SESENTA Y NUEVE

Cádiz

—Tienes otra oportunidad para convertirte en un mártir de la resistencia —me dijo Casio tres días más tarde, cuando creía que regresaría a Cádiz.

Para mantener interrumpidas las comunicaciones a través de los Pirineos, Casio dirigía los ataques a lo largo de la carretera que iba de Barcelona a Gerona.

—La maniobra demostrará de primera mano cómo un pequeño grupo de combatientes motivados pueden descalabrar las acciones de fuerzas mayores —añadió.

El objetivo de la guerrilla era un correo francés escoltado por una compañía de caballería ligera. En un punto en el que era obvio que se podía tender una emboscada, Casio, con toda intención, hizo que uno de sus hombres se mostrara a la avanzadilla del correo. Los exploradores regresaron al galope para advertir a la fuerza principal. Tras recibir el aviso, toda la unidad dio media vuelta y marchó en la otra dirección, para caer en la trampa preparada por ciento cincuenta guerrilleros.

—Creyeron que estábamos delante —dijo Casio—, y que la carretera detrás de ellos era segura. Por supuesto, esta estrategia sólo funciona si no dejas supervivientes para que expliquen cómo se hace.

Aprendí algo de la milicia y las tácticas de batalla con los guerrilleros. Ya sabía de las armas de pequeño calibre, las herramientas de tal oficio. Mis armas de caza, sin embargo, estaban mejor cuidadas, eran de mejor calidad y tenían más precisión que sus armas militares, pero no eran tan letales en la batalla. Los franceses y las unidades españolas mejor equipadas usaban un mosquete de pedernal que se cargaba por la boca, de cañón sin estrías. Los mosquetes medían poco más de un metro y pesaban unos seis kilos. La bala de plomo que disparaban pesaba una onza.

Para cargar el mosquete, el soldado sacaba un cartucho que contenía una bala y pólvora negra de una bolsa sujeta al cinto y arrancaba la parte con la bala de plomo con los dientes. Con la bala en la boca, volcaba un poco de pólvora negra en la cazoleta dispuesta en la parte superior del arma. Luego echaba el resto de la pólvora por el cañón y la aplastaba con la baqueta. El mosquetero escupía la bala de plomo dentro del cañón y la apretaba. Cuando oprimía el gatillo, bajaba el percutor con la punta de pedernal, golpeaba el metal y saltaba una chispa que encendía la pólvora, que a su vez encendía la pólvora del cañón. La explosión expulsaba la bala fuera del arma.

El mosquete disparaba a una distancia de casi ochocientos metros, pero con muy poca precisión. Sin embargo, no disparaban a los ojos de un halcón, sino a filas de hombres. Cargar el arma era un proceso lento, y era por eso por lo que disparaban en filas, con una hilera que hacía fuego y luego se agachaba para recargar mientras que la hilera de atrás disparaba, tras lo cual una tercera fila de tropas descargaba sus mosquetes. Repetían esta maniobra cuantas veces fuera necesario.

Una fila de tres en fondo era el orden de batalla para la mayor parte de la infantería y la caballería. Si las líneas sólo eran de dos en fondo, aparecían huecos, y si eran de cuatro o más, los movimientos eran demasiado torpes.

—Cuando las armas se disparan por centenares, crean una guadaña de muerte que siega línea tras línea de hombres —me explicó Casio—. Pero la peor de las muertes no es la causada por una bala de plomo o por la larga bayoneta sujeta en el extremo del mosquete, sino la ocasionada por una baqueta.

—¿Una baqueta mata?

—En el furor de la batalla, un mosquetero a veces olvida quitar la baqueta del cañón, que entonces sale disparada. Durante un combate, un mosquetero francés dejó la baqueta puesta cuando apretó el gatillo. La varilla de metal voló para clavarse en la garganta de mi compañero como si de una bayoneta se tratara.

De vez en cuando, el arma con la baqueta explotaba en el rostro del tirador.

Luché junto a las guerrillas cuando nos enfrentábamos a los invasores armados, pero me apartaba cuando mataban a los franceses que se habían rendido. No culpaba a los guerrilleros por su revancha. Muchos de ellos habían perdido a sus seres queridos o a sus amigos cercanos a manos de los invasores. Ambos bandos libraban una guerra sin cuartel, sin misericordia, lo que ellos llamaban «guerra a cuchillo». Pero ésa era su guerra, no la mía. Ya no pensaba en mí mismo como Juan de Zavala, un caballero español. Ya no me importaba quién o qué era. Después de haberme enfrentado con tantas personas diferentes y con tantas clases distintas de odio, ya no respetaba los derechos de nacimiento, las líneas de sangre, las creencias religiosas o los títulos heredados. Personas como Carlos y Casio luchaban con más ahínco por la libertad de España que sus reyes y sus nobles. Creían que las legiones napoleónicas nunca derrotarían al espíritu del pueblo español.

