Veracruz
En una pequeña y veloz goleta, cruzamos el ancho mar en menos de un mes. En el viaje disfruté de la compañía de una mujer que iba de camino a reunirse con su marido, un comerciante de cereales en Puebla. Estoy seguro de que un mes en mi cama la había dejado inservible para todos los demás hombres.
Cuando la nave de Cádiz entró en la bahía de Veracruz, por una vez supe que podía desembarcar en un pueblo sin miedo a ser detenido y ejecutado. La vida era agradable. Era feliz, rico y, además, un héroe. El coronel había enviado una copia de mi indulto en otro navío al virrey en Ciudad de México. Junto con el perdón había incluido una proclamación oficial donde enumeraba mis arriesgados hechos en la guerra contra Napoleón.
Echamos ancla a la vista de la enorme fortaleza que había defendido la ciudad durante tres siglos, el castillo de San Juan de Ulúa. Pero antes de que se nos permitiera desembarcar, un familiar del Santo Oficio de la Inquisición y un oficial de aduanas vinieron al barco en una chalupa. En cuanto acabaron con la lista del pasaje, los equipajes y las mercancías, pidieron hablar conmigo.
—Juan de Zavala, debe presentarse de inmediato ante el gobernador —dijo el oficial de aduanas.
Bajé por la escalerilla de cuerda a la chalupa, cuya tripulación recibió la orden del oficial de aduanas de llevarme al muelle. Sonreía como un mono cuando nos dirigimos a tierra, donde vi a un comité de recepción reunido en el muelle para mí. ¿Qué me tenía preparado el gobernador? ¿Un desfile por las calles para el héroe de la guerra de la Independencia española? Quizá me agasajaría con un gran baile, donde los caballeros envidiarían mi coraje y las mujeres mi garrancha. ¿Habría venido el virrey en persona para rendirme honor por mis servicios a la Corona? ¿Estaría Isabel en el muelle para lanzarse a mis brazos? En cuanto subí la escalera y pisé el muelle, un oficial se adelantó.
—¡Juan de Zavala, queda usted detenido!
Pasé la noche en la cárcel del gobernador, una apestosa celda que hacía que los calabozos de Guanajuato parecieran un palacio. Fui llevado a la presencia de su excelencia el gobernador a la mañana siguiente.
Mis carceleros me habían confiscado la espada y la daga. Había dormido con las prendas de seda dignas de un príncipe, y ahora estaban sucias y malolientes. Gran parte de mi riqueza había sido convertida en una carta de crédito para un banco de Ciudad de México y, por fortuna, había escondido el papel en un lugar donde ellos nunca buscarían.
—¿Es ésta la manera como se trata a un héroe español? —le pregunté al gobernador nada más entrar en su despacho, tras haber decidido tomar la iniciativa de inmediato—. ¿No ha recibido noticias de mis hazañas y el perdón de Cádiz?
El gobernador me miró con el entrecejo fruncido y apartó de su mesa el certificado de indulto como si fuese la bosta de un caballo.
—Tal vez hayas engañado a las autoridades de Cádiz, pero en la colonia sabemos que eres un brutal bandido y un asesino a sangre fría.
—Tengo el perdón por mis crímenes, incluso los falsos que acaba de mencionar.
—No utilices ese tono conmigo. Estoy al mando aquí, en Veracruz, y sólo el virrey me supera en autoridad. Hubieses hecho mejor quedándote en España, donde tus crímenes no son conocidos. Ahora que has regresado vestido con sedas a un lugar donde no se te quiere, encontrarás que no eres mejor bienvenido que cuando Bruto de Zavala te denunció como la escoria lépera que eres. Considera esto como una advertencia: te estaremos vigilando, y también el arzobispo. La Iglesia sabe de tus herejías. Vuelve a comportarte como antes, y nuestros alguaciles te llevarán al patíbulo o nuestros inquisidores a la hoguera.
Yo hervía de furia.
—Mis posesiones…
—Devuélvele sus posesiones y escóltalo fuera de esta casa —le ordenó al sargento que me había llevado allí—. Y envía luego a un sirviente para que ventile la habitación.
Mi equipaje, que habían cogido del barco, estaba en la entrada de la casa. Rehusé recoger mis maletas hasta haber verificado que todo estaba allí. Las únicas cosas que faltaban eran la espada y la daga que llevaba cuando desembarqué. Le pedí al sargento que me las devolviese.
—La ley no le permite portar armas —dijo.
Mientras me escoltaba hasta la verja del recinto, lo miré. Era un mestizo.
—¿Hacen esto porque creen que soy un peón?
