Compré el mejor caballo en Veracruz. No era otro Tempestad, pero no entraría en la capital como un peón, sino que sería el centro de todas las miradas. Ya me había enterado por el posadero, que parecía saber los asuntos de todos en la colonia, que Isabel se había casado con un marqués y ahora vivía en Ciudad de México. Mi corazón sangró con la noticia, y estaba seguro de que sólo se había casado —y no se había enterrado a sí misma en un convento con el corazón partido por mí— debido a alguna desesperada necesidad de dinero.
Mi furia cabalgó conmigo cuando salí de Veracruz. A veces los bandidos asaltaban a los viajeros en la carretera, y dado que viajaba solo, cabalgaba con mis pistolas cargadas y una espada en su vaina sujeta al pomo de la silla. Esperaba que algún loco me desafiase, pero a los únicos asaltantes que vi fueron dos bandidos crucificados junto a la carretera cuando me acercaba a Jalapa.
Me sorprendí ante la brutalidad. Me dijeron que la crucifixión era obra de una hermandad, un grupo de ciudadanos que formaban partidas civiles con la aprobación extraoficial de las autoridades. Esas partidas a veces decapitaban a los bandidos y clavaban sus cabezas del árbol más cercano a la escena del crimen. Yo no veía nada de malo en colgar a los delincuentes. Incluso comprendía a los salvajes que arrancaban el corazón de un hombre y se lo comían. Pero clavar a un criminal a una cruz como Nuestro Señor y Salvador había sido crucificado casi parecía honrarlos.
Necesitaba un afeitado, y en Jalapa busqué una barbería y su tradicional escaparate: la pulida bacía de latón que representaba el yelmo de Mambrino. Cervantes había hecho famoso este emblema de la profesión de barbero. Su caballero andante, don Quijote, vio a un hombre montado en un asno que llevaba lo que parecía ser el mágico casco de oro del rey sarraceno Mambrino. Naturalmente, el jinete no era ningún rey sarraceno, sino un simple barbero con la palangana de latón que utilizaba para las sangrías.
Mientras el hombre me afeitaba, me habló de los salteadores que habían sido crucificados.
—Los bandidos son los héroes de la gente común —dijo—; roban a los ricos para dárselo a los pobres.
Había oído tales relatos de la caridad de los salteadores muchas veces antes, y siempre parecían aplicarse a los bandidos muertos más que a los que robaban y mataban ahora. Estoy seguro de que los monjes betlemitas que Lizardi y yo encontramos atados a los árboles con las gargantas cortadas no creían que los bandidos fuesen héroes.
Pero todavía estaba furioso por las crucifixiones que había visto. De nuevo ejemplificaban la excesiva e innecesaria crueldad de los gachupines contra las razas que consideraban inferiores. Los gachupines hubieran colgado a los asesinos y a los violadores de sangre española y no los hubiesen clavado a un árbol para que murieran. Reservaban tanta brutalidad para los peones… Era como si hubiesen oído los relatos acerca de la popularidad de los bandidos entre el pueblo y los crucificasen como una bárbara advertencia.
El locuaz barbero también me contó una historia sobre el rostro de un hombre al que había afeitado.
—¿Ve cómo el jabón se mantiene húmedo en su cara? —preguntó—. Cuando enjaboné el rostro de ese hombre la semana pasada, se secó muy de prisa. Le dije que moriría al cabo de dos días. Ocurre todas las veces que afeito a un hombre y el jabón se seca tan de prisa. No tardan en morir del vómito negro. El tipo murió al día siguiente.
Si el barbero se creía capaz de profetizar la muerte, no quería desilusionarlo. Sin embargo, como alguien con una considerable experiencia como sanador y médico, sabía que el jabón de afeitar se había secado rápidamente porque el hombre ardía de fiebre.
Para llegar a Jalapa tuve que pasar por el corredor de la muerte: los arenales y pantanos de las llanuras costeras, la temida región donde respirar los miasmas de los pantanos te contagia con el vómito negro. Como era natural, los pensamientos sobre mis padres, fueran quienes fuesen, chocaron con las especulaciones de la vida que podría haber llevado si el verdadero Juan de Zavala no hubiese muerto de la fiebre amarilla.
Era verdad, ya no me consideraba un gachupín, pero la pureza, o incluso la impureza de mi sangre, ya no me importaba. Era Juan de Zavala y mataría a cualquier hombre que manchase mi honor.
Muy pronto me acercaba a la capital.
