Más tarde, ese mismo día, llegamos a la pequeña aldea desarmada de Atotonilco, cerca de San Miguel. Un gran complejo religioso dominaba el poblado.
Yo cabalgaba cerca de la cabecera de la columna cuando el padre le dijo a Allende que debíamos detenemos para que los hombres y el ganado descansaran, en lugar de intentar alcanzar de inmediato San Miguel.
—Quiero sorprenderlos entrando por la noche.
El padre estaba al mando. Había hablado con toda discreción, pero sus modales no daban lugar al desacuerdo. Sólo había constatado un hecho.
Allende estuvo de acuerdo con la estrategia. ¿Cómo podía estar en desacuerdo? Habíamos dejado Dolores con centenares de hombres. Ahora nuestras fuerzas eran una marea oceánica, nuestros aztecas ya se contaban por miles. Antes de detenemos, Allende había recorrido la columna, y había calculado unos cinco mil indios, pero para cuando llegó al final y volvió, el número había aumentado.
En la iglesia de Atotonilco, los demás sacerdotes saludaron al padre. Hidalgo fue al interior, y muy pronto apareció con un estandarte que mostraba a la Virgen de Guadalupe.
—Dame tu lanza, jinete —le dijo a un vaquero.
El padre ató el estandarte de la Virgen a la punta de la lanza y montó su caballo. Luego cabalgó entre los indios con el estandarte en alto.
—¡La Virgen está de nuestro lado! —gritó—. ¡Larga vida a la Virgen de Guadalupe! ¡Muerte al gobierno malvado!
Miles de voces respondieron. Los gritos de los aztecas sacudieron la tierra. Raquel y Marina rugieron con la multitud. Allende y sus compañeros criollos sonrieron de alegría.
Había sido una brillante jugada por parte de un supremo actor, un golpe de genio del padre. La Virgen de Guadalupe era la santa patrona de los indios de la región. Todos en Nueva España habían oído la historia en la iglesia centenares de veces.
Casi trescientos años antes, en 1531, diez años después de la conquista, un azteca convertido llamado Juan Diego afirmó haber visto a la Virgen María mientras araba su campo. Informó de la visión a las autoridades religiosas, pero nadie lo creyó. Diego aseguró que en otra ocasión la Virgen le ordenó subir a una colina. Obedeció y encontró flores en la cumbre en pleno invierno. Cogió las flores y las llevó a la iglesia en su sarape. Después de desparramar las flores por el suelo, una dulce fragancia llenó la nave. Grabada en el sarape estaba la imagen de la Virgen.
Las noticias del milagro se propagaron como el fuego entre los indios de Nueva España. Tras la conquista, los indios padecían un vacío espiritual. Los sacerdotes que habían seguido a los conquistadores destruyeron todos los restos de su religión pagana. El hecho de que los españoles hubieran aplastado a los dioses aztecas y sobrevivido —y prosperado— arrojó a los indígenas a un abismo espiritual.
La mayoría de los indios no entendían ni siquiera rechazaban las enseñanzas de los sacerdotes. Pero el milagro de Juan Diego lo cambió todo: de pronto, tenían una figura espiritual que venerar. Las conversiones que siguieron al milagro sumaron millones. Más tarde, una bula papal convirtió a la Virgen de Guadalupe en patrona y protectora de Nueva España.
La imagen de la Virgen María pintada en el estandarte que el padre Hidalgo mostraba a la masa de indios era, por supuesto, idéntica a la del sarape de Juan Diego. El párroco había convertido la guerra en una cruzada religiosa. Con el sagrado estandarte, había aliado a sus aztecas con Dios.
Marina estaba tan emocionada que se echó a llorar. Mantuve una sonrisa en mis labios. ¿Había sido yo el único que lo había oído? Cuando el padre había gritado «Muerte al gobierno malvado», miles de voces habían respondido «Muerte a los gachupines».
El padre le pasó el estandarte de la Virgen a un joven que lo sostuvo bien alto mientras marchaba a la cabeza del ejército. Era Diego Rayu, el sacerdote novicio que había traído su propio trueno azteca a la revolución.