OCHENTA Y CINCO

San Miguel el Grande era el lugar de nacimiento de Allende. Allí era conocido como un joven caballero, un hombre que cortejaba a sus hijas y hacía frente a los toros en el ruedo. Era admirado, imitado incluso. Ahora regresaba a casa a la cabeza de un ejército invasor.

Muy pronto nos enteramos de que la mayoría de los españoles habían dejado la ciudad. Aquellos que se habían quedado habían tomado posiciones en el edificio del gobierno. El coronel Canal, a cargo de las defensas de la ciudad, sabía que no podía ganar. Otro oficial, el comandante Camuñez, intentó montar la resistencia, pero los hombres y sus oficiales conocían a Allende y lo admiraban. Casi toda la tropa, más de cien hombres, se unieron a nosotros.

Escuché el silencio mientras el padre negociaba con el coronel Canal la rendición de los gachupines fortificados en el edificio municipal.

La situación se solucionó cuando Allende dijo:

—Informa a los gachupines de que, si se rinden pacíficamente, los pondré bajo mi protección personal. Ninguno sufrirá daños.

Mientras cortaba la punta de mi cigarro, miré la masa de aztecas, una enorme ola que se extendía sobre la ciudad. Incluso si los indios acataban las órdenes…, ¿cómo harían para oírlas? ¿O comprenderlas? No creo que Allende hubiera pensado siquiera en eso: la mayoría de los indios hablaban mal el español o no lo hablaban en absoluto. Por no mencionar que desconfiaban de Allende, que, vestido con su resplandeciente uniforme de oficial, a sus ojos era un símbolo de la tiranía. Lo único que tenía a su favor era la aprobación del padre Hidalgo, un hombre a quien los aztecas adoraban como un santo.

Nada de eso ayudaría al padre a dirigir un ejército de ese tamaño. ¿Cómo haría para que se oyesen sus órdenes? ¿Quién se encargaría de transmitirlas sin una cadena de mando de tenientes, sargentos y cabos? ¿Cómo sabrían los soldados sin preparación cómo obedecer las órdenes? ¿Quién en los rangos inferiores se encargaría de transmitir las consignas? Aquello no era un ejército, sino una turba.

El caos se desató con la llegada de la noche.

Primero, nuestros indios entraron en las pulquerías, que habían cerrado las puertas a la espera de un asedio. Un grupo de indios se dirigió a la cárcel, abrió las celdas y soltó sin más a asesinos y ladrones junto con los prisioneros políticos, a cualquiera que quisiera unirse a la insurrección. Pero la marcha a la ciudad había sido muy larga para la mayoría de los indios, y se fueron pronto a dormir.

Las puertas del infierno se abrieron al amanecer.

Bandas de aztecas entraron en las casas de criollos y gachupines. Saquearon y destruyeron, incendiaron los edificios. Muy pronto miles de indios se lanzaron al saqueo, destrozando ventanas, reventando las puertas de los hogares y las tiendas. Se llevaban el botín a manos llenas.

Los gritos de «¡Muerte a los gachupines!» sonaron a lo largo de todo el día. Las personas de piel clara —los criollos y los gachupines que no habían huido de la ciudad, incluso los mestizos de color claro— fueron sacados de sus casas y sus tiendas y luego apaleados.

Una multitud de indios intentó colgar a un comerciante criollo. Le habían arrancado la mayor parte de las prendas cuando Allende y sus oficiales a caballo cargaron contra la multitud, conmigo detrás. El padre no estaba con nosotros. Sabía que había pasado la mayor parte de la noche tomando nota de la comida y las municiones conseguidas. El ejército necesitaba dinero con desesperación; a los hombres había que pagarles, porque, de lo contrario, ¿cómo iban a mantener a sus familias?

Allende intentó razonar con la turba, pero ellos le respondieron con insultos; no era el sacerdote al que amaban y en quien confiaban, sino otro español con uniforme militar. Se lanzó contra ellos, tumbando a los indios con su caballo, golpeándolos con la parte plana de la espada, utilizándola más como un garrote que como una hoja letal. El resto de nosotros siguió su ejemplo, hasta conseguir dispersar a los indios. Odiaba luchar contra nuestra propia gente, pero los indios estaban fuera de control.

