Doña Josefa Ortíz de Domínguez, la corregidora de Querétaro, estaba en casa preparándose para recibir una visita: su joven amiga Raquel llegaba de Ciudad de México. Su marido entró en la sala y la sorprendió con grandes noticias. Como corregidor, era la figura administrativa de mayor poder en Querétaro y el mejor informado.
—Lo saben —le dijo Miguel Domínguez—. El plan ha sido denunciado a los gachupines.
—¿Cómo?
—Un traidor. Tengo una sospecha, pero no importa; había demasiadas personas involucradas.
—¿Qué harás?
—Arrestar a los conspiradores. El nombre de Allende fue el más destacado. Está en San Miguel. Enviaré a un mensajero para que le lleve al alcalde la orden de arresto.
—No puedes hacer eso; nosotros estamos entre ellos.
—No puedo hacer otra cosa. Por su bien y por el nuestro, debo seguir el procedimiento para detenerlo. Es mejor que los tenga yo en custodia que no los gachupines. Retrasaré los trámites y los ayudaré a inventar sus historias antes… de que se tomen medidas más drásticas.
Doña Josefa se persignó.
—Debemos avisar a nuestros amigos en San Miguel y Dolores, darles tiempo para que actúen antes de ser arrestados.
—Es demasiado tarde. Sólo podemos rogar para que las autoridades fracasen en sus investigaciones.
—Yo…
—No, no puedes involucrarte. Yo me ocuparé de que así sea.
La encerró en el piso de arriba. Ella estaba furiosa pero indefensa. Preocupada, se paseó arriba y abajo. Había que avisar a los conspiradores. Allende necesitaba saber que su arresto era inminente. Tenía que ir a Dolores y proteger al padre. Si no lo hacía, la revuelta estaba condenada.
«Ignacio», se dijo entonces. Debido a que su marido Miguel era el principal oficial de justicia, Ignacio Pérez, el jefe de la cárcel, vivía en la planta baja. Cogió la escoba y con el mango golpeó en el suelo un código que la mujer e Ignacio habían acordado por si ella o su marido lo necesitaban. Ignacio subió la escalera a la carrera y habló con ella a través del ojo de la cerradura.
Con una montura de refresco sujeta con una larga cuerda trenzada, Pérez cabalgó a San Miguel con el viento a su espalda y el miedo en el pecho. El mundo se derrumbaba a su alrededor. Había hablado de traición con otros, y ahora temía verse encerrado en su propia cárcel. No sólo su vida estaba en juego; también había comprometido el bienestar de su familia al asistir a reuniones donde él, doña Josefa, Allende y otros soñaban con una Nueva España donde las personas eran libres e iguales. Ahora era un fuera de la ley.
Ignacio Allende no estaba en San Miguel cuando llegó Pérez, pero encontró al amigo y conspirador de Allende, Juan Aldama.
—Allende ha ido a Dolores para hablar con el padre Hidalgo —le informó Aldama.
—Entonces debemos ir allí.