OCHENTA Y DOS

«Guerra de la independencia», así es como oí a los líderes referirse a la rebelión que se iniciaba. Así también era como los españoles llamaban a su guerra contra Napoleón. Si bien el padre Hidalgo y Allende habían nacido en la colonia y se llamaban a sí mismos americanos, eran españoles por sangre y herencia. Hasta donde les concernía, sería una guerra de hermano contra hermano.

Pero mientras lo pensaba, esos hombres no consideraban esa rebelión como un ataque contra el pueblo español en general, sino sólo contra un pequeño grupo de hombres codiciosos que llevaban las mismas espuelas que yo una vez había llevado y ensangrentaban a todos los demás en la colonia con ellas. Allende había insistido en que Ja insurrección se hiciese en nombre de Femando VII, que en ese momento era un cautivo de Napoleón. Era prudente utilizar el nombre de Femando porque los criollos tenían mucho que perder si de pronto los peones se convertían en la clase dirigente. Si declaraban que el rey español continuaría gobernando, eso crearía una sensación de estabilidad para los criollos.

Yo creía que Allende era sincero al manifestar que formaría un gobierno en nombre del rey, pero también estaba seguro de que un rey tiránico no formaba parte del concepto de gobierno por el pueblo que tenía Hidalgo. Para el padre, «el pueblo» no significaba sólo unos pocos, sino todas las personas. También con mucha astucia había presentado la rebelión como un acto para proteger la religión que dominaba la vida en la colonia.

En España, la gran batalla contra los invasores la estaba librando la gente común, que habían tomado las riendas de la situación después de que sus líderes les habían fallado. La gran mayoría de los que respondieron de inmediato a la llamada a las armas del padre eran pobres peones —de nuevo, un ejército del pueblo—, y el foco de su hostilidad eran de nuevo los invasores «extranjeros», que viajaban a la colonia por unos pocos años para llenarse los bolsillos y luego marcharse dejando atrás una estela de pobreza y miseria, algo no muy diferente de lo que los franceses hacían en España.

¡Ay! ¿Había algo mal en mí? ¿Era posible que un hombre luchara en dos guerras de independencia en tan poco tiempo? Y lo más importante era si la diosa Fortuna me permitiría sobrevivir a una segunda guerra. Quizá esa puta veleidosa decidiría que ya había utilizado mucha de la suerte que me había dado.

El padre ordenó nuestro primer asalto en el momento en que acabó el discurso. Debíamos tomar Dolores. Observé los preparativos en silencio, con oscuros presagios. Hidalgo ordenó la detención de los gachupines de Dolores antes del alba y una búsqueda de armas en sus hogares. Vaciamos la cárcel local de todos los prisioneros condenados por faltas menores, la mayoría crímenes políticos —un indio que se había negado a pagar el tributo, un mestizo que había insultado a un gachupín—, y la llenamos con los gachupines, algunos todavía con las prendas de dormir, todos sorprendidos y furiosos.

Un pequeño destacamento de soldados estaba desplegado en la ciudad, no más de una docena de hombres, una unidad del mismo regimiento San Miguel al que pertenecía Allende. Acostumbrados a obedecer a un oficial, cuando Allende y Aldama entraron en su cuartel y les dijeron que recogiesen las armas y las provisiones y los siguieran, lo hicieron sin rechistar. Me pregunté si alguno de ellos había comprendido que acababa de unirse a un ejército rebelde y que quizá algún día se enfrentarían a un pelotón de fusilamiento.

Al cabo de unas pocas horas nos habíamos apoderado de la ciudad sin disparar un tiro, y habíamos conseguido el primer objetivo del largo camino hacia la independencia. Me sorprendió la rapidez con la que se movían los conspiradores. Los indios, sin embargo, no se sorprendían por nada, incluidos los centenares de burdas armas que se distribuían. Era obvio que la llamada a la revolución había estado bullendo en ellos.

Yo seguía sin estar impresionado por el arsenal del padre. Tenía quizá unos veinte mosquetes, pero eran viejos y de mala calidad. En cuanto a sus cañones de madera, sólo podía rogar no estar cerca de uno de ellos cuando disparasen. Las únicas armas útiles eran las que había visto que tenían Allende, sus amigos criollos, unos pocos criollos voluntarios, los soldados del cuartel y, por supuesto, las mías. Pero con una veintena de hombres bien armados no se hacía una revolución.

Una vez que el pequeño suministro de lanzas, hondas y otras armas primitivas fue distribuido, la mayor parte del ejército de los pobres todavía estaba patéticamente mal equipado. Muchos de ellos no tenían otra cosa mejor que un cuchillo de cocina o un garrote improvisado. Cuando esos pobres diablos cargasen contra las descargas sincronizadas de las filas de mosqueteros o los disparos de cañón… Me estremecí al pensar en su miedo, en las tremendas bajas que sufrirían.