—Los echaremos de nuestro país —dijo Casio—, y luego cruzaremos las montañas y saquearemos sus iglesias, violaremos a sus mujeres y robaremos sus tesoros. Entonces la Justicia sonreirá, ¿no?

Regresaría a Cádiz como un héroe. Por supuesto, la búsqueda continuaba al rojo vivo. Los franceses deseaban con desesperación atrapar al bandido que había huido del palacio de la condesa con el maletín del general y que había emboscado a la escolta militar del correo, así que me escondí durante dos semanas en el monasterio de Montserrat, la «montaña sagrada» al noroeste de Barcelona. Los monjes me escondieron a pesar de la permanente amenaza de que los cañones franceses arrasarían el monasterio si alguna vez descubrían que ayudaban a la resistencia.

Cuando se enfrió un poco la amenaza, una barca de pesca me devolvió a Cádiz nada menos que como un héroe. Una recompensa estelar por haber acabado con dos seductoras diablesas y un obeso general francés con una polla mustia y luego escapar con los planes de batalla del emperador, ¿no? Una recompensa todavía mejor estaba en una bolsa que escondía cerca de mis propias «joyas de familia». El «rescate de un rey» en joyas me haría disfrutar de buen vino, excelente carne y apasionadas putas en los años sucesivos, mucho después de que se hubiesen acallado las alabanzas de los españoles.

A bordo del pesquero, pensé por primera vez en lo que podía hacer en Cádiz. Desde luego, yo deseaba regresar a la colonia. La guerra entre Napoleón y los rebeldes españoles era demasiado peligrosa para un pobre descastado del Nuevo Mundo. Cádiz era todavía el único lugar de la Península que no estaba bajo el control francés. ¿Quién sabía cuál sería la próxima misión que me encomendarían las autoridades gaditanas? La última a la que me habían enviado no sólo había sido suicida, sino también homicida por su parte…, por si acaso sobrevivía.

Bueno, al final Casio me había protegido. Ahora me aseguraba que recibiría la bienvenida de un héroe y yo podría cambiar mi estatus de héroe por un billete de regreso a Nueva España, con el indulto en la mano. Allí, me reuniría con mi querida Isabel. Todavía tenía un amoroso cuidado de las botas que ella me había dado.

No obstante, supe cuál sería mi destino tan pronto como vi a Baltar en el muelle de Cádiz, el sacerdote inquisidor al que creía haber matado. La última vez que había visto al muy cabrón, estaba tendido en una sucia callejuela, después de volar de cabeza desde el balcón de una puta. Mientras estaba en el muelle y me señalaba al coronel Ramírez y a un pelotón de soldados, vi que la experiencia casi mortal del sacerdote no había mejorado su desagradable carácter.

—Está compinchado con el demonio —le dije a Ramírez—, o tal vez es que tiene más vidas que un gato.

Baltar reclamó a voz en cuello que debía ser llevado de inmediato al verdugo, que él se encargaría de arreglar mi ejecución sumaria.

—Yo me ocuparé de él como el asesino que es —le prometió el coronel al cura. Tan pronto como estuve a solas en el coche con Ramírez, él me sonrió—. Sus servicios a España son motivo de brindis en Cádiz. —El coronel agitó una mano—. No se preocupe por ese estúpido sacerdote. Tuve que fingir que lo arrestaba o me hubiese denunciado al cardenal. Sin embargo, el hecho de que intentara matar a un hijo de la Iglesia, y en particular a un hijo de la Inquisición, pone las cosas difíciles para usted en Cádiz. Me temo que debo enviarlo de regreso a Nueva España. Un decreto nombrándolo héroe de la guerra de la Independencia española y un indulto total por sus crímenes ya va de camino a la colonia. Sin duda lo recibirán como un héroe cuando pise el muelle en Veracruz. —El coronel me miró con fijeza—. Por supuesto, me hago cargo de que preferiría quedarse aquí y continuar su lucha contra los invasores.

Apoyé mi mano sobre el corazón.

—Por supuesto.