Cuando estábamos a medio día de la ciudad, vendí la mula y compré un burro. Una mula estaba más allá del alcance de la mayoría de la gente pobre.
Llegamos a Guanajuato por la carretera de Marfil, la ruta que creía que el padre escogería para su ejército. Los soldados habían montado un control, e interrogaban a todos los que entraban. Les dije que mi mujer y yo veníamos de una aldea entre Guanajuato y Zacatecas. Escogí la aldea porque la conocía. La hacienda que una vez había poseído estaba en la región.
—¿Quién es el alcalde de tu pueblo? —me preguntó el sargento.
—El señor Alonso.
—¿Y el párroco?
—El padre José.
—¿Por qué vienes a Guanajuato?
—A ver a un curandero para mi esposa.
Sentada en el burro con la cabeza gacha, Marina lo miró y dejó a la vista las manchas rojas en su rostro.
—¡Dios mío! ¡Venga, seguid!
Una vez que estuvimos lejos de los soldados, Marina se bajó del burro y se limpió el zumo de bayas del rostro.
—Es una buena cosa que supieras el nombre del alcalde y el párroco de ese pueblo.
—No lo sabía. Me inventé los nombres, pero él tampoco los conocía. Quería ver mi reacción, juzgar si estaba mintiendo.
—Por fortuna, eres un mentiroso veterano.
El terror reinaba en Guanajuato. Las calles principales estaban llenas de barricadas, las tiendas cerradas, las puertas y las ventanas tapiadas. La gente corría de aquí para allá. Un jinete con uniforme militar pasó al galope llevando un mensaje a un puesto avanzado o quizá a la capital, sin duda una súplica de ayuda.
Vagamos por la ciudad, hablando con la gente, enterándonos sólo de que los rumores eran tan numerosos como la gente que los hacía circular. Las clases bajas tenían menos miedo que los comerciantes y los terratenientes. Muchos de los ciudadanos más ricos creían que Hidalgo era un simpatizante de los franceses que entregaría la colonia a Napoleón. Supuse que Riaño, el gobernador de la ciudad y la provincia, había iniciado tales historias.
Consideré las tácticas y el terreno mientras recorríamos la ciudad. A diferencia de Ciudad de México y Puebla, que tenían anchas calles, las de Guanajuato eran cortas y estrechas. Si bien los escenarios de batallas pequeños y apretados a primera vista parecían favorecer a los defensores, había dos aspectos en su contra. Guanajuato estaba en un cañón, y las alturas que la rodeaban favorecían al invasor. Incluso la catedral de la plaza mayor estaba justo debajo de un acantilado. Muchas casas se amontonaban en laderas tan pronunciadas que la planta baja de una quedaba nivelada con el tejado de otra. Esta topografía única daba la altura necesaria al invasor, una tremenda ventaja si las fuerzas atacantes tenían buenos cañones; algo de lo que carecía el ejército de liberación pero que Riaño quizá no sabía.
El segundo fallo en la defensa era la falta de defensores: serían necesarias miles de tropas regulares para defender una ciudad de ese tamaño, o los propios ciudadanos tendrían que estar detrás de las defensas.
A pesar de las alegaciones de Riaño de que el ejército del padre era un caballo de Troya para los franceses, la mayoría de la población sabía que Hidalgo y Allende planeaban expulsar a los gachupines del país. Pocos entre la gente común estaban dispuestos a morir defendiendo a los españoles. La ciudad tenía una considerable población criolla que quizá permanecería leal al virrey en beneficio propio, pero no muchos de esos españoles coloniales estaban dispuestos a morir por los españoles de la Península.
Una visita a las pulquerías cercanas a los cuarteles me dio una información que me costaba creer: los negocios iban mal porque había muy pocos soldados. La mayoría calculaban que había menos de quinientos. El destacamento importante más cercano estaba a una gran distancia, al mando del brigadier Félix Calleja, en San Luis Potosí.
