SETENTA Y CINCO

Raquel sabía que el tema de conversación en su círculo literario de aquella noche iba a ser la sensación que Juan de Zavala había causado en el paseo.

Para ocultar sus verdaderos propósitos, el grupo se llamaba a sí mismo Sociedad Literaria Sor Juana. Si bien era cierto que se reunían y hablaban de libros, también se valían con frecuencia de sus reuniones para tratar de temas políticos y sociales que estaban en la lista de cosas prohibidas del virrey y el cardenal. Los miembros compartían las mismas ideas políticas. La Ilustración y las grandes revoluciones en Francia y Estados Unidos los habían sacudido intelectualmente.

Algunas asociaciones utilizaban nombres de santos, pero Raquel y su íntima amiga, Leona Vicario, creían que era una hipocresía nombrar a su sociedad con el nombre de un santo cuando uno de sus propósitos era debatir y quejarse de las restricciones al pensamiento libre que imponía la Iglesia. Así que habían escogido el nombre de la gran poetisa mexicana.

Andrés Quintana Roo, un brillante y joven abogado que se sentía atraído intelectual y románticamente por Leona, consideraba que el nombre de Sor Juana para su sociedad era una broma a costa de la Iglesia. «Escribió su renuncia a la vida intelectual con sangre debido a las críticas de la Iglesia», decía.

Once miembros de la sociedad estaban presentes esa noche, incluido el autoproclamado Pensador Mexicano. Como Raquel le había dicho a Juan, sus miembros ponían freno a sus opiniones políticas cuando aparecía Lizardi. Esa noche, sin embargo, la conversación era más personal que profunda.

—En todas las casas de la ciudad están discutiendo ahora las acciones de Zavala —comentó Quintana Roo.

Ninguno de ellos sabía que Raquel había estado prometida una vez a Juan, ni siquiera Lizardi. Juan le había dicho a Raquel que nunca le había mencionado al escritor que la conocía.

—Los gachupines están muy inquietos —dijo Leona—. La Junta de Cádiz ha dado a la colonia plena representación política, pero el virrey y sus sirvientes peninsulares no han hecho caso del decreto, poco dispuestos a que los nacidos en la colonia tengan los mismos derechos que ellos. Pero ese aventurero, Zavala, les ha causado un sinfín de preocupaciones. Un peón que primero es un héroe en España y que después humilla a tres caballeros que lo asaltan en el paseo… Los gachupines no tolerarán, no pueden, que semejante rebeldía no sea castigada.

—Los gachupines temen que Zavala, al reclamar un asiento en su mesa —señaló Lizardi—, inspire a los peones en todas partes.

—Ha ofendido a cuatro caballeros —dijo Leona—. Se acercó a la esposa del marqués del Miro antes de humillar a los tres caballeros. Eso es muy embarazoso para el marqués, porque es sabido que su esposa Isabel permitió que Zavala la cortejase cuando ambos vivían en Guanajuato. De haber sido un español quien la hubiera abordado, hubiese habido motivos para un duelo.

—He oído decir que el marqués pasa por dificultades económicas, no sólo como resultado de sus malas inversiones, sino también por las extravagancias de su esposa —apuntó Lizardi—. La mujer no tiene coto en sus gastos y sus amantes. Se rumorea que Agustín de Iturbide, un joven oficial de un regimiento de provincias, es su actual amante.

—Iturbide es español; por tanto, el marqués puede hacer la vista gorda en esa aventura —declaró Leona—, pero no puede tolerar la afrenta pública de un peón. Ni siquiera puede retar a Zavala en duelo; un noble español no puede batirse con un peón. Sería un duelo socialmente inaceptable.

—Y además perdería —dijo Quintana Roo—, como cualquier otro que desafíe a Zavala. Se dice que el hombre es invencible con la pistola y la espada.

—Pero el marqués debe recuperar su honor —opinó Lizardi—, y también los caballeros a quienes Zavala humilló. Se cobrarán la venganza.

Raquel sabía que ésa era la conclusión de todos los presentes y sin duda de todos los españoles de la ciudad, y le destrozaba el corazón. Pese a que Juan se había comportado como un imbécil por otra mujer, sus propios sentimientos hacia él no habían cambiado.

—Zavala lo pagará —dijo Leona—, y no será en el campo del honor.

—Lo matarán —afirmó Lizardi.

—Quieres decir que lo asesinarán… —Después de decir estas palabras, Raquel se levantó y dejó la casa.