SETENTA Y SIETE

Mi gran día por fin había llegado. Un soborno a su doncella había hecho que una nota llegara a manos de Isabel, y ella respondió, aceptando el encuentro. El pergamino llevaba su perfume a rosas. El olor me trajo recuerdos de Isabel en su carruaje en Guanajuato y su cristalina risa…, y de Juan de Zavala, caballero, príncipe del paseo, erguido en su caballo.

«Bruto, que te pudras en el infierno con un martillo machacándote los cojones una y otra vez».

No, mejor, en mi lecho de muerte le rezaría a Dios para que me concediera unos pocos minutos a solas con él.

El lugar de encuentro que Isabel había elegido estaba fuera de la ciudad, en la colina Chapultepec, a una hora a caballo al oeste del centro de la ciudad. Chapultepec significa «colina del saltamontes» en la bárbara lengua azteca. Con una altura de unos sesenta metros ofrecía una fantástica vista detallada de la ciudad y el valle de México desde su cumbre: los canales y las calzadas, los lagos moribundos, las innumerables iglesias, casas grandes y pequeñas, seminarios y conventos de monjas, y los dos grandes acueductos que serpenteaban a través de la llanura. Un templo azteca se había alzado una vez en la colina. Allí habían construido un palacio de verano para el virrey, pero todos sabían que la estructura era en realidad una fortaleza, un lugar adonde el virrey pudiese retirarse cuando el clima político se calentaba demasiado.

Mientras cabalgaba hacia el lugar del encuentro, pensé en el marido de Isabel. Durante mi permanencia en España había llegado a admirar muchas cosas de los españoles y la cultura que aportaban a la colonia. Pero respetaba a las personas, no a los gobernantes y la aristocracia rural. Después de que los gachupines me hubieron rechazado como a un leproso en la colonia, y después de ver cómo la clase alta española en Europa acumulaba y ocultaba sus riquezas mientras el pueblo llano que no tenía nada más que su coraje luchaba contra Napoleón con uñas y dientes sin su ayuda, tampoco sentía respeto por la clase gobernante española. Por las charlas en las calles y la posada, me enteré de que el marqués era el típico noble español machista y pretencioso. Conocía a los de su clase muy bien, por haber tratado con hombres como él en mis días de gachupín.

Su notoria vanidad me recordaba la historia de dos altivos gachupines que habían entrado en un angosto callejón en sus carruajes al mismo tiempo. Al entrar por direcciones opuestas, ambos hombres rehusaban dar marcha atrás, insistiendo cada uno en que el otro lo hiciese. Llegada la noche, ambos seguían aún allí, negándose a dejar el carruaje. Sus amigos les llevaron comida y también mantas y almohadas para los carruajes, y los dos gallitos españoles se prepararon a esperar que el otro desistiese. A medida que pasaban los días, el incidente se convirtió en un acontecimiento célebre que atrajo a miles de personas al callejón. Después de cinco días de estupidez, el virrey intervino y ordenó que los dos retrocedieran, a la misma velocidad.

Un hombre de verdad hubiera resuelto el tema con una machada —un acto de valor o un comportamiento propiamente masculino—, y mi manera hubiera sido en el campo del honor con pistola o espada.

Isabel eligió un pabellón de piedra para nuestro encuentro, una construcción que una vez había pertenecido a una familia que cuidaba los jardines del parque. El lugar había sido un proyecto del virrey Iturrigaray, pero después de que el virrey fue enviado de regreso a España, caído en desgracia por jugar con la idea de convertir la colonia en un dominio particular, el parque y el pabellón de los jardineros fueron abandonados. Yo sabía algo del lugar porque lo había visitado horas antes para asegurarme de conocer el camino; el encuentro con mi amada estaba fijado para el atardecer, y no quería llegar tarde. Admito que tenía la ilusión de encontrar una cama en el pabellón abandonado.

Cuando llegué al sendero de tierra que cruzaba el parque, vi su carruaje junto a la casa. Me apresuré a poner a Tempestad al galope. Isabel salía de un bosquecillo cuando me acerqué al pabellón. Desmonté y até mi caballo a un poste junto a la puerta principal, pero no corrí hacia ella. De pronto tuve miedo al rechazo.