En realidad, los líderes rebeldes esperaban hacerse con el arsenal de San Miguel, que Allende conocía muy bien, con un gran abastecimiento de armas y municiones, pero dudaba de que los comandantes fueran tan tontos como para abandonar el armamento, sobre todo cuando llegara la noticia de que la gran fuerza marchaba sobre San Miguel.

Allende también esperaba que la milicia colonial de San Miguel y, en última instancia, los desparramados por la colonia desertaran y se unieran a las filas de los rebeldes. La mayoría de las fuerzas del virrey eran unidades con gachupines como oficiales superiores, criollos como oficiales y suboficiales y mestizos y otras castas como soldados de infantería. Los indios no estaban obligados a servir, pero algunos lo hacían voluntariamente.

Como todos los criollos odiaban a los gachupines, Allende creía que acudirían en masa a la insurrección, llevando consigo dinero, armas y sus propias monturas.

—Espero que obtengan lo que quieren —les dije a Marina y a Raquel, mientras la gente a mi alrededor hablaba entusiasmada del nacimiento de la revolución.

—Tienes cara de funeral —se burló Marina—. Comienza a sonreír o la gente creerá que guardas algún terrible secreto.

Aparté mis pensamientos de lo que me parecía un estallido de locura, y le sonreí:

—Sonreiré para ti.

No podía apartar de mi mente los valientes sacrificios que presenciaba. Los criollos que se sumaban a la lucha ponían en juego sus vidas y todo cuanto poseían, todo cuanto sus familias habían acumulado durante décadas. A los pobres aztecas y otros peones, si perdían, los hombres del virrey les quemarían los campos, violarían a sus mujeres y matarían de hambre a sus hijos.

Cabalgaba por delante de la fuerza principal, pero tenía que volverme para mirar a las personas que llamábamos aztecas y a la casta llamada mestiza. Los peones, con los sombreros en sus manos, habían escuchado las pasiones de un sacerdote. Ahora marchaban; hombres, mujeres, con niños en los brazos.

Recordaba los horrores de la guerra que había visto y oído, lo que podía hacer a una columna de hombres un cubo de clavos disparados con un cañón, destrozando la carne y rompiendo los huesos, lo que podían hacer las descargas de balas de mosquete a las filas de hombres. Pensaba en la guerra sin cuartel, a cuchillo, atravesar con bayonetas a los heridos cuando yacían en los campos y miraban hacia arriba, a otro ser humano que iba a clavarles una larga hoja, un asesinato a sangre fría.

El padre y Allende no pensaban en los horrores de la guerra, sino en la libertad que sólo los hombres luchando contra las fuerzas del virrey y venciendo podían conseguir. Tenían la esperanza, el coraje necesario y un gran entusiasmo por un mundo mejor.

Yo pensaba en los sacrificios que Hidalgo, Allende, Aldama, Raquel, Marina y otros muchos con propiedades y posición hacían. Esas valientes personas estaban dispuestas a arriesgar sus cómodas vidas y todo lo que tenían y formaba sus mundos personales: hogares, fortunas y el propio bienestar de sus familias. El hecho de que pusieran sus propias vidas en la línea de fuego para luchar por millones de otras personas decía mucho de su supremo coraje. Los guerrilleros españoles que luchaban contra los franceses también poseían ese coraje. Yo, personalmente, no arriesgaba nada, sino una vida que para mí no tenía ningún valor; no tenía posesiones, familia, ni siquiera un nombre honorable.

Le había dicho al padre que lucharía por él, por Marina y por Raquel. Al contemplar los rostros de los líderes y los indios, su resplandeciente orgullo y sus grandes expectativas, los envidié. Ellos tenían un sueño por el que estaban dispuestos a luchar y morir.

Cuando iniciamos la marcha fuera de la ciudad, el padre y los oficiales criollos a caballo encabezaban la columna. Detrás de ellos iba la caballería del nuevo ejército, una tropa de hombres a caballo y mulas, la mayoría vaqueros de las haciendas cercanas que habían abandonado las manadas para incorporarse al ejército del padre, y los pocos criollos de Dolores que habían decidido unirse. Muchos de los jinetes eran mestizos, aunque había unos pocos indios entre ellos. Luego venía la infantería, casi todos aztecas, centenares de ellos, con sus machetes, sus cuchillos de cocina y sus cañones de madera.

No creo que nadie hiciera un recuento exacto del ejército, ni que fuera posible hacerlo, porque era como un charco de agua que crecía. En un momento había un centenar de nosotros…, luego otro centenar, y otro, a medida que los hombres, solos o en pequeños grupos, se unían al desfile. Muy pronto era una fluida masa de miles.

Nadie apuntaba nombres, daba instrucciones, entrenaba. No había tiempo ni bastantes soldados cualificados para entrenar a la horda. Sospecho que la única cosa que los indios sabían era que en algún momento el padre señalaría al enemigo y ellos se adelantarían para combatir.

