SETENTA Y OCHO

Dolores

Habían pasado dos años desde la última vez que había entrado en la ciudad de Dolores, en el Bajío. Entonces, el párroco aún creía que podía liberar a los aztecas de su esclavitud enseñándoles los oficios españoles. En realidad, había echado en falta al viejo. Mientras me acercaba a la ciudad, también comprendí que había echado de menos a Marina. Mi cabeza había estado tan obnubilada por los pensamientos sobre la hermosa pero superficial Isabel que no había mirado de cerca a dos fuertes y valientes mujeres, Raquel y Marina, que me habían ayudado en mis horas bajas y los momentos de mayor peligro.

Había superado mi enamoramiento con Isabel y, no obstante cada vez que pensaba en ella un puño me oprimía el corazón. No podía aceptar que me hubiera equivocado tanto al valorarla…, o que pudiera ser tan estúpido. Así y todo, no podía creer que ella me hubiese traicionado voluntariamente. Cuanto más lo pensaba, más me convencía de que su marido la había obligado. ¿Por qué si no lo había hecho? No era posible que me odiara tanto como para querer verme muerto. Obviamente, debía de ser obra del cabrón gachupín de su marido. Si bien había dejado la capital con el rabo entre las piernas, no había acabado con el marqués. Algún día regresaría para resolver el asunto.

Según Lizardi, los hombres del virrey no sólo habían destruido las empresas indias del padre Hidalgo, sino que también le habían prohibido volver a ponerlas en marcha con la amenaza de encarcelarlo. Al acercarme, vi que los viñedos y las moreras del padre habían desaparecido; los hierbajos crecían allí donde una vez habían prosperado las uvas. Tampoco había pilas de cacharros y materiales delante del edificio donde una vez habían fabricado la cerámica.

Un indio que dormía la siesta despertó al oír los cascos de Tempestad y entró a la carrera en el edificio que una vez había sido la bodega. Su lenguaje corporal me intrigó. Me había dirigido una mirada de sorpresa, como un centinela alerta a la presencia de intrusos. ¿Por qué necesitaba el padre un centinela? ¿Había vuelto a poner en marcha las industrias indias? Sacudí la cabeza. No sabía lo que estaba pasando, pero sí sabía que el sacerdote tenía todos los cojones que los dioses hubieran creado. Había desafiado a los gachupines una vez y quizá los estaba desafiando de nuevo. Raquel incluso había insinuado que estaba metido en algo poco usual, algo que podría hacer que el padre tuviera otra vez conflictos con el virrey.

Al detenerme delante de la bodega abandonada, salió el padre Hidalgo. Al verme, su ceño fruncido dio paso a una sonrisa de alegría.

—¿Qué creía, padre, que los alguaciles del virrey habían vuelto?

Se echó a reír y me dio un gran abrazo.

—Me sorprende que no hayas vuelto de la misma manera como llegaste, con los alguaciles pisándote los talones.

—Quizá eso no diste mucho de la verdad.

Mientras caminábamos a paso lento por el camino que una vez había estado bordeado de viñedos, le describí cómo había dejado Ciudad de México. No pareció sorprenderle que hubiese escapado de la ciudad con sangre en mi espada y órdenes de captura en mi estela.

—Ya estoy al corriente de tus acciones. Raquel me mantiene bien informado. En los últimos tiempos, tú has sido el tema principal. Me envió una nota hace dos días diciéndome que te esperase.

Levanté las manos en un fingido enojo.

—Todo el mundo sabe lo que haré menos yo. No tema, padre, no seré una carga. Sólo me he detenido para saludarlo a usted y a Marina y luego me marcharé con la primera luz, a menos, por supuesto, que se necesiten mis milagrosas habilidades médicas.

Se echó a reír.

—Ya veremos, ya veremos. —Caminaba con las manos entrelazadas a la espalda y la mirada en el suelo—. Desde tu regreso de España, no, perdón, desde tu nacimiento, los gachupines te han tratado de una forma abominable. Cuando abusan de aquellos a los que consideran inferiores, los gachupines ofenden a la gran dama, la Justicia. No se puede culpar a los gachupines por los actos de un hombre que afirmaba ser tu tío, pero el abuso que amontonaron sobre ti porque no eras un español de pura sangre es una injusticia en su forma más pura. Estás metido en el mismo saco que la mayoría de la gente de la colonia: nuestros aztecas, mestizos, mulatos y africanos. Incluso los criollos como yo mismo deben pagar tributo a su manera a los gachupines.

Mi indiferencia hacia el sufrimiento de la gente de Nueva España debió de mostrarse en mi rostro.

