espía?

En la nota, Riaño le decía al padre que estaba agradecido por su ofrecimiento de proteger a su familia, pero que no necesitaba de nuestra protección, porque ya había enviado a su esposa y a sus hijas fuera de la ciudad.

Poco después, dos correos salieron de la alhóndiga y fustigaron a sus caballos con furia para galopar en diferentes direcciones. Uno de los correos fue abatido de la silla antes de que llegase a las afueras. Le quitaron el mensaje, y lo leí camino de regreso al campamento.

El mensaje de Riaño era para el general Calleja, en San Luis Potosí. Había escrito: «Me dispongo a luchar porque seré atacado de inmediato. Resistiré al máximo porque soy honorable. Vuele en mi ayuda».

Durante nuestras negociaciones, confirmé mi estimación de que Riaño no tenía más de unos seiscientos hombres, de los cuales dos tercios eran soldados. Se enfrentaban a un ejército formado ahora por cincuenta mil hombres. Sólo unos pocos centenares de nosotros éramos soldados o eran como yo mismo, civiles con conocimiento del manejo de las armas.

El padre Hidalgo había salido de Dolores con un ejército que se contaba en centenares, y en la marcha de doce días a Guanajuato, el ejército había aumentado cien veces. Pero no teníamos tiempo para entrenar o disciplinar su turbulento mar de guerreros.

—Riaño defenderá primero las barricadas —les dije al padre y a Allende a mi regreso—. Ha colocado a sus soldados en la azotea de la alhóndiga, las barricadas en las calles y a lo largo del camino que baja al río. Los civiles defenderán los dos edificios de atrás y la planta baja del granero.

—Mantendrá una reserva —señaló Allende—, una pequeña fuerza, quizá un diez por ciento, descansada y lista para correr a los puestos en dificultades. Tiene poco espacio donde utilizar a sus dragones montados. Los dejará que dominen la calle hasta que se vean forzados a entrar. —Allende apoyó un dedo en el mapa de la zona que yo había dibujado—. Zavala tiene razón. Nuestra única manera de traspasar sus defensas es expulsarlos de la calle y la azotea. Luego debemos atacar la entrada principal. Las puertas son formidables, pero debemos tumbarlas para ganar.

—¿Cómo quieres proceder? —preguntó el padre.

Allende lo miró a los ojos.

—Tenemos cien veces más peones desentrenados que soldados regulares. Si vamos a atraer a los soldados a nuestra causa, no podemos perderlos en esta batalla. Los mosqueteros de la fortaleza matarían a nuestra pequeña fuerza de profesionales en cuestión de minutos. Si tuviéramos cañones y un lugar donde emplearlos, sería diferente. Pero no los tenemos. Lo único que tenemos son hombres. Mi plan es poner a prueba la capacidad de nuestros aztecas. Veamos si son un ejército capaz de vencer a la milicia.

Hidalgo no puso ninguna objeción, y comprendí por qué. A su orgullosa manera, Allende admitía que sus soldados profesionales no podían ganar la batalla. Nuestra mal armada y carente de instrucción «carne de cañón» tendría que llevar el peso de la misma. O los peones ganaban la batalla con sus machetes y sus lanzas de madera, o la revolución se habría acabado.

—Rezaremos —dijo el padre—, y luego lucharemos.