Al cabalgar por una de las calles cercanas a la plaza mayor, vi la silueta de una mujer de negro que caminaba en la distancia. La visión de una mujer de negro que desaparecía a la vuelta de una esquina en Guanajuato después de darme las botas surgió de pronto en mi mente. ¡Isabel!
Toqué con los talones a Tempestad. Al oírme, la mujer se volvió.
—¡Raquel!
—¡Juan!
Nos miramos el uno al otro hasta que recordé la elemental cortesía y desmonté para ponerme a su lado.
—No puedo creer que seas tú —dije—. Creía…
—¿Sí?
Le sonreí.
—No importa. ¿Qué haces en la capital?
—Vivo aquí.
Mi mirada reparó de inmediato en el dedo del anillo.
—No, no me he casado.
Me sonrojé por la vergüenza de mis viejos pecados.
Ella me sonrió con dulzura.
—Ven a tomar algo conmigo. Las historias de tus aventuras hacen que las lenguas se muevan más que las guerras en Europa.
Fuimos a su casa, una pequeña y agradable vivienda que daba a la Alameda. Vivía sola, atendida por una india que acudía durante el día para hacer la compra y las tareas domésticas. Aún tenía una propiedad y amigos en el Bajío, y visitaba la región todos los años.
—Vivir sola me gusta —manifestó mientras servía café para mí y chocolate para ella. Llevaba una vida muy ocupada, enseñando música y poesía a las niñas—. Reparto un poco de educación sobre el mundo que nos rodea —añadió con una sonrisa—, aunque no demasiada, para que sus padres no crean que las estoy arruinando para el matrimonio. Siempre vigilo lo que les digo sobre la política, porque no deseo que los alguaciles del virrey me detengan por subversión. También evito criticar la supresión del pensamiento por parte de la Iglesia. Las visitas de la Inquisición todavía llaman por la noche a nuestras puertas.
Hablamos de Guanajuato y de mis viajes desde que había abandonado la ciudad. Como es natural, le ofrecí una versión muy censurada de cómo había dejado la colonia tildado de bandido y luego había regresado convertido en un héroe. El tema de cómo me había aprovechado de ella, abandonándola cuando las dificultades habían llamado a la puerta de su familia, no surgió en ningún momento. Nunca me había sentido orgulloso de mis acciones, pero ahora enmi propia mente podía decir que ella estaba mejor sin mí. De habernos casado, los ataques contra mí —que yo era el hijo de una puta— la hubiesen convertido en una desgraciada.
Hablamos de los amigos que teníamos en común. Conocía a Lizardi y sabía que era amigo mío.
—Somos miembros del mismo grupo de discusión literaria —dijo, y añadió que Lizardi era considerado como una persona brillante pero de poco fiar—. Sus amigos lo toleran hasta un grado imposible. No hay duda de que es muy progresista en su pensamiento político. Pero tenemos mucho cuidado de no hablar abiertamente delante de él porque se sabe que entrega a sus compañeros cuando se enfrenta a la cólera del virrey.
»Hace unos pocos meses, los alguaciles del virrey le gastaron una broma cruel. Lo encerraron en una celda reservada para aquellos que iban a ser ejecutados por la mañana. Uno de los guardias pidió prestado un hábito de sacerdote y fingió tomar su confesión. Dicen que recitó los nombres de todos los que habían hablado mal del virrey con la esperanza de salvarse del patíbulo.
Me eché a reír.
—¿Qué es tan divertido? —quiso saber.
—Yo, mi estupidez. De pronto acabo de comprender por qué los hombres del virrey se presentaron en Dolores cuando estaba allí: Lizardi me delató.
—Los alguaciles lo arrestaron cuando iba de camino a Ciudad de México, después de dejarte a ti en Dolores, pero Lizardi no te delató. En cambio, informó del sacerdote. Les habló a las autoridades de las actividades ilegales del padre Hidalgo. Ellos ya lo sabían, pero sospecho que decidieron actuar por miedo a que Lizardi publicara alguna historia sobre el éxito del padre.
—Ese chucho miserable… Después de que el padre nos hubo tratado con tanta generosidad.
Raquel se encogió de hombros.
—Él lo ha perdonado. El corazón del padre es un pozo infinito de amor.
Iba a preguntarle si conocía personalmente a Hidalgo, pero entonces recordé que el sacerdote estaba en su carruaje cuando golpeé al lépero que había rozado mi caballo.
Ella me miró las botas.
—Lo sé —dije—, están remendadas hasta más no poder, pero para mí tienen un gran valor sentimental. Isabel me las dio cuando estaba prisionero en la cárcel de Guanajuato.
Raquel me observó por un momento, los labios congelados en una sonrisa.
—Comprendo tus sentimientos —manifestó—. Mi padre tenía un par idéntico, que yo siempre he recordado.
Le hablé de mi plan de buscar a Isabel, darle las gracias por las botas y descubrir si aún estaba locamente enamorada de mí.
Cuando Raquel me acompañó hasta la reja, hizo un comentario que me intrigó pero que no comprendí:
—Has cambiado mucho, Juan de Zavala. Ya no eres el caballero que conocía mejor a los caballos que a las personas. Has viajado mucho y has aprendido allí donde has estado. —Hizo una pausa y me miró a los ojos—. Has aprendido a conocerlo todo menos a ti mismo.