De nuevo era un caballero.
Le pagué a Lizardi para que averiguara cuándo se presentaba Isabel en el paseo con su coche y compré con gran cuidado las mejores prendas de caballero que encontré. Frente al espejo del dormitorio, me peiné el pelo hacia atrás, con la raya al medio y sujetándolo con una cinta de plata tejida. Bien rasurado, no me gustaba llevar bigote, pero al estilo de entonces llevaba unas grandes patillas que cubrían la mitad de mi rostro.
Escogí una camisa blanca hecha del mejor lino y bordada con hilo de plata. Mi sombrero negro era de copa plana, y se alzaba unos diez centímetros por encima de mi cabeza. En lugar de llevar un ribete de plata, había encargado una cinta de cuero que rodeaba la parte inferior de la copa recamada con perlas. Debajo del sombrero, con los costados asomando porque lo llevaba ladeado en un ángulo insolente, había un pañuelo negro.
La chaqueta y los pantalones de montar seguían el blanco y el negro del resto de mi vestuario. Me permití un fino detalle en la chaqueta de ante y los pantalones de montar, pero sólo en plata y en un dibujo muy sutil. Incluso mi chaleco estaba hecho de seda plateada, con un dibujo de brocado muy discreto.
Me vestí con colores oscuros. A diferencia de los señoritos que cabalgaban por la Alameda y el paseo, y también muy lejos de la manera como había vestido cuando era un caballero en el Bajío, me decidí por el negro y el plata. Me mantuve apartado de los colores brillantes.
Lizardi sacudió la cabeza cuando vio el resultado final.
—Tienes más pinta de asesino que de caballero.
—Bien.
Cabalgué hacia el paseo, erguido en la montura pero destrozado por dentro. Raquel había sido cortés, pero había notado su desaprobación ante mis adúlteras intenciones.
Lizardi había sido más claro: «Estás loco».
Cuando vi el carruaje de Isabel, me acerqué a ella con naturalidad pero con el corazón desbocado. El coche se detuvo cuando Isabel y una mujer sentada en el otro asiento conversaban con dos mujeres en otro carruaje. Todas las miradas se volvieron hacia mí cuando me acerqué a su coche.
La saludé, llevándome los dedos al ala de mi sombrero.
—Señora marquesa.
Ella agitó el abanico delante de su rostro y me miró como si fuera un absoluto desconocido.
—¿A quién tengo el honor de saludar, señor?
—A un admirador de un pasado distante. Alguien que ha cruzado un océano dos veces desde la última vez que te vio.
Ella se echó a reír.
—Oh, sí. Te recuerdo de cuando eras un niño en Guanajuato. Recuerdo haberte visto allí en el paseo. Tu caballo es conocido.
Eso provocó las risitas de las mujeres.
—He oído decir que un peón de dicha ciudad se ha forjado un nombre luchando contra los franceses. Mi esposo, el marqués, es un gran patriota español. Si tú eres la persona que contribuyó a nuestra causa española en el continente, quizá te dé un empleo como vaquero en una de nuestras haciendas.
Mi rostro enrojeció. Señalé mis botas.
—Estas botas no sólo han cruzado océanos, han caminado a través de las selvas, vadeado ríos llenos de cocodrilos y librado guerras. Las he conservado porque me recuerdan a la mujer que me bendijo con ellas en mi hora de necesidad.
Isabel se rió con su risa alegre y cantarina como el repique de una campana, que, desde la primera vez que la oí, sonaba en mi corazón y cantaba en mi alma.
—He oído decir que has regresado rico como Creso, pero debe de ser una falsedad si no puedes permitirte unas botas nuevas. Quizá pueda conseguir que mi marido te compre otro par si vas a trabajar para él. Ésas están en un estado deplorable.
Y le ordenó al cochero que se pusiera en marcha. Me quedé donde estaba y miré cómo se alejaban los carruajes. ¡Qué idiota! Había sido un estúpido al acercarme a ella en público, cabalgando hasta su coche delante de sus amigas. ¿Qué otra cosa podía hacer la pobre, excepto fingir que yo no significaba nada para ella? Era una mujer casada y no podía permitirse la menor insinuación de escándalo.
Pero comprender que había actuado como un tonto de poco sirvió para aliviar el dolor y la humillación que sentía.
«Peón». La palabra era como un cuchillo que atravesaba mi corazón.
Un caballo relinchó detrás de mí y me volví en la montura. Tres jóvenes caballeros montados me miraban.
—Un lépero vestido como un caballero sigue siendo escoria —dijo el del medio—. A los hijos de puta no se les permite cabalgar en el paseo. Si vuelves por aquí de nuevo, te azotaremos. Si hablas de nuevo con nuestras mujeres, te mataremos.
Me dominó una furia ciega. Clavé las espuelas a Tempestad y galopé sin más hacia ellos. Se apartaron ante mi carga, pero así y todo cogí a uno por el cuello y lo arranqué de la silla. Intenté arrojarlo al suelo, pero su espuela izquierda se enganchó en el látigo sujeto a la silla. Su caballo se espantó, arrastrándolo por la calle a todo galope. Hice girar a Tempestad y me volví hacia el otro, lo bastante idiota como para haber desenvainado la espada. Yo no llevaba mi sable, pero no temía la espada de un petimetre. Guié el gran semental hacia él en una impresionante carga. Su montura se espantó, aterrorizada por Tempestad, que le sacaba media cabeza. Cogí la fusta trenzada —con plomo en el mango— que llevaba sujeta en el pomo por el lazo de la muñeca. Cuando el caballero intentaba recuperar el control de su montura, me acerqué por detrás. Lo enlacé por el cuello de un latigazo y enganché el lazo de la muñeca en el pomo.
Tempestad y yo habíamos enlazado centenares de novillos, y él conocía la maniobra perfectamente. Frenó en seco y se irgió sobre sus patas traseras. El caballero voló de la silla con las manos en la garganta, aterrorizado por el tremendo dolor, y se estrelló contra la calle como un puente que se derrumba. Con el rostro cada vez más púrpura, le quité el látigo del cuello, pero sólo después de haberlo arrastrado unos veinte metros.
Cuando me volví hacia el tercer señorito insolente, el caballero dio media vuelta y escapó, lo que fue un error. No sólo había demostrado ser un cobarde, algo que se sabría por toda la ciudad en cuestión de horas y lo perseguiría hasta la tumba, sino que además, al mostrar la grupa de su caballo también mostraba la suya. Me acerqué por detrás al animal a todo galope, le sujeté la cola y la levanté al tiempo que le clavaba las espuelas a Tempestad. Era el deporte de tumbar a los toros que Tempestad, mis vaqueros y yo habíamos practicado en mi hacienda en el Bajío. La maniobra hacía que el animal perdiera el equilibrio y cayera patas arriba. En este caso, el caballo cayó sobre el lomo con el jinete todavía en la montura y lo aplastó debajo.
Dejé a los tres caballeros en mi estela —derrotados, humillados y con un tremendo dolor— y cabalgué a lo largo del paseo. Dos docenas de jinetes españoles de pura cepa me observaron marchar, pero ninguno de ellos se atrevió a desafiarme.
Al pasar junto al carruaje de Isabel, mi amor me miró con los ojos muy abiertos. La saludé una vez más.
Lizardi se reunió más tarde conmigo en una posada a la hora de comer y me comentó la reacción de la ciudad a mis acciones en el paseo. Se marchó poco después de comer y beber hasta reventar porque tenía que asistir a una reunión, pero entonces me dio su valoración.
—Estarás muerto en el plazo de una semana.