Ciudad de México estaba en el gran valle de México, en la región de las mesetas que los aztecas llamaron «Anáhuac», una palabra que me habían dicho que significaba «tierra junto al agua», porque tenía cinco lagos interconectados. En medio de toda aquella agua se había alzado la capital azteca de Tenochtitlán, una gran ciudad a la que se llegaba por tres amplias calzadas. Sobre los huesos rotos y las cenizas de Tenochtitlán, los conquistadores habían construido Ciudad de México.
Los tesoros de las minas de Guanajuato, las áridas extensiones de Nuevo México y Texas, la casi deshabitada región de Nueva California, las ardientes regiones selváticas del sur maya, ninguna de ellas era la joya de Nueva España. Ciudad de México no sólo era la joya de la colonia, sino la mayor ciudad de las Américas, y rivalizaba con las grandes ciudades del mundo. Uno podía maldecir a los españoles por muchas cosas —habían cometido tantos excesos en la colonia que eran demasiados para enumerarlos—, pero de verdad destacaban construyendo ciudades.
Raquel había llamado a la capital «metrópoli», una palabra que dijo que provenía de los griegos y significaba «ciudad madre». La palabra se aplicaba a Ciudad de México porque ciento cincuenta mil almas vivían dentro de sus límites, y diez veces más en sus alrededores, todos los cuales dependían de ella.
Me alojé en una pequeña posada a una hora de la ciudad porque no quería llegar anónimamente, como un ladrón en la noche. Quería entrar en la ciudad orgulloso y desafiante en caso de que se me apareciese un comité de recepción como había ocurrido en Veracruz.
Mi regreso a la colonia terminaría en la capital. No tenía el menor deseo de visitar de nuevo las desesperadas memorias de Guanajuato. Isabel era el objeto de todos mis deseos, y ahora vivía en la capital. Intentaba dejar mi huella en la ciudad antes de que pasase mucho tiempo y luego reclamaría a mi mujer. Aún llevaba las botas que ella me había dado cuando estaba prisionero en Guanajuato. Me habían llevado a través de cárceles, selvas, desiertos y guerras, y las había hecho remendar en innumerables ocasiones. Incluso ahora, sin embargo, seguían sirviendo. Cuando ella las viese, sabría que mi amor era fiel. Como es natural, de vez en cuando, en presencia de una bonita señorita la bestia dentro de mis pantalones había mancillado su sagrado recuerdo, pero mi amor hacia ella era puro.
A primera hora de la mañana, la carretera que iba a la ciudad ya era un furioso hormigueo de frenética actividad cuando aún faltaba una legua para la calzada. La energía de la capital que se despertaba no se parecía en nada a lo que había visto antes. Largas caravanas de mulas y legiones de indios transportaban comida y provisiones a los comerciantes, que abrían las puertas de sus negocios para recibir esos miles de productos. Las calles estaban llenas de mendigos y tenderos que luchaban por un espacio en las aceras y las calzadas. Eso era todo cuanto recordaba de las breves pero memorables visitas que había hecho con Bruto muchos años antes: hedionda, violenta, ruidosa, loca y caótica pero también vital, emocionante y refulgente.
Un periódico que había comprado en Veracruz decía que la población de la capital, según un censo hecho cinco años antes, era de tres mil gachupines, sesenta y cinco mil criollos, treinta y tres mil indios, veintisiete mil mestizos y alrededor de diez mil africanos y mulatos, lo que daba para entonces un total de ciento treinta y ocho mil. Por supuesto, las cifras no eran representativas de toda Nueva España. Por ser el centro de la riqueza y el poder, era en la ciudad donde había un mayor número de españoles que en el resto de la colonia. También un mayor número de africanos que eran sirvientes de los ricos.
Al acercarme a la calzada, el paisaje se allanó y se tornó árido, a pesar de la lúgubre melancolía de los pantanos que habían sido resplandecientes lagos antes de la conquista. Poco menos de tres siglos de «civilización» casi habían desecado los lagos y llenado muchos de sus lechos.
Entré en la ciudad con la increíble migración que cruzaba las calzadas a diario —indios que acarreaban productos como bestias de carga, carros de dos ruedas y carretas de cuatro, largas caravanas de mulas guiadas por los arrieros—, todos compitiendo con rebaños de ovejas, piaras de cerdos, hatos de ganado y jaurías de perros por un poco de espacio.
