OCHENTA Y UNO

Pasada la medianoche comprendí que habíamos cruzado el Rubicón. Que lo cruzásemos en Dolores era muy adecuado, pues en nuestra conmovedora lengua poética española, «Dolores» puede querer decir tanto dolor como pena.

Cuando Marina y yo llegamos a la casa del párroco, el consejo de guerra estaba en su apogeo. El padre conversaba con dos oficiales criollos de la milicia, Ignacio Allende y Juan Aldama, y el alcaide de la cárcel de Querétaro, Ignacio Pérez. ¡Ay!, el alcaide ni siquiera me miró una segunda vez cuando el padre me presentó. Raquel llegó pisándonos los talones. De camino a visitar a una amiga en Querétaro, había ido a Dolores cuando su amiga la avisó.

Los rumores sobre una traición abundaban. Alguien dijo que algún idiota le había confesado el plan a un cura; otro, que un oficial de la milicia reclutado por Allende lo había denunciado a sus superiores. Fuera cual fuese la fuente, los conspiradores debían huir o luchar. Pero huir significaba tener que dejar a sus familias, sus hogares y sus posesiones y convertirse en forajidos.

—Es hora de luchar —afirmó el padre.

El capitán Allende negó con la cabeza.

—No estamos preparados. No tenemos suficientes soldados, entrenamiento, armas, provisiones…

—Ellos tampoco lo están. Todos los regulares españoles están en España luchando contra los franceses, no aquí, en la colonia. El virrey sólo dispone de la milicia. Cuando los otros oficiales sepan que tú y el capitán Aldama tomáis parte en la revuelta, muchos de ellos se unirán a nosotros.

—El virrey tiene a diez mil milicianos a los que puede mandar, quizá incluso más —señaló Pérez.

—Pero no todos a la vez. ¿No es así, Ignacio? —le preguntó el padre a Allende.

—Nuestras unidades están dispersas por toda la colonia —contestó Allende—; unos centenares aquí, un millar allá. El virrey tardaría semanas en desplegar una fuerza considerable. Nuestro plan podría funcionar.

—¿Cuál es? —quiso saber el padre.

—El que han propuesto: los aztecas. No son una tropa formada, pero tienen coraje y lo seguirán. Una compañía de mosqueteros podría matar a mil, pero ¿a diez o veinte mil…?

—¿Cómo sabemos que serán tantos los que responderán? —preguntó Aldama.

—Lo han hecho antes —manifestó el padre Hidalgo—. El odio hacia los gachupines es muy profundo en los indios. Cada vez que ha habido una chispa de resistencia, se han reunido por decenas de miles. Sus recuerdos del terrible castigo que se les ha infligido por objetar a las manipulaciones del trigo y otras injusticias son muy profundos.

—Mi gente sólo posee sus recuerdos —declaró Marina—. Trescientos años de humillaciones han marcado a fuego nuestras almas.

—Lamento que debamos confiar en indios sin formación, pero ellos seguirán al padre —dijo Allende—. Sospecho que ya cuenta con un número importante que esperan su orden.

El padre no respondió, pero yo asumí que efectivamente contaba con ellos. Él y sus aztecas no habrían fabricado todo ese arsenal de no haber tenido un modo de utilizarlo. Además, el padre había necesitado a un pequeño batallón de aztecas para hacer las armas, y esos indios tenían amigos. Si un centenar de aztecas habían producido las armas, cien veces ese número estarían preparados y a la espera.

Me sorprendió que hombres como Allende y Aldama, que servían al virrey y tenían tanto que perder, conspirasen contra el gobierno. Yo no conocía personalmente a ninguno de los dos, pero el nombre de Allende me resultaba familiar. En el Bajío tenía la reputación de ser un hombre sin miedo, un caballero que se había ganado las espuelas en la montura, no en los bailes. Me sorprendió que hombres que habían pasado la mayor parte de sus vidas vistiendo los fantasiosos uniformes militares del virrey tuviesen la suficiente fuerza de carácter y conciencia social para reclamar un cambio. El hecho de que Allende tuviese sugerencias muy bien pensadas, ideas a las que incluso el brillante y corajudo sacerdote prestaba atención, no era algo que hubiese esperado de un oficial de carrera de una milicia que era conocida por perezosa e incompetente.

Más allá de algún ataque pirata a lo largo de la costa, que los milicianos defendían mal, y de las ocasionales manifestaciones de los pobres, que reprimían brutalmente, en tres siglos habían tenido muy poco de que defenderse. A pesar de las muchas amenazas, nunca había habido una invasión seria de la colonia. Las distancias y el terreno que un ejército invasor tendría que haber recorrido, con el núcleo de la riqueza y la población ocupando una alta meseta en el medio, hacían que la colonia fuese un lugar poco propicio para una invasión de las potencias extranjeras. Dado que gran parte de la riqueza de la colonia acababa siendo enviada a España, era mucho más sencillo permanecer al acecho de los galeones que zarpaban de Veracruz.

—Pero ¿qué pasará cuando el virrey reúna a ocho o diez mil soldados bien preparados? —preguntó Pérez—. Recuerden que el gran Cortés conquistó a millones de indios con sólo unos centenares de soldados españoles.

—Cortés tenía miles de aliados indios —dijo el padre—, y los mexicas estaban mal dirigidos. De haber tenido a un jefe militar competente en lugar del desconcertado y supersticioso Moctezuma, el resultado de la guerra habría sido otro muy distinto.