Ella se acercó al poste. Parecía un tanto desconcertada.

—Llegas temprano, Juan.

Me encogí de hombros.

—Así estaremos más tiempo juntos —repuse—. Dios mío, Isabel, eres todavía más hermosa.

Su melodiosa risa me hizo estremecer.

—Pues tú pareces más que nunca un renegado y un bandido.

—No, dijiste que yo era un lépero, ¿lo recuerdas?

—Eso también. —Agitó el abanico delante de su rostro—. Te diré una cosa: se te ve mucho más varonil. Siempre fuiste un apuesto truhán, pero ahora pareces un hombre de acero. No me asombra que asustaras a los caballeros del paseo.

—Isabel…, mi amor…, nunca he dejado de pensar en ti.

Ella echó a andar lentamente hacia su carruaje. Yo no quería que se acercara al vehículo, ya que el cochero podría vemos y oímos.

—¿Te apetece dar un paseo? ¿Quieres echar un vistazo a la casa?

—No, no puedo quedarme mucho.

Cuando ya se acercaba a la puerta del carruaje, la sujeté por el brazo y dije:

—Mira. —Hice un gesto hacia mis pies.

Su abanico se movió de nuevo.

—¿Que mire qué?

—Mis botas.

—¿Tus botas? —Se encogió de hombros—. Pareces obsesionado con ellas. ¿Es que no puedes comprarte otro par? He oído decir que eres muy rico… O quizá no sea cierto y por eso no has podido permitirte traerme un regalo.

¡Qué imbécil había sido! No le había llevado ningún regalo. Debería estar cubriéndola de joyas.

—Lo siento, perdóname. Pero mira, ¿no reconoces las botas?

—¿Por qué estás tan interesado en esas botas viejas?

—Son las que tú me diste cuando estaba en la cárcel.

Ella se rió, pero no había música en su risa, sólo desprecio.

—¿Por qué iba a regalarte yo unas botas?

—Yo… creía… —Se me trabó la lengua. Mi encuentro con ella no iba bien. Había soñado con ese momento durante centenares de noches, y ahora me sentía como si me estuviera hundiendo en arenas movedizas.

Ella subió al coche de caballos y cerró la puerta. La miré, desconcertado.

—No puedes irte, acabamos… —dije.

—Llego tarde a un compromiso social. —Sus ojos eran inexpresivos como los del monstruo de Gila, su voz dura y distante.

El carruaje se movió y advertí que el cochero había hecho una pausa a la hora de usar el látigo para mirar más allá de mí. Luego se levantó de un salto en el pescante, hizo restallar el látigo sobre las mulas lo bastante fuerte como para despertar a los muertos y los animales tiraron con fuerza.

Al atisbar por encima del hombro hacia donde había mirado el cochero, vi que una línea de jinetes se acercaba a mí sigilosamente: eran cinco, enmascarados y con las espadas desenvainadas. Yo iba desarmado, excepto por el puñal en la bota; mi espada estaba en la montura de Tempestad.

Corrí hacia mi caballo mientras los jinetes cargaban. En el momento en que se me acercó el primero, me volví bruscamente y grité, agitando el cuchillo y la mano libre. El caballo se espantó y chocó contra los demás. Si un hombre le hubiera hecho eso a Tempestad, el semental lo habría arrollado, pero esos caballuchos de paseo no eran corceles.

En el mismo momento en que soltaba del poste las riendas de Tempestad, otro jinete me atacó, blandiendo su espada. Me metí debajo del vientre del animal, y Tempestad descargó una coz contra el caballo del jinete cuando le rozó la grupa. Ahora los cinco enmascarados se sumaban al ataque. Rodeado por cinco caballos y hombres que esgrimían espadas, Tempestad no estaba de buen humor. Media cabeza más alto que los caballos mestizos, los golpeó implacablemente con sus cascos herrados. Me colgué de las riendas con alma y vida mientras Tempestad corcoveaba, pateaba y soltaba mordiscos a las otras monturas. Desenvainé mi espada, pero ésta salió volando cuando intenté montar. Me sujeté del pomo y logré subir al caballo. Luego Tempestad y yo galopamos en dirección al bosquecillo más cercano.