La congestión no se acabó una vez que salí de la calzada y entré en las calles, pese a que la capital estaba bien trazada, con avenidas rectas que iban de este a oeste y de norte a sur. Cuando la ciudad despertaba, los vendedores y los mozos comenzaban su jornada de trabajo. Los vendedores recorrían las calles cargados con mercancías que vendían a las personas en las zonas de negocios y residenciales. Los vendedores de frutas —mangos, limones, naranjas y pomelos—, queso y pasteles calientes, carne en salazón y tortillas, rivalizaban con los vendedores de mantequilla, jarras de leche y cestos de pescado.
Las calles estaban tan abarrotadas por los vendedores y los tenderetes de madera que los porteadores resultaban más útiles para llevar las mercancías de aquí para allá que las bestias de cuatro patas que tiraban de los carros. Los hombres cargaban enormes cantidades de mercancías en cestos atados a la espalda y sujetos en su lugar con cuerdas que pasaban por encima de la cabeza. Los que trabajaban de aguadores llevaban grandes vasijas de agua de los dos grandes acueductos que conectaban la ciudad con las fuentes en las montañas a las casas del oeste que no tenían acceso a las fuentes públicas.
Los productos que no eran transportados por la calzada llegaban en centenares de canoas cargadas con frutos, vegetales y artesanías. Pocas de las embarcaciones se impulsaban con remos. En cambio, se utilizaban largas pértigas para empujarlas por los lagos poco profundos que aún no habían sido rellenados. A esas horas de la mañana, las mujeres salían de sus casas y vaciaban los orinales en los canales de agua que pasaban por el centro de las calles. La basura era arrojada sin más a las calles, y la mayor parte acababa en los poco profundos canales de agua. Una vez a la semana, los barrenderos quitaban la basura del agua y la dejaban a un lado para que se secase, y después se llevaban la apestosa carga.
El gobierno y los comerciantes acaudalados se congregaban alrededor de la plaza mayor. El palacio del virrey era el edificio más elegante. No sólo servía como residencia del gobernante de Nueva España y su familia, sino también como oficinas para muchos de los funcionarios y organismos que administraban la colonia. Al otro lado de la plaza se alzaba la gran catedral.
Las diferencias y desigualdades de clases eran más evidentes en la plaza mayor. Cabalgué junto a indios casi desnudos con una manta harapienta o un sarape que cubría sus troncos, sus mujeres modestamente vestidas pero a menudo con poco más que andrajos. Su pobreza contrastaba con los acaudalados españoles, ataviados con elegantes prendas bordadas con oro y plata y montados en caballos purasangres. Montadas en carruajes tan descaradamente lujosos que hubieran avergonzado a los grandes y poderosos de Cádiz y Barcelona, las mujeres españolas acudían a las joyerías y a las modistas que las proveían de los resplandecientes vestidos y joyas que necesitaban para los bailes que dominaban sus vidas.
Las leyes que prohibían la mezcla de clases evitaban que los indios vistiesen como españoles o viviesen entre ellos, y prohibían a los españoles habitar en zonas indias. Pero el comercio congregaba a los peones y a los portadores de espuelas por igual en la abarrotada plaza central.
Vagué sin rumbo por la ciudad para reencontrarme con ella. Los carros de la policía que recogían a los borrachos como si fuesen cadáveres desaparecían antes del amanecer. Los léperos que no habían sido retirados yacían en las cunetas o mendigaban en las aceras. Algunos de los borrachos a los que se habían llevado inconscientes con la luz del alba estaban ahora de vuelta, limpiando las calles.
Yo podría haberles dado lecciones.
Mi odisea circular me llevó a pasar por delante de cuatro horcas de las que colgaban prisioneros muertos. También pasé por delante de la cárcel principal, donde las víctimas de los asesinatos de la noche anterior estaban dispuestas en la acera para que las familias que buscaban a sus miembros desaparecidos pudieran buscar entre ellos. Cabalgué más allá de los sonidos y los olores de los mercados de verdura y carne hasta el lugar donde la Inquisición solía realizar los autos de fe, quemando a los «infieles» en la hoguera, ahorcando «misericordiosamente» a aquellos que se habían arrepentido de sus pecados, antes de que los devorasen las llamas. Por fin llegué a la calle San Francisco, una de las más agradables y atractivas de la ciudad, con sus magníficas casas y tiendas.