Él me miró por el rabillo del ojo pero no dijo nada. Comprendí que había dado con la verdad. De haber sido un español de pura cepa, hubiera recibido la gran recepción que había esperado. Pero ahora estaba de nuevo en un mundo donde la sangre española contaba mucho más que la pureza del alma…, o cualquier otra cosa. Todo el sistema político y económico estaba montado sobre el mito de la pureza de sangre.
Un peón que había sido aceptado como un caballero gachupín había ofendido y asustado a la aristocracia rural de la colonia. Ahora había regresado cubierto de honores nada menos que de la madre patria. Me eché a reír cuando crucé la reja.
—Cuando el virrey y el gobernador se enteraron de que el mayor héroe de la colonia era un peón —le dije al sargento—, seguramente debieron de cagar enormes aguacates de color verde.
Él evitó mis ojos, pero vi que le costaba mantener las facciones rígidas.
—Escucha, amigo —dije—. Quiero recuperar mi espada y mi daga. Están tintas con la sangre de los franceses en la guerra que libré para mantener a los gachupines en el poder. ¿Cómo me hago con ellas?
—Si las encuentro, le costará cien reales recuperarlas.
—Tráemelas esta noche a la mejor posada de la ciudad, la que tenga las más bellas señoritas.
No existe la justicia, ¿eh? Las personas que la dispensan se aprovechan de sus abusos manteniendo aplastados a los pobres bajo su peso. De haber sido el gobernador y los notables de Veracruz mestizos o aztecas, me hubieran hecho desfilar por la ciudad entre resplandecientes lluvias de flores y oro. En cambio, me trataban como a un leproso, excepto porque a ellos no se desesperaban por colgarlos.
Fui a la posada y bebí demasiado. Me llevé a dos putas a la habitación y les hice el amor hasta que jadearon de agotamiento.
Cuando el sargento de rostro impasible llamó a mi puerta pasada la medianoche, yo todavía estaba despierto, tumbado en mi cama, fumando un cigarro y bebiendo brandy de la botella.
—La espada y la daga, señor.
Las dejó al pie de la cama y yo le arrojé una bolsa con cien reales. Contó el dinero con mucho cuidado y luego dejó diez reales sobre la cama.
—¿Eso por qué? —pregunté.
—Es mi comisión del oficial que se llevó sus armas. Dijo que podía quedarme una décima parte por mis servicios.
—Te lo has ganado.
—No, señor, usted lo ha ganado. No pude mostrar mi orgullo hacia sus acciones cuando estábamos en el palacio del gobernador. Puede estar tranquilo: mientras los gachupines lo temen por sus hazañas, las personas de su propia clase lo tienen como un héroe.
—Maravilloso. Soy un héroe para los peones. ¿Sabes lo que supone eso para mí?
—Soy un mexicano, como usted, no un peón. Es un héroe para los mexicanos. Tendría que estar orgulloso por eso.
Se marchó dejándome intrigado por sus comentarios.
«¿Mexicano?» ¿Qué era eso? Había oído la palabra antes, pero nunca de boca de alguien que la dijese con tanto orgullo. A menudo se utilizaba en la colonia para describir a las personas que vivían en la propia capital o en el valle de México.
Había oído incluso al padre Hidalgo, un criollo, y a Marina, una india, llamarse a sí mismos americanos porque habían nacido en el continente americano, y no les gustaba la designación oficial de razas. La palabra «americano» era, de hecho, muy popular entre la gente educada. Pero era geográficamente ambigua; una persona en Estados Unidos, en las posesiones españolas en el Caribe, Perú, Argentina y el resto de la región del Río de la Plata y el Brasil portugués también era americana.
La palabra «mexica» había sido utilizada por los aztecas para describirse a sí mismos. Era por eso por lo que la capital se llamaba Ciudad de México después de la conquista, porque había sido la ciudad de los «mexicanos». El sargento, sin embargo, no había utilizado la palabra para indicar que fuese un azteca o de descendencia azteca, sino para expresar que, con independencia de la sangre, estaba orgulloso de su nacimiento colonial. Sin duda, si hubiese hablado con Marina o con el padre Hidalgo, ellos hubiesen comprendido de inmediato que el sargento había utilizado la palabra «mexicano» con el significado de igualdad. Los mexicanos eran todos iguales y no eran inferiores a nadie.
Analizar la declaración del sargento fue probablemente el ejercicio sociopolítico más complicado que había hecho alguna vez. Me dio dolor de cabeza. Con manos temblorosas, empiné una vez más la botella de brandy. Fortificado por la devolución de mis armas y los tragos de alcohol, abrí la puerta y pedí a gritos que me enviasen más putas.