OCHENTA

Dormía profundamente cuando los golpes en la puerta de la habitación de Marina nos despertaron. Salté de la cama y empuñé mi espada. Alguien gritó desde el exterior:

—Señorita, soy Gilberto.

—Es el encargado del establo —dijo Marina—. Debe de haber pasado algo.

—Los hombres del virrey me han seguido hasta aquí.

—Si es así, debes marcharte. El padre no les dirá que has estado aquí, pero quizá otros te hayan visto.

Me vestí de prisa mientras ella se dirigía a la puerta con una manta envuelta alrededor de su cuerpo desnudo.

Cuando volvió, me dijo:

—Traía un mensaje del padre.

—¿En mitad de la noche? ¿Qué dice?

—El padre dice que es hora de mojarnos los pies en el río de César.