—Si podemos reunir a diez mil indios, suficientes para derrotar a los pocos centenares de tropas que el virrey tiene en el Bajío, nuestros compañeros criollos se unirán a nuestra causa —señaló Allende—. Conozco a oficiales de la milicia y caballeros. No arriesgarán sus vidas y sus propiedades hasta que huelan la victoria. Pero cuando un oficial de la milicia se una a nosotros, traerá cincuenta o cien soldados preparados consigo. Una vez que tengamos dos mil o tres mil, respaldados por nuestras multitudes aztecas, el virrey y sus gachupines tendrán que renunciar a la lucha.

—Entonces detendremos a los gachupines y los enviaremos de regreso a España —dijo Aldama.

El padre se levantó.

—Así pues, es la hora.

—¿La hora de qué? —preguntó Aldama.

—De marchar y detener a los gachupines.

Vi miedo, asombro e incluso extrañeza en los rostros de los presentes en la habitación. Sólo el padre y Allende parecían tener un absoluto control de sus emociones. Eran los líderes, los dos hombres con visión. La decisión de los demás dependía de ellos.

Mucho antes del alba, la campana de Nuestra Señora de la Misericordia comenzó a sonar. La campana de una iglesia no era sólo una invitación a un servicio religioso; también podía ser una llamada a las armas. Desde los tiempos en que la Iglesia construyó las primeras misiones, los sacerdotes confiaron en los muros de las mismas y en los indios leales para su protección. En las zonas rurales como Dolores, donde un pueblo indio había crecido para convertirse en una pequeña ciudad, la campana de la iglesia todavía era una llamada de ayuda. Cuando el peligro amenazaba, los sacerdotes tocaban a rebato, y los indios leales a la misión, que a menudo trabajaban en los campos cercanos, se reunían para defenderlos.

En la iglesia cuyo nombre evocaba el pesar y el dolor, el padre hizo repicar la campana como una llamada a las armas. Era el 16 de septiembre de 1810.

Cuando la luz del nuevo día resplandeció por el este, nos reunimos delante de la iglesia a esperar que saliera el padre y anunciara por qué había dado la alarma. Aparte de aquellos que habían estado en el consejo de guerra, al menos cien peones se congregaron también.

El padre salió y habló con voz clara y firme:

—Mis buenos amigos, hemos sido poseídos por la lejana España y tratados como niños para obedecer y hacer el capricho de los gachupines enviados a gobernar, a pagar impuestos sin representación, a ser azotados cuando cuestionamos sus acciones. Pero en todas las familias, los niños crecen y deben encontrar un camino conveniente en la vida.

»Forzaron a nuestros indios americanos a pagar un vergonzoso tributo que apareció como un impuesto a una gente conquistada por un déspota despiadado. Durante tres siglos, ese impuesto ha sido un símbolo de la tiranía y la vergüenza. En ese mismo tiempo, los africanos han sido secuestrados y traídos a la colonia para trabajar como esclavos.

»Nadie nacido en la colonia ha sido tratado con la dignidad a la que todos los hombres tienen derecho, ni siquiera aquellos con sangre española. En cambio, envían a los de las espuelas a que nos gobiernen, a cobrar impuestos injustos, a impedirnos desarrollar los oficios y los comercios que nos traerían prosperidad. Seguimos siendo siervos encadenados para alimentar su insaciable codicia.

»Ahora que los franceses han usurpado el trono de España, no pasará mucho tiempo antes de que el ateo Napoleón envíe a un virrey que sólo habla francés a gobernar, a cobrarnos tributos a todos. Cuando los franceses nos dominen, destruirán nuestras iglesias y pisotearán nuestra religión.

Su voz ganó en intensidad, sus facciones se ensombrecieron con el conocimiento de la injusticia. Mis vaqueros hubiesen dicho que tenía fuego en las tripas, la clase de fuego que le da a un toro campeón el coraje y la decisión para embestir.

—Los gachupines no han cumplido con sus deberes. Nos gobiernan y nos roban, y no nos dan nada a cambio. Ha llegado el momento de no sometemos más a esos bandidos que vienen de Europa y cuyo único interés es robarnos nuestra riqueza, cobramos impuestos y forzarnos a servirles.

»Ha llegado la hora de impedir que los franceses se apoderen de la colonia, de forzar a los gachupines a que vuelvan a España y gobernar la tierra nosotros mismos, en nombre de Femando VII, el legítimo rey de España.

Hizo una pausa durante la cual ninguno de nosotros se movió, nadie habló. Estábamos hipnotizados por la fuerza del hombre, sus proyectos y sus palabras.

—¡Todas las personas somos iguales! ¡Nadie tiene derecho a hacemos sangrar con sus espuelas! ¡Nadie tiene derecho a robar el pan de nuestras bocas, la educación de nuestros hijos, al negamos oportunidades a todos! —Levantó el puño y gritó—: ¡Larga vida a América por la que lucharemos! ¡Larga vida a Femando VII! ¡Larga vida a la gran religión! ¡Muerte al mal gobierno!

Se elevó un grito, luego un gran rugido de entre los reunidos. Miré detrás de mí. Me parecía que sólo momentos antes había cien personas a mi espalda. Ahora había por lo menos tres veces más.

—¡Es hora de detener a los gachupines y recuperar nuestra tierra! —gritó.

Marina me sujetó, las lágrimas rodaban por sus mejillas.

—¡Lo oyes, Juan! ¿Lo oyes? El padre dice que somos libres. Somos iguales que los españoles. Nuestros hijos irán a la escuela, tendremos trabajo, negocios, dignidad. ¡Nosotros determinaremos quién nos gobernará y, por tanto, gobernaremos!

Miré a la gente. Todos excepto los pocos conspiradores amigos del padre eran pobres aztecas y mestizos. Entre la clase trabajadora a los que llamaban peones, los rostros resplandecían de asombro.

—Pero primero debemos luchar.

No tengo claro quién dijo esas palabras.

Quizá fui yo.