Un jinete se lanzó hacia mí. Inclinado hacia adelante en la silla, descargó un golpe con la espada. Yo todavía tenía el puñal en mi mano, y en el último segundo desvié el golpe. Al rozar mi muslo, la espada hizo brotar la sangre. Mientras tanto, el jinete pasó al galope. Al volverse, se preparó para atacarme desde otro ángulo.

De pronto otro hombre cargó contra mí como salido de la nada, y me apresuré a detener a Tempestad detrás de un árbol. En su carga, su caballo tropezó y ambos cayeron entre los árboles rodeados por densos matorrales. Sin soltarme del pomo, me agaché para coger una corta y gruesa rama y apunté al asesino atrapado en el matorral con la intención de destrozarle la cabeza. Cuando me vio venir, montó de nuevo en su animal todavía metido entre las zarzas y, con la espada, se preparó para mi ataque. La rama pasó volando por su lado, pero en el segundo que tardó en agacharse, tuve tiempo para sujetarlo y arrancarlo de la silla. Golpeó contra el suelo con todo su peso y yo me arrojé sobre él, clavando mi rodilla en su tripa. El aire escapó de sus pulmones con un silbido. Lo despaché con su propia espada. Luego la sujeté con los dientes y monté a Tempestad. No era una buena espada militar, una hecha para el verdadero combate, sino un estoque de fantasía, del tipo que los señoritos del paseo llevaban de adorno. En mi mano experta, sin embargo, podía decapitar a un cerdo. Necesitaría de esa habilidad. Dos de los jinetes cargaban contra mí, aunque aún estaban en desventaja debido a la densa maleza y los árboles. Uno de los jinetes me apuntó con su pistola, tan cerca que el cañón parecía tan grande como mi tumba abierta. Disparó, pero su puntería se desvió por el movimiento de su montura. En lugar de herirme en el pecho, la bala impactó en mi pierna. Luego el tipo invirtió el arma y continuó el ataque, moviendo la pistola como una hacha de combate. Repliqué con el estoque. Soltó un alarido cuando le corté el brazo a la altura del codo.

El alarido hizo que los otros tres atacantes se detuvieran para reagruparse. No me importó. Clavé las espuelas a Tempestad para ir hacia el más cercano. Al volverse para escapar, su caballo se asustó, retrocedió y luego se levantó sobre las patas traseras, lanzándolo al suelo. Ahora estaba solo. Sus dos compañeros huían a uña de caballo, abandonando a su camarada con la intención de salir del bosque cuanto antes.

Fui a por el hombre que estaba en tierra. Él corrió, se ocultó detrás de un árbol, pero seguí persiguiéndolo. Cuando me acerqué, estaba de pie, intentando esquivar el arco descendente de mi espada. Con el deseo de decapitarlo, lancé el golpe y fallé. Me miró mientras escapaba, agitando los brazos, gritando de terror…, y se dio de bruces contra un árbol. Quedó tendido al pie del mismo, inmóvil como la muerte, sin sentido. Lo dejé allí desarmado, sin caballo e inconsciente.

De regreso a la ciudad, no vi señal alguna de los jinetes o del carruaje de Isabel. Las heridas de mi pierna sangraban, el tajo era la más severa de las dos; la bala sólo me había rozado. Con un pañuelo improvisé un torniquete en la herida de la espada. No era tan grave como la del hombre al que le había cortado el brazo. Se estaba muriendo, y no sólo porque sus amigos lo habían abandonado sin detener la sangría, sino porque un corte en la articulación era como una sentencia de muerte.

No sentía la menor compasión por él. Era un perro cobarde. Él y sus inútiles amigos me habían atacado cinco contra uno. Mi muerte hubiese sido un asesinato puro y duro. Atacar a un hombre solo en grupo, como coyotes, era algo inherentemente deshonroso. No había visto sus rostros, pero sabía quiénes eran o lo que eran: los señoritos del paseo.

