OCHENTA Y SEIS

Celaya

Marina y yo llegamos a Celaya a mediodía del día siguiente, unas horas por delante del ejército. Yo esperaba encontrar barricadas y tropas armadas que detuvieran la entrada de cualquiera que se aventurara hacia la ciudad, pero no fue así. No había defensas. Llegamos a tiempo para ver a los comandantes y la mayoría de sus tropas evacuando el lugar.

—La milicia y los gachupines abandonan Celaya.

—Algunas personas están preparando la resistencia —señaló Marina.

Los criollos y sus sirvientes levantaban unas barricadas cerca de la plaza mayor.

Los rumores corrían por toda la ciudad. Muchos creían que los rebeldes saquearían casas y comercios y los asesinarían a todos. Otros afirmaban que sólo los gachupines serían las víctimas. Algunos decían que la propia Virgen dirigía el ejército y que nadie resultaría herido. La única información acertada que tuve que comunicarle al padre se refería a la inutilidad de la resistencia y la tremenda respuesta que ésta podía desencadenar.

—Hay una pequeña fuerza de valientes criollos dispuestos a luchar por la ciudad, unas pocas docenas. Si efectúan una descarga, temo lo que nuestras tropas harán.

La pregunta que dejé en el aire era si los indios correrían o saquearían la ciudad.

El padre se alegró de que las tropas del virrey hubiesen huido, pero no Allende.

—Esperaba tener la oportunidad de hablar con ellos y conseguir que se unieran a nosotros —dijo.

El padre me despertó pasada la medianoche con un mensaje escrito que debía llevar a las autoridades de la ciudad en el ayuntamiento.

—Entregar los términos de rendición puede ser una misión mortal —dijo el padre—. Algunas veces matan al mensajero.

Me despreocupé del peligro encogiéndome de hombros. Había visto el miedo que reinaba en la ciudad, por lo que creía que las autoridades darían la bienvenida a una rendición pasiva.

No obstante, me sorprendí ante el lenguaje del mensaje a las autoridades.

Campo de batalla, 19 de septiembre de 1810

Nos acercamos a la ciudad con el objeto de dar seguridad a todos los españoles europeos. Si se rinden con discreción, su gente será tratada humanamente. Pero si ofrecen resistencia y dan la orden de disparar contra nosotros, los trataremos con el correspondiente rigor. Que Dios guarde vuestros honores por muchos años.

MIGUEL HIDALGO
IGNACIO ALLENDE

P. D. En el momento en que den la orden de disparar contra nuestras tropas, decapitaremos a los setenta y ocho europeos que tenemos bajo nuestra custodia.

Mientras el padre me acompañaba hasta mi caballo, manifestó:

—Me entristece que deba comportarme como un bárbaro mientras visto el uniforme de un soldado, pero no soy el primer hombre de Dios que empuña la espada. Ahora que tengo que luchar mi propia guerra, soy más tolerante y comprensivo con un papa que envía su ejército a Tierra Santa, a sabiendas de que miles de hombres morirán, muchos de ellos inocentes.

Me dio un apretón en el brazo.

—Por favor, diles en los términos más enérgicos que deben rendir la ciudad sin disparar un tiro. Si estalla la lucha, quizá no pueda controlar al ejército.

En las horas previas al amanecer del 20 de septiembre, le entregué el mensaje al alcalde.

—Necesitamos una respuesta inmediata —le dije, después de resaltar la gravedad de la situación.

—Debemos reunimos y parlamentar —respondió.

Le señalé el campanario de una iglesia.

—Señor, si hay alguna duda en su mente, vaya a lo alto de aquel campanario y abra los ojos.

Me marché, preguntándome si algún dedo nervioso me dispararía una bala de mosquete por la espalda.

Pero mi sugerencia de que nos observara desde una torre elevada fue muy acertada: las autoridades vieron miles de hogueras, que subrayaban el alcance del peligro al que se enfrentaban. Allende había ordenado que las hogueras permanecieran encendidas hasta una hora más tarde de la entrega del mensaje.

Por fin, un mensajero salió de la ciudad alrededor del mediodía y anunció que permitirían la entrada sin resistencia. Pidieron tiempo para «prepararse» para la entrada, y el padre les dio tiempo hasta el día siguiente.

—¿Para qué se preparan? —le pregunté al padre.

—Necesitan tiempo para esconder sus tesoros —respondió—. No los culpo. Nosotros necesitamos el día para organizar una cadena de mando que evite los saqueos y consiga suministros. Con cada hora que pasa, nuestras filas crecen y aumenta nuestra necesidad de comida y armas. —Sacudió la cabeza—. Es una tarea casi imposible.

Entramos en la ciudad al día siguiente. Yo estaba en la vanguardia con Hidalgo, Allende y Aldama. Las clases inferiores aplaudieron nuestra llegada, pero la mayoría de los criollos permanecieron fuera de la vista. En el momento de entrar en la plaza mayor, miré a lo alto y vi a un hombre en el tejado de un edificio municipal. Entre los gritos, apenas si oí el disparo pero vi el humo de la pólvora negra salir del arma. No sé si la bala alcanzó algún objetivo, pero al momento siguiente se desató el inferno. Nuestra gente comenzó a devolver el fuego sin ningún propósito aparente, dado que la persona ya se había marchado. Sin embargo, disparaban las armas, como también se disparaban las pasiones de los aztecas.

Nuestros indios se lanzaron en todas las direcciones para saquear como habían hecho en San Miguel, pero esta vez, ninguno de nosotros, ni siquiera el padre pudo detenerlos. Eran demasiados y corrían hacia todas partes. Allende intentó mantener el orden. Se internó al galope entre la muchedumbre y descargó sablazos contra los hombres que derribaban la verja de una casa. Su caballo resbaló en los adoquines y cayó. Llevé mi propia montura hacia él, abrí un camino entre los indios y le di la oportunidad de montar, quizá salvándole la vida.

Desenfundó la pistola y le grité:

—No, no sirve de nada. Si disparas, te harán pedazos.

Furioso, se alejó al galope, pero no por miedo. Sabía que si los indios se volvían contra él, la rebelión estaría perdida. Hombre de incontrovertible coraje, habría preferido morir luchando si eso hubiera servido a sus propósitos.

Desvié los ojos de la carnicería mientras me alejaba. Un único disparo había desencadenado el saqueo de una pequeña ciudad. ¿Qué pasaría cuando llegásemos a Guanajuato, la ciudad más grande de la región, y estallase el verdadero combate? ¡Ay!, se había despertado a una bestia, algo salvaje que nadie podía controlar.