—No sabemos si Calleja ya está en marcha para ayudar a la ciudad —le dije a Marina—, pero lo más probable es que no. Riaño ha enviado una petición para que vengan sus tropas, pero puedes estar segura de que el brigadier no se moverá sin órdenes del virrey en la capital. Venegas, el nuevo virrey, lleva en la colonia muy poco tiempo. Con toda la confusión y el hecho de que Ciudad de México es desde luego el objetivo principal de la revuelta, lo más probable es que el virrey quiera que Calleja se ocupe de asegurar la capital, y no Guanajuato.
Las tácticas de Riaño eran un misterio para mí.
—No es posible, porque sólo tiene unos centenares de hombres. No puede defender la ciudad con tan poca gente.
—Quizá no piensa defenderla —repuso Marina—. Tengo entendido que es amigo del padre. Quizá se la entregue al padre Hidalgo.
Negué la cabeza.
—No, conozco a Riaño. He estado en los bailes que él y su hijo, Gilberto, ofrecían. Es testarudo y decidido, nunca rendiría la ciudad sin pelear. Hacerlo no sería honorable a sus ojos. Debemos descubrir cómo planea combatir con tan pocos hombres.
—¿Por qué no se lo preguntas? —se burló.
Me acaricié la barbilla.
—Quizá lo haga…, o al menos intentar que me lo diga sin preguntárselo.
Diego y su compañero nos habían seguido a la ciudad. Nos pusimos en contacto con ellos y le di instrucciones a Diego de que marchase de inmediato y regresase a la mañana siguiente con un mensaje.
Marina no escuchó mi conversación con Diego y más tarde me preguntó:
—¿Qué le has dicho?
—Le he dado un sencillo encargo. Le he dicho que se presente en la barricada de la carretera de Marfil por la mañana con la gran noticia de que ha visto a un gran ejército de aztecas que se acercan a la ciudad.
—¡Tú estás loco! ¿Por qué has hecho eso?
—Cuando sales a cazar, a veces es necesario espantar a la presa antes de tener un tiro limpio.
A la mañana siguiente, un guardia de la barricada de Marfil cabalgó hasta el palacio del gobernador como si el demonio lo persiguiese. Observábamos la ciudad desde una ladera, así que teníamos una buena vista de los cuarteles y otros puntos estratégicos. En menos de una hora comprendí el plan de Riaño para defender la ciudad. Fue toda una sorpresa.
—No va a defender la ciudad.
—¿A qué te refieres?
—Sólo va a defender la alhóndiga.
—¿Qué es eso?
—La alhóndiga de Granaditas; el granero.
La llevé por la ladera hasta más arriba del edificio. El gobernador almacenaba maíz y otros cereales en la alhóndiga para los casos de hambruna. Aunque el granero se alzaba en un alto, la ladera de la Cuarta, que lo dominaba, estaba muy cerca. De haber tenido cañones de verdad en esa colina, hubiese sido imposible defender el granero. Eso significaba que Riaño también tenía espías y sabía que no poseíamos piezas de artillería.
Se decía que esa zona se llamaba Cuarta porque allí había sido descuartizado un hombre y una de sus cuatro partes había sido clavada en la colina como una lección para los demás. Ése no era un pensamiento muy alegre para alguien como yo, que había sido acusado de crímenes mucho peores de los que ese anónimo bandido sin duda había cometido.
La alhóndiga era grande, con dos pisos muy altos, quizá de unos cien pasos de largo y unos dos tercios de eso de ancho. Sus muros eran altos y fuertes, las ventanas pequeñas, casi sin ningún adorno.
—Parece una fortaleza —dijo Marina.
—Es una fortaleza —respondí.
Habían estado construyendo el edificio durante casi diez años y lo habían terminado hacía poco, pero yo había estado allí varias veces para comprar grano para mis caballos porque algunas partes del edificio estaban en uso antes de haberlo acabado. Sólo tenía medio tejado, porque la otra mitad estaba al aire libre. Había oído decir que el diseño del techo abierto era similar al de un atrio romano.
—El interior está dividido en almacenes a dos niveles —le expliqué a Marina—. Dos grandes escaleras llevan a los depósitos de la planta alta y a un patio abierto en la mitad del edificio. Las paredes son formidables. Necesitaríamos cañones para echarlas abajo, cañones de verdad. Para nosotros, bien podría ser una fortaleza, porque no tenemos nada con que derribar los muros.