Recorrí la Alameda, un parque rectangular de unos trescientos pasos de ancho donde muchos de los notables de la ciudad disfrutaban de la sombra de sus numerosos árboles, la mayoría negándose siquiera a bajar de sus carruajes y caminar; todo el mundo tiene pies para hacerlo, pero viajar en un coche de caballos era un signo de distinción. En el medio del parque había una bonita fuente con un surtidor. Antiguamente, el lugar se consideraba peligroso después de la puesta de sol, pues estaba amenazado por lobos —de dos y cuatro patas— y me pregunté si los alguaciles aún permitían que el parque se convirtiera en una selva al anochecer.
Tomé luego el paseo de Bucareli, el largo y ancho camino que se había hecho más popular que la Alameda entre la aristocracia de la ciudad para pasear con sus lujosos carruajes y caballos. Pero era demasiado temprano para que las señoritas, las jóvenes señoras y los caballeros acudieran a alternar y coquetear.
¿Tenía la ilusión de encontrarme con Isabel, la señora marquesa? Por supuesto. Pero si debía encontrarla por «accidente», prefería verla en el paseo y no en la Alameda, que atraía a la gente mayor. Gran parte de las personas en el paseo solían hacer el recorrido a partir de las cuatro de la tarde hasta casi la puesta de sol. Durante esas horas, las damas llenaban dos largas filas de carruajes, con innumerables caballeros que recorrían el paseo a caballo. Cuando estuviese preparado para presentarme como el caballero que una vez fui, regresaría al paseo para buscar a Isabel.
Alquilé una habitación en una posada a la vuelta de una esquina de la plaza mayor, y luego salí a recorrer la gran plaza a pie. Cuando oí gritar una voz que me resultaba familiar, miré y vi a alguien que conocía anunciando panfletos.
—¡Escuchad las palabras de El Pensador Mexicano! ¡Reíd! ¡Llorad! ¡Enfureceos con las injusticias!
—¿El virrey sabe que una vez fuiste un bandido? —le pregunté a Lizardi.
Él me miró boquiabierto.
—Cierra la boca o te entrarán moscas. —Le di una palmada en la espalda—. Ha pasado mucho tiempo, ¿eh?
—Juan de Zavala. Dios mío, las historias que he oído sobre ti: al menos has sido colgado seis veces por tus crímenes, has seducido a esposas e hijas, has robado a viudas y huérfanas, te has batido en duelo, e incluso has derrotado a Napoleón en el campo de batalla.
—¿Sólo a Napoleón? No, amigo, a Napoleón, a su hermano José y a un millar de sus mejores tropas a las que derroté yo solo.
—He sido excomulgado —fue lo primero que salió de la boca del panfletista en cuanto nos sentamos en la posada y se hubo bebido media copa de vino de un trago—. Cuando la plaga azotó la ciudad, escribí un panfleto donde recomendaba al gobierno que limpiase las calles, quemase toda la basura, pusiese en cuarentena a los enfermos, enterrase a las víctimas de la plaga fuera de la ciudad y no en los cementerios de las iglesias, y utilizase los monasterios y las casas de los ricos como hospitales.
—Tu plan le habría costado a la Iglesia el tributo que cobran por los entierros.
—También hubiera hecho que los ricos devolvieran a las gentes algo de lo que les han robado. Pero como comprenderás, la medida no me hizo muy popular. He publicado más diatribas con el nombre de El Pensador Mexicano. ¿Te gusta?
Otra vez la palabra «mexicano». Pero Lizardi la utilizaba para referirse a sí mismo como la mente más brillante de Ciudad de México, no como una referencia a la raza o al nacimiento.
—Suena digno de un erudito como tú.
—Sí, estoy de acuerdo. También he publicado un panfleto donde afirmo que nuestro virreinato es el peor gobierno de las Américas, y que ninguna nación civilizada tiene un gobierno tan ilegítimo y corrupto como el nuestro. Afirmé que el virrey es un monstruo maldito que encabeza un gobierno malvado.
Me persigné.
—¿Te has vuelto loco, Lizardi? ¿Por qué no te han colgado? ¿Quemado en la hoguera? ¿Descuartizado?
—Están todos muy ocupados protegiendo sus mal habidas ganancias desde que Napoleón ocupó España. Además, la Junta de Cádiz ha decretado la libertad de prensa, lo que no significa que el virrey la permita, por supuesto. Me consideran un loco. Me arrestan de vez en cuando y me retienen hasta que mis amigos pagan mi libertad.