Después de dispersar a los que intentaban tomarse la justicia por su mano, cabalgamos por la mejor y más rica calle de la ciudad. Las bandas habían atacado las casas de lujo y echado abajo las puertas. La propia casa de Allende estaba a un lado de la plaza mayor, y la de su hermano en el otro.

Apoyados por los soldados de Allende, nos internamos entre las salvajadas y el saqueo con amenazas de muerte y fuerza brutal, pero lidiar con la horda de aztecas era como intentar coger un puñado de agua. Nadie estaba al mando.

Cuando el padre llegó por fin, ejerció una influencia calmante en sus furiosas pasiones, pero ni siquiera él pudo hacer que se tranquilizaran de prisa.

Allende se enfrentó a él tan pronto como restablecimos el orden. El oficial criollo tenía el rostro enrojecido por el esfuerzo y la furia.

—No podemos permitir que ocurran estos desórdenes o perderemos el apoyo de los criollos de la colonia.

—Lo que ha sucedido es algo terrible —admitió el padre Hidalgo. Vi por su rostro que estaba espantado por las atrocidades—. Pero los españoles —añadió— han violado y robado a estos indios durante toda su vida. No podemos esperar que los esclavos se enfrenten a sus brutales amos con ecuanimidad.

—¡Son unos locos salvajes! —gritó Allende.

—¿Salvajes? —La voz de Hidalgo subió de tono—. ¿Olvidas las atrocidades de Cortés y los conquistadores? ¿Olvidas trescientos años de crueldades cometidas contra estas gentes en nombre del oro y de Dios? —La voz del párroco sonó conciliadora pero firme—. Ignacio, comparto tu preocupación. Ambos dimos nuestra palabra de que nadie sería atacado o robada su propiedad. Pero mira a tu alrededor. Ahora estamos en la tercera ciudad desde nuestro anuncio de expulsar a los gachupines de Nueva España. Nuestra llamada a las armas ha sido respondida… ¿Cuántos soldados tenemos? ¿Diez mil? ¿Veinte mil? ¿Cuántos de ellos son de nuestra clase criolla? ¿Un par de cientos? ¿Menos del uno por ciento de los que han respondido a la llamada?

—Se unirán a nosotros cuando vean que salimos victoriosos.

Hidalgo tendió una mano y sujetó el brazo de Allende.

—Amigo, no saldremos victoriosos a menos que tengamos soldados. ¿Cuantas tropas tiene el virrey a su disposición? ¿Ocho mil, diez mil? Con toda probabilidad, ya ha ordenado a esos regimientos que marchen contra nosotros. Muy pronto estaremos en la batalla de nuestras vidas. Estos indios a los que desprecias serán los que combatirán… y morirán.

La discusión entre los dos líderes me acompañó mientras buscaba refugio para Marina, Raquel y yo mismo en un convento. Las monjas nos dieron la bienvenida en la reja como una protección añadida. Tuvimos que explicar que Marina no era nuestra sirvienta.

Vi que el padre y el oficial no eran hermanos debajo de la piel. Hidalgo era un auténtico hombre del pueblo, un visionario que apoyaba la independencia y una sociedad libre abierta a todas las razas, las religiones y las clases. Pero Allende era un tipo que yo conocía bien: un caballero. Caballos, ropas elegantes —sobre todo uniformes militares—, señoritas, grandes casas, todos los accesorios de un aristócrata. Como yo, Allende había sido educado más sobre una montura que entre las páginas de los libros. Veía la insurrección como un ejercicio militar —reunir un ejército, derrotar al del virrey, declarar una nueva nación—, uno en el que él mandaría a los gachupines de vuelta a España para colocar a los criollos en su lugar.

En cambio, el padre ardía con una visión de justicia para todos. Hidalgo veía la revuelta no sólo en términos de táctica militar, sino como la promesa personal de liberar a la gente explotada de su esclavitud y forjar una nación de iguales.