La falsa alarma que había provocado había revelado el plan del gobernador. Riaño había ido corriendo a la alhóndiga, al igual que los gachupines armados, algunos partidarios criollos y casi todos los militares.
—Sólo tiene entre seiscientos y setecientos hombres —dije—. Más o menos la mitad son de infantería, quizá otros cien dragones, los soldados montados que viste con los mosquetes cortos, y menos de trescientos civiles armados. Es por eso por lo que no defenderá la ciudad: no puede. Necesita una fuerza entre cinco y diez veces mayor para montar una defensa viable. Sin duda tiene en el granero agua y comida para resistir durante meses, y sólo necesita hacerlo hasta que el virrey envíe una tropa a salvarlo.
La única manera práctica de atacar el granero era hacerlo por el frente, por la entrada principal que daba a una calle. La puerta era colosal. La otra entrada estaba tapiada. La mayoría de las ventanas estaban demasiado altas y todas eran pequeñas, lo que hacía muy difícil pasar por ellas.
Riaño había hecho otros trabajos para defender el granero. Había cerrado con muros las calles cercanas, e incluido en el perímetro de defensa dos edificios detrás del granero: la casa de Mendizábal y el edificio principal de la hacienda de Dolores, una instalación minera. Había levantado barricadas al pie de la colina en un intento por cortar cualquier aproximación desde el río de la Cata.
—Debería haber destruido los edificios Mendizábal y Dolores y derrumbado las paredes para impedir que nos ocultásemos detrás de ellas —le comenté a Marina—. Tendrá que dividir sus fuerzas para defenderlos.
La alhóndiga ya estaba bien protegida antes de la falsa alarma, más de lo necesario para preservar el agua y la comida.
—Tiene el tesoro de la ciudad en el edificio —afirmé—. No envió una caravana de mulas a la capital porque no sabe qué carreteras controla el padre. Su honor sólo se extiende a los españoles que resistirán en el granero. Abandona la ciudad, y sólo protege los tesoros y las vidas españolas. Su deber era proteger a toda la población. Su decisión costará vidas en ambos bandos.
—Es obvio que desprecia a nuestro ejército —añadí—. Para él, somos una turba de indios dirigidos por un sacerdote y irnos cuantos oficiales renegados. No tenemos ni un solo oficial del ejército regular, sólo oficiales de menor rango de la milicia colonial. Debe de saber lo que ocurrió en las ciudades a lo largo del camino, que no hubo ninguna batalla de verdad y que los indios llevan armas muy primitivas.
Por haber sido un antiguo español, sabía cómo pensaba Riaño: creía que los indios emprenderían la huida cuando fuesen alcanzados por una descarga de fuego de mosquetes que los mataría a centenares. Yo también lo pensaba. Sin entrenamiento y carentes de armas de verdad, una vez que los indios vieran los efectos del fuego de mosquete, su entusiasmo por esa revuelta podría desaparecer rápidamente. Pero ésas no eran cosas que pudiera decirle a esa azteca tragafuegos sin miedo a que me cortara los cojones.
—Somos muchos, decenas de miles —señaló Marina—. Los superamos en número, cincuenta, cien a uno.
Me preguntaba si la decisión de Riaño de luchar contra una fuerza azteca abrumadora —más o menos con el mismo número de hombres de que había dispuesto Cortés— podía ser deliberada. Si tenía éxito, podría hacerse su propio lugar en la historia, junto con Cortés y Pizarro, el conquistador de los incas.
Al recibir la noticia de que las fuerzas de Hidalgo estaban a dos días de camino, Riaño abandonó la ciudad. Al amparo de la noche, el granero se convirtió en el castillo Guanajuato.
—El gobernador dice que la ciudad debe defenderse a sí misma —me comentó un furioso zapatero mestizo cuando pasamos por delante de su choza—. Se han llevado todos los mosquetes y casi toda la comida de la ciudad. No les importa nada de nosotros. —Soltó un escupitajo—. Ahora no tenemos que preocupamos por ellos.