El hecho de que hubiera sido atacado por un grupo de cobardes me enfurecía. Pero lo que me atormentaba hasta la médula no era su traición o la dolorosa herida de mi pierna, sino la deslealtad de Isabel. ¡Ay de mí! La mujer a la que amaba me había llevado a una cita donde debía ser asesinado. ¿Cómo podía haber cometido ella ese crimen? El único motivo que podía imaginar para que Isabel cooperase con los cobardes era que su marido la había forzado. Su esposo debía de haberle hecho cosas terribles para forzarla a la traición.

Mientras luchaba para buscarle excusas, las terribles palabras que había dicho aún resonaban en mis oídos y me destrozaban el corazón. Se había burlado de las botas que me había dado. Claro que el cochero estaba al alcance del oído y sin duda ahora mismo estaba informando al marido de todo cuanto había dicho. Así y todo, la crueldad de sus palabras y el desprecio de su risa me rompían el alma. Pero entonces recordé la forma en que me había mirado al salir de aquel bosquecillo mientras caminaba hacia mí delante de la casa: el pelo dorado, esa bella sonrisa, esos ojos inolvidables…

—¡Isabel! —le grité a la noche—. ¿Qué te han hecho?

Prudentemente, no volví a mi casa ni tampoco intenté escapar. Había perdido demasiada sangre. En cambio, acudí a la única mujer en este mundo que tenía menos razones que nadie para ayudarme pero que tenía un corazón sincero.

Raquel escondió a Tempestad en el establo de un amigo.

—Andrés Quintana Roo, un miembro del club literario al que pertenezco, oculta tu caballo —me explicó cuando desperté a la mañana siguiente en su cama.

—Te he estropeado las mantas. —Había cesado la hemorragia, pero no antes de ensuciar la cama.

—Las mantas se pueden lavar. —Titubeó—. Han quemado tu casa. La versión oficial es que te has vuelto loco y has atacado a inocentes criollos desarmados.

—Sí, y luego quemé mi casa.

—Sí, eso también.

—¿También maté a viudas y huérfanos?

—Los rumores crecen como la hiedra.

—Estás siendo evasiva. Cuéntame lo que se rumorea.

Ella exhaló un suspiro y evitó mirarme a los ojos.

—Dilo. Puedo soportarlo; soy todo un hombre.

—Serás muy hombre, pero tienes muy poco seso. Los gachupines han hecho correr la historia de que llevaste a Isabel al campo con la amenaza de que asesinarías a su marido. Dicen que los caballeros, al pasar por el lugar, la encontraron forcejeando contigo…

—Mientras yo intentaba violarla…

—Sí, mientras intentabas violarla. Acudieron en su ayuda, desarmados, y tú los atacaste. Mataste a dos de ellos, heriste gravemente a un tercero, y luego escapaste antes de que pudieran atraparte.

—Raquel, ¿en toda tu vida, alguna vez has visto a un caballero que vaya a alguna parte sin una arma?

—No me creí ni una palabra de la historia, ni otros tampoco. Pero la mayoría de la gente cree lo peor. Si te atrapan…

—No habrá juicio, ninguna oportunidad de defenderme. —Ni tampoco dinero para comprar «justicia». El virrey se apoderaría de mi carta de crédito.

No podía quedarme con Raquel. Sólo conseguiría su ruina si me sorprendían en su casa. Ella estaba dispuesta, pero yo no podía ponerla en peligro.

—No podrás dejar la ciudad montado en tu caballo. Tempestad es demasiado visible, demasiado llamativo. Lo he discutido con los amigos del círculo literario…

—¿Con Lizardi?

—No, todos sabemos que se va de la lengua. Mañana mis amigos disfrazarán a Tempestad y saldrán de la ciudad con uno de ellos montado en el semental. Lo dejarán en el rancho de un amigo mío.

—Adviérteles que lo monte el mejor jinete.