—Satisface la curiosidad de un viejo sacerdote —dijo el párroco entonces, sacudiendo la cabeza—. Mira en tu corazón y dime en qué crees.

—A diferencia de usted, padre, no creo que los hombres sean buenos por naturaleza. No creo en llevarles la justicia y la libertad a personas que ni siquiera saben el significado de esas palabras. Libertad, igualdad y fraternidad son palabras que los franceses dieron al mundo, y luego guillotinaron a miles de personas. He visto con mis propios ojos cómo los franceses violaban y saqueaban otro país. He visto a los valientes campesinos españoles, pobres locos que son, luchar para devolverle el trono a un notorio tirano y a un malvado traidor. No lucharé por una causa porque no creo que las personas por las que lucho se lo merezcan o les importe un ardite de mí.

—Entonces, ¿no crees en nada?

—Sí, padre, creo en Raquel, en Marina y en usted. Creí en un joven erudito llamado Carlos que estaba dispuesto a morir por mí. Creo en un guerrillero de Barcelona llamado Casio y en una puta de Cádiz que era más valiente y más patriota que todos los nobles españoles. Creo en las personas, no en las causas o en los lemas, no en las banderas o en los reyes. Creo en un amor por un amor, en una verdad por una verdad, una muerte por una muerte, un ojo por un ojo.

—Hijo mío, un ojo por un ojo nos deja muertos y ciegos.

—Padre, trato a las personas como ellos me tratarían a mí. No sé hacerlo de otra manera, y si es necesario, si debo luchar, atacaré primero.

—Dices que no lucharás por una causa. ¿Lucharás por tu derecho a ser tratado como un igual?

—Padre, soy un hombre. Espero ser tratado con el respeto y la dignidad con la que se debe tratar a todos los hombres. Mataría a cualquiera que desafiara ese derecho.

—Excelente, puesto que estoy necesitado de combatientes con experiencia. Por qué peleas es menos importante que tu voluntad de pelear. Ven conmigo, quiero mostrarte algo.

Me llevó de nuevo a la bodega. Abrió la gran puerta de madera y lo seguí al interior. Era una colmena. Dos docenas de hombres y mujeres, la mayoría aztecas, y un puñado de mestizos trabajaban a pleno rendimiento. Serraban, cepillaban y afilaban maderas en largas y delgadas pértigas.

—¿Están haciendo lanzas?

—Sí, amigo mío, lanzas con las que luchar contra la bestia salvaje, la bestia que camina sobre dos patas.

Luego seguí al padre al edificio que había servido como fábrica de cerámicas. En su interior se producían más armas: porras, hondas militares, arcos y flechas. Cogí un arco y probé su fuerza. Había cazado muchas veces con arco y flecha, uno hecho por los indios apaches en la desierta región al norte del Bajío. Los arcos apaches que usaba eran muy superiores a los que la gente del padre producía.

Hasta el momento, el sacerdote no me había dicho por qué estaba reuniendo ese arsenal y por qué necesitaba combatientes. Yo había llegado a una conclusión sobre el porqué, pero era tan estrafalaria que me la callé y esperé a que él me lo dijese. Sin embargo, primero tenía otro edificio más que mostrarme, el almacén de adobe donde una vez habían tejido seda.

—¡Dios mío! ¡Cañones!

Miré incrédulo el trabajo que allí se hacía. Los «cañones» no estaban fundidos en bronce o hierro, sino hechos de árboles de madera dura en cuyo centro los trabajadores habían perforado un agujero. Para reforzar estos cañones de madera, los hombres del padre les ponían ajustados flejes de hierro. Hidalgo me cogió del brazo.

—Ven, amigo, prueba el néctar de las uvas conmigo. Todavía tengo unas pocas botellas del vino hecho con mi propia uva.

Marina me esperaba en la rectoría, los brazos en jarras y una mirada desafiante que decía: «Ese cabrón ha vuelto». Nos saludamos el uno al otro formalmente, casi como adversarios. Sin embargo, vi en sus ojos que se alegraba de verme.

—Te has hecho más hermosa, trascendiendo incluso el encanto eterno que exhibías la última vez que estuve aquí —dije.

—Y tú eres aún más mentiroso de lo que recuerdo.

—Marina, ¿dónde están tus modales? Juan es nuestro huésped.

—Tendría que decirle a su ama de llaves que escondiese la plata, padre.

Cuando pasaba por su lado, me cogió la mano y le dio un apretón. Contenía las lágrimas. Discutíamos de buen humor, pero la última vez que la había visto yo la estaba defendiendo del ataque de aquellos animales de dos patas. El recuerdo de esa brutalidad era algo que ella no olvidaría, y yo tampoco.

