Los clientes de las posadas de la ciudad las utilizaban únicamente como un lugar donde beber y estar con las putas, no como residencia. No podía quedarme en una posada y mantener la imagen de un caballero. Así que después de contratar a Lizardi, que conocía la ciudad mejor que yo, para que me representase, comencé a buscar una casa.
Sabía que como peón tendría dificultades para alquilar una casa en un barrio respetable. Cuando encontró una de mi agrado, le dije a mi compadre que la alquilase a su nombre, con un generoso pago por el uso de su sangre criolla. En cuanto Lizardi vio que mi estancia en la capital le daría un beneficio, dejó de protestar.
Mientras tanto, envié a un mensajero a la región en la que había soltado a Tempestad, donde ofreció una recompensa a cambio de información sobre el purasangre. Era fácil de encontrar; pocos caballos en toda la colonia tenían su estampa. Muy pronto conseguí robar el semental…, porque su actual propietario no podría reclamarlo: no tenía ningún derecho sobre él.
Convencido de que era muy peligroso montar al animal, el propietario lo había empleado como semental. Ahora no sólo sufría la pérdida de su harén, sino que soportaba la indignidad de mi peso en su lomo. La bestia me demostró su gratitud intentando arrojarme al suelo. Le compré una yegua para que le hiciese compañía y eso calmó su temperamento.
Ninguna persona de mérito en la capital carecía de un carruaje y unas buenas mulas, algunas de las cuales tenían hasta dieciséis palmos de alto. Sopesé si podría soportar desplazarme en un carruaje, y llegué a la conclusión de que era un medio de transporte para las mujeres y los comerciantes, no para los caballeros. Montaría a Tempestad cuando fuese a la ciudad.
La casa que había alquilado a nombre de Lizardi era pequeña: tan sólo de dos pisos, en una ciudad donde casi todas las mejores casas tenían tres. Sin embargo, no necesitaba mucho espacio. La mayoría de las grandes residencias no sólo albergaban a la familia en el piso superior —con los sirvientes, la cocina y las despensas abajo—, sino que también tenían un piso dedicado a los negocios del dueño de casa.
Un alto muro de piedra rodeaba la vivienda y en el patio con el suelo de lajas estaba el establo. La casa principal contaba con varias galerías, un hermoso jardín y una fuente.
Una vez instalado, subí a la azotea con una jarra de brandy y mi petaca de cigarros. Tumbado de espaldas, escuché los sonidos de la noche. Los píos acordes del órgano de una iglesia llegaron hasta mí desde una dirección, mientras el coro de armoniosos monjes entonando un tedeum llegaba desde otra. El virrey requería que al anochecer, cuando una casa estaba ocupada, había que colgar una lámpara de aceite o un candil en la puerta y mantenerlo encendido hasta una hora antes del amanecer, de tal forma que cada casa tuviese una luz cerca de la puerta principal. El virrey creía que las luces reducían la delincuencia, pero, para mí —alguien que ha vivido la vida de un criminal—, su sistema sólo avisaba a los bandidos de que había alguien en la casa.
Oí pasar a nuestro sereno. Al anochecer, los serenos se apostaban cada pocos centenares de pasos y montaban guardia para los propietarios. Armados únicamente con un garrote para defenderse de los perros callejeros, estaban ahí para dar la voz de alarma si veían algún ladrón. En realidad, la mayoría de los serenos subsistían de las propinas de los propietarios y pasaban la noche bebiendo pulque en los portales.
La noche era agradable, con una ligera brisa. Como en Guanajuato, la temperatura en la capital no variaba mucho durante el año, obsequiándonos con una perpetua primavera en lugar de helados inviernos seguidos por calurosos veranos. Me sentía relajado pero no en paz: aún no tenía conmigo a mi adorada Isabel. De haber estado Bruto allí, me hubiera gritado que estaba el doble de loco que cuando vivía en Guanajuato. «¿No está casada con un noble rico?», me hubiera increpado.
Pero yo no veía un futuro sin mi Isabel. Estaba obsesionado. Soñaba con fugarme con ella a La Habana y empezar una nueva vida. Tenía dinero suficiente para una vida sin apremios, pero no la fortuna que ella requería. Dado que no podía presentar pruebas de propiedad, había vendido las gemas en Cádiz, por debajo de su valor, pero como el ranchero que había alimentado a Tempestad, no podía quejarme. Ahora que tenía a Tempestad de nuevo conmigo, iría al paseo de Bucareli y me acercaría a ella.
Por Lizardi me enteré de más cosas acerca del marido de Isabel. Se había arruinado en España y había venido al Nuevo Mundo, donde su título valía más que una mina de plata. Se había casado con una mujer rica y había heredado una fortuna al morir su esposa. Del doble de edad que Isabel, era arrogante, ignorante, pequeño de cuerpo e incompetente en los negocios. El clásico gachupín. Pero era el marido de Isabel, y tenía más que ofrecer que yo. Más allá de degollarlo —algo que consideré muy en serio—, no sabía cómo ganársela. En cualquier caso, estaba decidido a recuperarla…, o a morir en el intento.
Lo que yo no sabía era que la idea de morir por Isabel no se alejaba mucho de los planes que la diosa Fortuna había preparado para mí.