Sospechaba que Allende esperaba su momento hasta el día en que él y los demás criollos pudiesen apoderarse de los frutos de la revuelta. No tenía otra alternativa; los aztecas, no sus amados criollos, llevarían la insurrección en sus espaldas y la ganarían o la perderían con su sangre, no acudirían a él ni tampoco lo obedecerían.

Los oficiales criollos habían perdido el control. Ni siquiera el propio Napoleón podría haber forjado un ejército de esa vasta multitud de indios, no sin tiempo y sin dinero. ¿Qué pasaría cuando se encontraran con tropas preparadas? ¿Darían media vuelta y correrían con la primera descarga de los cañones y los mosquetes, como temía Allende? ¿Era correcta la estimación de que los valientes y animosos aztecas lucharían y morirían por la causa?

En nuestra marcha a Celaya desde San Miguel, el padre Hidalgo fue proclamado capitán general de América. Ignacio Allende fue nombrado teniente general. Juan de Aldama era el tercero en la línea de mando, con los oficiales de la milicia que se habían sumado a la rebelión tomando otros grados de mando. Los sacerdotes guerreros caminaban a la cabeza del ejército con los estandartes de la Virgen. Los tamborileros marcaban el ritmo, aunque nadie, excepto los pocos soldados preparados, marchaban a su cadencia.

A los dos días de dejar San Miguel, el padre me llamó y me reuní con él a la cabeza de la columna. Cabalgamos juntos hasta que estuvimos fuera del alcance del oído de los demás.

—Tengo entendido que has declinado tener un cargo de oficial.

Me encogí de hombros.

—Eso es para los hombres que buscan el mando y la gloria.

No le dije que sabía que Allende y los otros oficiales criollos no confiaban en mí ni me querían entre sus filas. Para ellos, todavía era medio bandido, un peón que había humillado e incluso matado a sus compañeros criollos españoles.

—No creí que lo aceptarías. No eres de la clase que disfruta ladrando órdenes… o aceptándolas. Te veo más como un lobo solitario que como un pavo real.

Me eché a reír. Me había leído el pensamiento: pensaba en los oficiales criollos con sus bonitos uniformes como pavos reales. Sólo consideraba a unos pocos de ellos buenos luchadores. Incluso con su elegante uniforme, Allende era mucho hombre y un soldado duro.

—No crees en esta revolución, ¿verdad, Juan?

Vacilé por un momento antes de responder.

—Ya no sé en qué creer.

—Sé que dijiste antes que lucharías por tus amigos. Pero ahora que has visto a este ejército de aztecas que sueñan con la libertad, ¿no se ha abierto también tu corazón para aceptarlos a ellos?

—He pasado por muchas cosas, he oído muchas historias incluso sobre mí mismo. No sé qué es verdad de todo eso, pero usted ha sido mi amigo como lo son Raquel y Marina. Cuando llegue el momento, estaré junto a los tres, incluso a riesgo de perder mi vida. Pero si me pregunta si estoy dispuesto a dar mi vida por los oficiales criollos y los indios, la respuesta es no. Mientras cualquiera de ustedes tres esté con la revolución, yo estaré a su lado. De lo contrario, esta lucha no tiene ningún sentido para mí.

—Me siento honrado de que quieras luchar a mi lado, pero quiero que sepas que si debes dar tu vida no quiero que la pierdas por mí, sino por el pueblo de Nueva España.

Él tenía razón: yo era un lobo solitario. Quizá era debido a que había crecido sin amor. Por la razón que fuese, viajaba ligero de equipaje… y solo.

—He tenido muchas oportunidades para observarte —prosiguió Hidalgo—. En muchos sentidos, eres más sabio que yo. —Descartó mis protestas con un gesto—. No, no. No hablo de los libros que has leído, sino de la vida que has llevado. El resto de nosotros ha pasado sus vidas en el Bajío, a un tiro de piedra de ciudades como Guanajuato y San Miguel. Tú conoces más territorio de la colonia que cualquiera de nosotros y has cruzado dos veces un gran océano y luchado contra las mejores tropas del mundo.

—Estuve en un par de acciones guerrilleras, padre…

—¿Qué crees que es esto? No te dejes engañar por el tamaño del ejército. Tenemos menos formación y estamos peor equipados que cualquiera en España. No, tienes un talento que Allende envidia, y todos los hombres del ejército también lo envidiarían, si supieran que lo posees.