Los tres nos sentamos a la mesa de la cocina del padre. Él sirvió vino para todos y dejó la botella en el medio.

—Primero, un brindis: por nuestro héroe americano en la guerra contra los franceses.

—No soy un héroe —repuse. Tampoco protesté con mucha fuerza, pero deseaba que las personas decidiesen por sí mismas lo que era. En Guanajuato era escoria lépera. En Cádiz, un español de las colonias. En Veracruz, un mexicano. En Ciudad de México, un peón. En Dolores era un americano.

El padre y Marina habían cambiado en mi ausencia. Se habían vuelto más graves, menos optimistas.

—La otra vez que estuve aquí, no hablaban más que de grandes esperanzas y nobles sueños.

—Esos sueños están muertos —afirmó el padre—; ahora una visión más violenta ha ocupado su lugar.

El cura y Marina intercambiaron una mirada antes de que él prosiguiese.

—Puede confiar en él —dijo Marina.

—No dudo de su lealtad, pero sé que desafiará mi cordura. Juan, debes de haber oído que la Junta de Cádiz ha otorgado a las colonias el derecho a la representación política.

—He oído que el virrey no hace caso de la proclamación de la Junta.

—La Junta también miente. La proclamación sólo pretende tranquilizarnos. Después de que los españoles expulsen a los franceses de la Península y una vez que tengamos de nuevo un rey, él también repudiará la proclamación. Sus promesas de libertad no son nada más que huesos arrojados a un perro azotado.

Sonreí.

—Yo he llegado a la misma conclusión, pero la gente de la capital da importancia a las mentiras de España.

—He pasado la mayor parte de mi vida valorando la relación entre España y nosotros, los americanos. Tenía catorce años cuando por primera vez reparé en el apretado yugo que los europeos mantienen sobre nosotros. Vi a mis maestros jesuitas expulsados de la colonia porque el rey no quería que educasen a los indios. Eso sucedió hace más de cuatro décadas. Ahora soy un hombre que se acerca a la sesentena. Desde aquel entonces, la mayor parte de la población de la colonia, los aztecas, los mestizos y otras sangres mezcladas, no han progresado ni una coma. —Apoyó las manos en la mesa—. Sinceramente, Juan, en los casi trescientos años que han pasado desde la gran conquista de Cortés, poco ha cambiado para los americanos. Los gachupines no quieren que las cosas cambien.

—El padre creyó que podría cambiar la manera en que los españoles nos tratan a través de mostrarles que éramos tan capaces como ellos. —Marina sacudió la cabeza—. Ya viste cómo lo trataron.

—Los gachupines nunca nos dejarán libres sin combatir. —El padre me miró con atención—. Para ganar nuestra libertad, debemos derrotarlos en el campo de batalla.

—Padre, siento un gran respeto por su humanidad y su inteligencia, pero los cañones de madera, las lanzas y las hondas no son las armas de la guerra moderna. ¿Es consciente del alcance de una buena pieza de artillería española? ¿De un mosquete?

—Esas cosas de las que hablas ya las discutiremos luego más a fondo, amigo mío, pero lo que tenemos en nuestra armería es lo que Dios nos provee.

—Dios no librará esta guerra.

—El padre no es un loco —señaló Marina—. Sabe que las lanzas no son mejores que los mosquetes.

El párroco le palmeó el brazo.

—No pasa nada; Juan formula preguntas que debemos responder. Tenemos un plan, aunque no sea uno que Napoleón aprobaría; ni siquiera a mis aliados criollos que son oficiales en la milicia les gusta, pero este plan representa la única oportunidad real que tenemos. Los americanos de la colonia superan en número a los gachupines, cien a uno, y la mayoría son peones. Los criollos tienen el dinero y los recursos necesarios para expulsar a los gachupines. No obstante, no lo harán porque tienen mucho que perder.

»La terrible tarea de la guerra sangrienta recae en las personas que no tienen nada que perder salvo sus vidas: los aztecas y los peones. Por desgracia, también son los que carecen de armas y formación para librar una guerra, pero sólo ellos tienen la voluntad de derribar esta tiranía. Una vez que los indios se alcen en armas y demuestren a los gachupines que se los puede derrotar, los criollos se unirán y nos ayudarán a ganar la guerra. Juntos como hermanos, todas las clases se unirán para gobernar la nueva nación.

—¿Cuándo comenzará esa insurrección?

—Es una revolución, no una rebelión. La teníamos planeada para dentro de tres meses a partir de hoy, en diciembre, pero las previsiones han cambiado.