—Eso ya lo saben. Su mal carácter es tan famoso como el tuyo. Sacarte de la ciudad no será difícil. Leona Vicario nos recogerá en su carruaje. Podrás tenderte en el suelo hasta que crucemos la calzada. Ella y su familia son muy conocidos y respetados en toda la ciudad.

—¿Están revisando los carruajes y los carros?

—No, todo el mundo cree que has huido de la ciudad. Pero no podemos arriesgamos a que alguien te vea por accidente.

—Esos amigos tuyos, los lectores, ¿por qué me ayudan?

Ella titubeó de nuevo.

—Sopla un nuevo viento por la colonia, uno que esperamos que se lleve lo viejo y traiga lo nuevo.

—¿Te refieres a la revolución?

—No sé a lo que me refiero, pero entiende esto: has sufrido en carne propia la injusticia y has sido testigo de primera mano de los males sociales cometidos contra otras gentes. Todavía no has tomado partido por nadie excepto por ti mismo. Les dije a mis amigos que algún día adoptarás una postura y que, cuando lo hagas, todo el poder y la furia del hombre más duro de Nueva España estará con nosotros.

Leona Vicario me recordaba mucho a Raquel. Como ella, era valiente, muy intelectual y de hablar claro. Ambas me acribillaron a preguntas sobre las condiciones en España. Leona se echó a llorar al oír mis descripciones de las atrocidades cometidas contra el pueblo español y las heroicidades de las familias que defendían sus hogares contra los invasores.

No discutimos en el carruaje adónde iba, pero Raquel había hecho antes una sugerencia.

—Ve a Dolores —dijo—. El padre se alegrará de verte.

—No, llevaría problemas a la casa del sacerdote.

—Los problemas ya están en su casa. Te hablé de los vientos que soplan en la colonia; algunos de ellos son malos vientos. Quizá muy pronto necesite una espada fuerte a su lado.

Como siempre, hablaba con acertijos y misterios. Sabía que algo se estaba cociendo, pero no me dijo nada más.

Cuando llegamos al rancho, abracé y besé a Leona y a Raquel por haberme rescatado.

—Comprended esto, hermosas damas: me queda poco en este mundo de valor material, pero gracias a vosotras todavía tengo una espada y un brazo fuerte para usarla. Si alguna vez me necesitáis, enviadme un mensaje. Vendré a vosotras. Vuestros enemigos serán mis enemigos. Lucharé por vosotras y, si es necesario, moriré por vosotras.

—Puede que encuentres que algún día tu oferta será aceptada, Juan de Zavala —manifestó Leona—. Pero con un poco de suerte, no la parte de morir.

Raquel me acompañó al establo y permaneció allí mientras ensillaba a Tempestad.

—No sé cómo darte las gracias —dije.

—Ya lo has hecho. Has dicho que lucharás e incluso morirás por mí. Aparte de darle su amor, un hombre no puede darle a una mujer mayor honor.

Desvié la mirada, avergonzado. Ella sabía por qué no podía profesarle mi amor.

Monté al semental, que cruzó al paso el patio. Cuando me volví para saludarla por última vez, ella volvía la esquina donde estaba su carruaje, una hermosa figura con un vestido negro que volvía una esquina.

La visión me alcanzó como un rayo del infierno. Me quedé de piedra, sin aliento, y luego galopé hasta ella. Raquel se volvió junto a la puerta del carruaje.

—¿Qué pasa, Juan?

—Gracias por las botas.

Las lágrimas asomaron a sus ojos.

—Puedes agradecérselo a mi padre. Él hubiera querido que las tuvieras. ¿Sabías que te admiraba de verdad?

—Raquel…

—No, es cierto. No sentía el menor respeto por los caballeros, que no hacían otra cosa más que vestirse como payasos y desfilar arriba y abajo por el paseo. Decía que tú eras diferente, que cabalgabas mejor que un vaquero y disparabas mejor que un soldado.

La dejé con las lágrimas corriendo por sus mejillas. Las lágrimas también asomaban a mis ojos, pero os aseguro que sólo porque el viento los había llenado de polvo. Soy un hombretón, y los hombres como yo no lloran.