Humberto, marqués del Miro, entró en el dormitorio de su esposa y se le acercó por detrás cuando la doncella acababa de vestirla. Isabel llevaba un vestido de seda color plata con un bordado de hilo de oro y gran profusión de joyas. Mientras la mujer admiraba su cabellera dorada larga hasta la cintura, la doncella le puso una mantilla negra sobre la cabeza y los hombros. Isabel se miró al espejo, complacida. El pelo rubio claro estaba ahora de moda, e Isabel había importado de Milán un elixir alquímico que había dado a sus trenzas un color dorado resplandeciente.
La boda le había sentado bien a Isabel. De soltera en Guanajuato, había sido delgada. Desde el casamiento, había engordado cinco kilos, que la había rellenado en los lugares correctos, haciéndola todavía más bella.
Al mirar a su esposa, Humberto sintió el orgullo de un propietario, la misma clase de placer que sentía cuando contemplaba su residencia palaciega y su establo de caballos purasangres. Consideraba a Isabel como la mujer más hermosa de la colonia, una esposa adecuada para un noble español, incluso para un rey.
Hijo mayor de una noble familia que había perdido el favor real antes de su nacimiento, Humberto había viajado a la colonia para valerse de su posición social y recuperar la fortuna de la familia. Sólo tenía veintiún años cuando se casó con una viuda rica que le doblaba la edad. Por desgracia, la viuda vivió otros veinticinco años, así que tenía cuarenta y siete cuando se hizo con el control de la gran fortuna dejada por el primer marido, un gachupín que había aprovechado su posición como ayudante del virrey para amasar una enorme riqueza especulando y manipulando el mercado de trigo.
Los puntos fuertes de Humberto eran el vestuario, el lenguaje, los modales y la condición de noble. No sabía nada de administrar el dinero, y con mucha sabiduría había dejado que la viuda controlara su fortuna. Ella había conseguido que creciera un poco durante su vida, pero desde su muerte y con su segunda boda con la hermosa Isabel la fortuna había mermado. Las malas inversiones por su parte, unidas al extravagante estilo de vida de su esposa y las pérdidas en el juego, habían reducido sustancialmente sus ingresos y sus propiedades. No había compartido sus pesares económicos con Isabel porque ése no era un tema del que un hombre hablara con su esposa. En cualquier caso, ella sabía menos de asuntos financieros que él mismo.
—Estás preciosa, querida —le dijo a Isabel—. Pero no son los vestidos. Serías la mujer más hermosa de la colonia incluso si vistieras con harapos.
—Eres demasiado bueno, Humberto. ¿El joyero ha enviado ya mi nuevo collar? Quiero llevarlo al teatro mañana por la noche.
El marqués torció el gesto ante la mención de la joya. Tenía dificultades para pagar el precio.
—Llegará mañana.
Luego le hizo un gesto para que Isabel despachara a la doncella. En cuanto la criada se hubo marchado, añadió:
—Lamento mucho que se te haya pedido que te encuentres con ese hombre. —Sacó pecho—. Le atravesaría el corazón de un disparo en el campo del honor, pero, como sabes, el virrey ha dado orden de que ningún español se manche las manos con la sangre plebeya de ese individuo.
Ella exhaló un suspiro.
—Es curioso. Juan era un perfecto caballero un día, y un peón al siguiente. Pero supongo que fue el deseo de Dios. Querido, ¿podrías conseguir que el joyero hiciese unos pendientes de diamantes a juego con mi nuevo collar?