Escuché en silencio mientras Hidalgo planeaba su guerra contra los gachupines. Ya había confiado sus intenciones revolucionarias a Marina y a los indios y los mestizos leales que habían trabajado en sus talleres de cerámica y seda y en la bodega de vino. Traer trabajadores al rebaño era necesario para fabricar armas. El arsenal llevaba en marcha varios meses. Él y un pequeño grupo de oficiales criollos de la milicia —ninguno con un rango superior al de capitán— encabezarían la revuelta.

—Queríamos iniciar nuestra campaña en la fiesta de San Juan de los Lagos —dijo el padre.

Yo había estado en la fiesta muchas veces. Un gran acontecimiento en el Bajío tenía lugar en la primera quincena de diciembre; entre treinta y cuarenta mil personas, la gran mayoría peones, asistían a la fiesta. El padre podría reclutar a miles de ellos para su causa, además de «requisar» los suficientes caballos y mulas para equipar a un ejército de caballería.

—Estoy seguro de que habrás presenciado la ceremonia de la Virgen de la Candelaria —dijo el padre.

Las «milagrosas» apariciones de la Virgen María, por lo general vinculadas a la curación, ocurrían por toda la colonia. La Virgen de la Candelaria había sido originalmente una burda estatuilla a la que se atribuía la milagrosa salvación de una niña que, al caerse, había sido atravesada por cuchillos.

Esas milagrosas apariciones asombraban mucho a los indios. En tiempos de grandes peligros —hambrunas, huracanes, plagas—, las autoridades sacaban del templo las efigies de la Virgen e imploraban misericordia.

—La feria proveerá monturas, reclutas y un hacedor de milagros —comenté, sin ocultar mi admiración por la astucia del plan del padre.

—Me temo, sin embargo, que una demora de tres meses podría poner en peligro nuestra causa. Hemos fabricado muchas armas. Si las lenguas que hablan demasiado nos traicionan, tantos meses de trabajo no habrán servido de nada. Cuando se corrió la voz, las autoridades aplastaron una conspiración similar de los oficiales de la milicia en Valladolid. Por tanto, comenzaremos a principios de octubre, dentro de unas pocas semanas. Haré todo lo que esté en mi mano para evitar el derramamiento de sangre inocente, pero habrá un momento en que se deba derramar sangre, para que la libertad pueda nacer. Habrá un momento en que, como César, tendremos que cruzar el Rubicón y luchar, o vivir nuestras vidas sometidos a los tiranos. —Descargó un puñetazo sobre la mesa—. Si la historia nos enseña algo es que las personas deben luchar para ser libres.

La enormidad de las intenciones del padre acabó por calar en mí. Estaba sentado en una casa parroquial de una pequeña ciudad, y escuchando a un párroco y a una india explicar cómo iban a expulsar a los españoles de la colonia. Ya tenían un arsenal de armas primitivas, y la guerra comenzaría al cabo de unas semanas.

¡Dios mío! Santa María, Madre de Dios…

—Crees que nuestro plan es una locura, ¿verdad?, que un sacerdote no es capaz de reunir y comandar un ejército, de ganar batallas contra tropas preparadas.

—Padre —respondí, sacudiendo la cabeza—, hace un año me hubiera mondado de la risa ante la idea de un sacerdote expulsando a los gachupines con indios armados con lanzas y hondas. Pero hace poco he estado en España. Allí, muchos jefes guerrilleros eran sacerdotes, y a menudo las bandas tenían armas que no eran mejores que las que usted fabrica. Los ejércitos contra los que luchaban, y todavía luchan, son considerados los mejores del mundo, no los soldados mal armados y peor formados que manda el virrey.

Sus facciones se iluminaron ante mi descripción de la guerra en la Península.

Levanté mi vaso de vino.

—¡Brindo por su coraje y su decisión! Antes le he dicho que no lucharía por una causa, pero lucharé por usted y Marina. Ustedes son mi causa.

Esa noche, Marina y yo nos reunimos, ansiosos pero titubeantes amantes separados durante mucho tiempo. Una vez agotado el deseo, yací en la cama, Marina en mis brazos, sus cálidos pechos apretados contra el mío.

—¿De verdad puede un simple párroco de Dolores expulsar a los gachupines y cambiar la colonia?

—Un insignificante joven de Córcega puso a los reyes de rodillas y se apoderó del trono francés. No es el tamaño de los hombros de una persona o su riqueza lo que sacude el mundo, sino el tamaño de sus ambiciones. Todo lo que nuestra gente necesita es un sueño de libertad y la fe de que pueden ganar. El padre puede darles ese sueño; el padre puede darles la fe.