La pequeña rata de biblioteca no había cambiado desde la última vez que lo había visto. Seguía siendo de un pálido fantasmal, como si viviera en una cueva y nunca viera el sol. Todavía tan sucio como un lépero, parecía como si utilizase su capa como mesa de comer y cama. No dudaba que cuando la policía lo detenía gritaba a voz en cuello para que todos se enteraran. Tenía mucho coraje, pero combatía con la pluma, no con una espada, y era muy capaz de sacrificar a algún otro para salvar su pellejo. Lo escuché vanagloriarse de las cáusticas andanadas que había escrito, reprochando a los criollos que tuvieran los mismos vicios que los gachupines, condenando a los españoles por saquear la colonia y no dar nada a cambio, e incluso denunciando a las clases bajas como ladrones, mendigos, borrachos y malhechores.
Escuché sus pavoneos y sus diatribas durante una hora antes de preguntarle por aquello más próximo a mi corazón: Isabel.
—La típica mujer de sociedad con demasiadas joyas, demasiados vestidos y nada de cerebro. Su marido, el marqués del Miro, es muy rico, aunque he oído decir que tiene algunos problemas económicos debido a una inversión en una mina de plata que se inundó. El agua es la maldición de la minería, ¿no? Se lleva tantas fortunas… Tiene las habituales aventuras amorosas de una mujer de su clase decadente e insensata. Se dice que su última indiscreción ha sido con…
Vio la expresión en mi rostro y se detuvo.
—Por supuesto —murmuró sin mirarme—, todo esto no son más que rumores infundados.
—¿Qué has oído sobre mí? Aparte de cómo vencí al emperador francés.
—¿Sobre ti? —Parpadeó como si acabara de darse cuenta de que había un ser humano que respiraba sentado a la mesa con él—. Ellos te temen.
—¿Ellos?
—Los gachupines. Primero los humillaste en Guanajuato, luego regresaste a la colonia como su único héroe en la guerra contra Francia. —Sacudió la cabeza—. Dicen por ahí…
—¿Qué dicen? ¿Hablan de matarme?
—Sí. Corrió el rumor de que García, el mejor duelista de Nueva España, te retaría, pero el virrey se apresuró a rechazar la idea.
—¿Quiere protegerme?
—No, no le importa si García te mata. De lo que tiene miedo es de que tú lo mates a él o a cualquier otro que envíen contra ti, de que humilles todavía más a los gachupines, demostrando de nuevo que un peón puede ser superior a los españoles. Ha prohibido que te reten en duelo. Incluso ha intentado acallar las noticias de tus hazañas y la felicitación de Cádiz, pero demasiados ojos han visto el comunicado y la voz se ha corrido. Las noticias de tu heroísmo sólo se divulgan entre las clases educadas, naturalmente. Verás que muy pocos de tu clase admitirán haber oído hablar de ti, a menos que sea como el famoso bandido…
—Y su amigo… —añadí.
Echó una ojeada al salón.
—He recibido el perdón por mis pecados políticos, pero no quisiera recordar a las autoridades ninguna otra indiscreción. —Carraspeó—. Después de haberles alborotado las plumas a los gachupines, deberías trasladarte a algún lugar más pequeño, donde haya menos resentimientos; ésta es su ciudad, no la tuya. Tampoco deberías regresar a Guanajuato. Allí no serás bienvenido. Quizá deberías considerar un lugar como Dolores, con aquel cura, el tal Hidalgo. Se sabe que es tolerante con las clases bajas.
—Señor Pensador Mexicano, siempre consigues asombrarme, pues cuando estoy a punto de respetar tu opinión sobre el estado del mundo, vas y dices algo completamente estúpido. Si vuelves a referirte a mí como si perteneciera a las clases bajas, te cortaré los cojones. Ahora cuéntame qué es lo que se cuece por aquí.
—La colonia hierve con las frustradas ambiciones políticas de los criollos —respondió Lizardi—. El resentimiento hacia los gachupines ha aumentado desde que Francia invadió España. Los impuestos de guerra han sangrado a la colonia. La Junta ha concedido a los criollos derechos políticos, pero el virrey impide que entren en vigor, resistiéndose a todas las presiones criollas. Los gachupines todavía nos tratan como a niños ignorantes e incompetentes.
Los criollos y los gachupines habían abusado de mí durante tanto tiempo que no podía compadecerme de sus sufrimientos. Por lo que a mí concernía, Lizardi y el resto de los criollos de la colonia se merecían ser tratados como niños porque no habían sabido defenderse por sí mismos.
Como siempre, su idea de libertad, igualdad y fraternidad sólo incluía a los criollos.