Fruncí el entrecejo.

—¿Cuál es, padre?

—La supervivencia. Has escapado a la sentencia de muerte de los hombres del virrey media docena de veces, huiste de las garras de un loco rey maya, eludiste la cuerda del verdugo en Cádiz y esquivaste las balas francesas en Barcelona, sólo para regresar a Nueva España, escapar de Ciudad de México y ahora ayudar a dirigir un ejército rebelde. Has prevalecido en guerras, no en escaramuzas.

—Mi capacidad para sobrevivir está en relación directa con mi capacidad para agachar la cabeza y correr. —Me reí.

—Sea lo que sea, tienes una singular habilidad para mezclarte aquí y allá y luego regresar vivo. Por eso quiero que espíes para mí.

Le dirigí una mirada aguda. ¿Un espía? Los espías recibían peor tratamiento que los traidores cuando los capturaban.

—Quiero que organices y dirijas un pequeño y selecto grupo que pueda proveemos con información crítica. Marcharemos sobre Celaya y Guanajuato. Necesito saber sus planes de batalla. Muy pronto, los ejércitos del virrey nos atacarán desde diferentes direcciones. Necesito saber también los movimientos y las tácticas de los ejércitos. Después de Guanajuato debemos tomar Ciudad de México. —Me miró de soslayo—. Qué dices, señor Lobo, ¿serás mis ojos y mis oídos entre el enemigo?

—Señor capitán general, lo serviré hasta que me arranquen la lengua de la boca o los ojos de la cabeza.

—Esperemos no llegar a tanto.

Me aparté del ejército para estar a solas y pensar en lo que me había metido. Otro buen lío, ¿no? Ya veía a la diosa Fortuna sonriendo ante mi impertinencia. Pero era sincero cuando había dicho que lucharía por mis amigos. No abandonaría a Marina y a Raquel a merced de los ejércitos del virrey si la insurrección fracasaba. Tampoco podía darle la espalda al padre, a quien había comenzado no sólo a admirar, sino a reverenciar.

Cuando volví junto a las dos mujeres, les dirigí una mirada altiva.

—Cuando me presento ante vosotras, señoritas, espero que me saludéis como vuestro oficial comandante.

Intercambiaron una mirada.

—Ah, ya lo entiendo —dijo Marina—, te han nombrado general, ¿no? Bueno, pues tengo algo que decirte, señor general: al único hombre al que he saludado fue a mi marido, y eso fue cuando le dije adiós después de que lo mató un marido celoso.

—Tendréis que aprender a respetarme si queréis trabajar para mí.

—¿Qué quieres decir con trabajar para ti? —preguntó Marina.

—Queréis ser agentes secretos, ¿no? Yo soy el espía principal y el jefe de espías del padre.

Raquel me miró boquiabierta.

—¿Nosotras, espías? ¿Te refieres a espiar a los ejércitos del virrey?

—Lo que haga falta, Raquel. Regresarás a Ciudad de México, fingirás ser leal a los gachupines y mantendrás los ojos y los oídos bien abiertos. Cuando te enteres de los movimientos de tropas y de las defensas de la ciudad, me enviarás la información por mensajero. Debes encontrar amigos de confianza para que lleven los mensajes.

—¿Alguna vez ha habido una espía mujer?

Me encogí de hombros.

—No lo sé, pero antes de alegrarte en demasía, recuerda que si te pillan maldecirás a tu madre por haberte dado a luz.

—¿Y qué hago yo? —quiso saber Marina.

—El padre necesitará información sobre las defensas de Guanajuato y la carretera.

—¿Voy a ir a espiar a Celaya y Guanajuato?

—Espiaremos. En Guanajuato me conocen, pero ahora una barba cubre mi rostro. Además, ¿quién sospecharía que Juan de Zavala, caballero y hacendado, está en la ciudad cuando lo único que ven es a un pobre azteca con su burro y su esposa? Él cabalga su burro mientras su trabajadora esposa camina detrás, cargando con sus cosas cuando no está preparándole las tortillas o buscando una pulquería para que él sacie su sed.