La gente llevaba comida: tortillas enrolladas además de sacos de maíz y alubias, y carne cocida y salada para conservarla. No sabía cuántos de ellos habían cogido las provisiones reservadas para las emergencias o cuánta comida había estado almacenando el padre para ese fatídico día. Pero era obvio que había estado guardando provisiones, porque carretas cargadas con suministros y tiradas por mulas de pronto eran parte de la marcha.

Mi admiración por ese sacerdote guerrero que leía a Molière, desafiaba a su gobierno y a su Iglesia para fabricar vino y seda, y que tenía una increíble reserva de amor para todos, pero sobre todo para los oprimidos, aumentaba. Habría creído que dos militares experimentados, Allende y Aldama, se habían encargado de organizar la logística de un ejército, pero el padre era un torbellino humano, capaz de ocuparse de una docena de tareas al mismo tiempo y sin miedo a tomar decisiones. Miguel Hidalgo, párroco de una pequeña ciudad, empuñaba la espada con el mismo entusiasmo que una vez había alzado la cruz.

Por el tono de las conversaciones y el lenguaje corporal, intuí que Allende no quería que el sacerdote estuviera al mando, lo mismo que sus compañeros oficiales, pero el padre era capaz de atraer a un gran número de voluntarios, algo que ninguno de los otros había conseguido hacer hasta el momento. No sabía a ciencia cierta si el padre Hidalgo era consciente o no de la renuencia de Allende, de la propia ambición del oficial por estar al mando, pero si así era, no dio muestras de ello. En el tiempo que llevaba en su compañía había aprendido que poco escapaba a su atención.

Un sacerdote guerrero, pensé. No uno de aquellos mártires que proclamaban que había que «conquistar con el amor y poner la otra mejilla» del Nuevo Testamento, sino el profeta de «sangre y fuego, ojo por ojo» del Antiguo. La capacidad para empuñar una espada y blandiría siempre había estado en su interior, esperando ser encendida cuando estallasen sus frustraciones ante las injusticias que sufría la gente común. Los males causados a su gente lo habían devorado hasta que empuñó una espada, al igual que Moisés, Salomón y David lo hicieron para defender a su gente.

Según Raquel, los hombres luchaban en la guerra y la religión como si fuesen dos caras de una misma moneda. La conquista del Nuevo Mundo se había emprendido en nombre de la cristiandad, o al menos eso era lo que los avariciosos conquistadores habían gritado mientras arrebataban el oro de los indios para sus propios bolsillos. ¿Acaso Miguel no había empuñado una espada para expulsar a Satanás y a sus ángeles caídos del cielo? Mientras marchábamos hacia San Miguel, comprendí que la rebelión había comenzado con buenos augurios: el maíz estaba a punto para la cosecha; había abundancia de cerdos y vacas en las haciendas a lo largo del camino. Durante un tiempo, al menos, no tendríamos problemas para disponer de comida.

Cabalgaba junto a Raquel y Marina. Al mirar a las muchas mujeres y niños que acompañaban a los indios, pregunté:

—¿Por qué traen a sus familias? ¿Para que cocinen sus comidas?

—¿Qué crees que harán los hombres del virrey cuando vengan a Dolores? ¿Qué les harán a las mujeres que se quedaron en los pueblos cuando todos los hombres fueron a luchar?

Comprendí la ingenuidad de mi pregunta. La respuesta no tenía siquiera necesidad de ser expresada. Advertí que había dicho «cuando vengan». No creo que ella se hubiera dado cuenta del desliz. Si la revolución tenía éxito, los hombres del virrey no irían a Dolores, porque ya no habría virrey ni tampoco un ejército real.

El padre Hidalgo apareció de pronto a mi lado. Se inclinó un poco hacia mí y habló en voz baja.

—Están ocurriendo tantas cosas tan de prisa que no he tenido ocasión de hablar de algunos asuntos contigo. A la primera oportunidad que se presente, hablaremos.

Y desapareció con la misma rapidez con la que se había acercado. Intrigado, miré a Marina.

—¿No se te ha ocurrido que tú eres la única persona en este ejército que ha peleado en una guerra? —preguntó—. Ni siquiera los oficiales criollos tienen experiencia en el combate.

Casi gemí en voz alta.

¿Cómo podía explicarles a esas personas que mi experiencia en la guerra había sido la de un guerrero renuente y que mi objetivo principal era mantenerme con vida? ¿Creían que yo había sido un jefe de la guerra de guerrillas contra los franceses? Hasta el momento, había permitido a otros sobrestimar mi experiencia y mis capacidades, pero no quería que me mataran o poner en peligro la rebelión del padre debido a unas poco justificadas creencias en mi experiencia militar.

—No te preocupes —dijo Marina—, estoy segura de que el padre te considera más un bandido que un soldado.

—Deja de leerme el pensamiento —repliqué.