SESENTA Y OCHO

—¡Podrías haberme matado! —le grité a Casio.

Estábamos en una casa, a una hora a caballo del palacio, una choza en un pueblo de una docena de casas iguales. Casio y sus hombres habían estado esperándome. Habían emboscado a los sabuesos franceses que me pisaban los talones. No estaba furioso porque hubieran matado por accidente a mi caballo, sino porque mostraban la más absoluta indiferencia por el peligro que yo había corrido.

—De no estar seguro de tu lealtad hacia mí como un camarada soldado de la libertad —dije—, sospecharía que tenías órdenes de matarme junto con los franceses.

Casio se encogió de hombros. Estaba claro que no le importaba si yo vivía o moría. Sin embargo, después de leerle las verdaderas órdenes del emperador, porque él no sabía leer francés, la actitud del jefe guerrillero hacia mí cambió y se mostró casi afectuoso.

—Como ves, mis sospechas eran correctas —afirmé, muy ufano—. La condesa todavía es una agente francesa. El informe que preparó para que nosotros lo robásemos era una trampa. Cuando comparas el sello del emperador con los demás, ves que el informe que esa mujer me dio es una falsificación. Las órdenes reales que tenemos aquí para los comandantes del emperador difieren de su orden fraudulenta. Rosa y la condesa eran parte del plan para engañamos. Este pobre pícaro colonial que tienes ante ti —añadí con una modesta sonrisa— es mucho más patriota que esas dos putas sediciosas.

—Estoy muy desilusionado con Rosa —manifestó Casio—. Puedo comprender a la condesa, sólo es española por matrimonio, pero Rosa era una de nosotros. Sospecho que después de que la violaron…

—¿Los franceses violaron a Rosa?

—Fueron nuestros guerrilleros los que lo hicieron, o al menos un grupo de bandidos que afirmaban ser guerrilleros. Ella les llevaba un mensaje de mi parte y la recompensaron por arriesgar su vida pasándosela de mano en mano.

—A esos cabrones habría que castrarlos.

—Esos cabrones están muertos. Rosa se ocupó de ellos. Pero acabará en la misma fosa si la encontramos. Por su bien, espero que escape a Francia con la condesa.

No le había mencionado el encuentro sexual de Rosa con la condesa. Me lo guardé por lealtad a su hermano Carlos. Él lo habría querido así. Su madre había perdido un hijo. Carlos no hubiera querido que aumentara todavía más el inevitable desconsuelo de la anciana por la traición de su hija… con un cotilleo lujurioso.

—Nuestro conocimiento de sus planes será un serio revés para los franceses —afirmó Casio—. Planean una campaña mayor contra Gerona, un ataque por sorpresa después de fingir que se limitarán a continuar con el asedio.

—Tendrán que cambiar los planos.

Él negó con la cabeza.

—No es tan fácil. El emperador mantiene un estricto control del movimiento de tropas pese a estar muy lejos, y la actividad constante de nuestras guerrillas interrumpe sus líneas de comunicación. Los generales deberán seguir las órdenes vigentes. Además, el general Habert no desvelará el robo de los planos. Napoleón podría mandarlo fusilar por semejante torpeza.

—¿Qué vas a hacer respecto a Gerona?

Gerona era la ciudad más importante entre Barcelona y la frontera francesa. Resistía heroicamente los asaltos franceses.

—Avisarlos. Las órdenes del emperador son que una división se una con el actual ejército que asedia la ciudad y que la mayor parte de la fuerza tome las fortificaciones de Montjuïc, que son parte del perímetro defensivo de la ciudad. Necesitamos avisar a los defensores de la inminente acción. Manuel Álvarez, que dirige la defensa, sabe que Gerona acabará por caer, pero cada día que mantiene a los franceses atados al asedio reduce sus fuerzas en el resto de la Península.

Casio me dejó solo mientras iba a otra casa donde estaban alojados sus lugartenientes.

—Debo comunicarles las noticias —me dijo.

Agradecí el respiro de sus ojos vigilantes. Había encontrado algo más en el maletín del general: aparte de los mensajes que iban y venían entre el comandante catalán y el emperador, había dos bolsas de terciopelo. Las abrí en cuanto Casio se marchó. Una contenía un surtido de resplandecientes gemas: diamantes, rubíes y zafiros. No me costaba nada imaginar su procedencia: el general Habert, el alto comandante francés, había obtenido «regalos» de la traidora nobleza española y se había quedado con parte del botín capturado por las tropas.

La segunda bolsa contenía una sorpresa todavía mayor: un grueso collar de oro con grandes diamantes. Una nota en la bolsa explicaba que el collar era un regalo para la nueva esposa de Napoleón, la princesa austríaca María Luisa, de parte de Godoy, el ahora caído en desgracia primer ministro español. Godoy estaba cautivo en Francia junto con la familia real española, pero había hecho arreglos para que el collar fuese enviado a Napoleón, sin duda para ganarse su favor. El collar había pertenecido en otro tiempo a una reina española del mismo nombre, María Luisa de Parma.

Me guardé las bolsas debajo de la camisa. Esas joyas reales eran ahora propiedad de un desgraciado caballero-lépero-pícaro llamado Juan de Zavala; y me las había ganado. ¿Acaso iba a arriesgar mi vida luchando contra dos zorras forjadas en el infierno, el ejército francés, una desagradecida pandilla de guerrilleros sedientos de sangre, la Corona española, el Santo Oficio, el virrey de Nueva España y mis perseguidores gachupines, para luego marcharme con los bolsillos vacíos como mi negro corazón?

Bebí un trago de brandy directamente de la jarra y me felicité a mí mismo por mi exitosa misión y mi recién encontrada riqueza. Entonces se abrió la puerta y entró Gusto, uno de los lugartenientes de Casio.

—¿Dónde está Casio? —preguntó.

—Te está buscando a ti y a los otros comandantes.

Parecía tenso, y sus ojos miraban a un lado y a otro de la habitación.

—¿Hay alguien más en la casa?

Cogí la jarra de brandy, de pronto alerta por el tono de la pregunta y su rígido lenguaje corporal.

—Brinda conmigo para celebrar mi éxito.

—Tengo algo para tu triunfo —replicó con una sonrisa.

Desenfundó la daga, y yo le lancé la jarra de brandy. No le pegó en la cabeza, sino sólo en el hombro. Con el golpe desviado, únicamente me hizo un tajo en el costado, en lugar de abrirme en canal como a un cerdo. Lo golpeé con el hombro en la tripa y entonces sonó un disparo. Me quedé de piedra, atontado por la súbita explosión en el cuarto.

Gusto cayó de rodillas y después de bruces en el suelo, sangrando por la garganta. Miré a Casio, que estaba en el umbral. El jefe guerrillero entró, sacó otra pistola del cinto y remató a Gusto con un disparo en la nuca.

—¿Otro espía francés? —pregunté.

Casio negó con la cabeza.

—Cádiz envió la orden de ejecutarte cuando acabases la misión. Afirmaban que no se podía confiar en ti. Nosotros creíamos que cooperarías porque teníamos a tu hermana y a tu madre, la familia de Carlos, por supuesto, no la tuya, en nuestras manos. He anulado esa orden por dos razones: en primer lugar, porque tus acciones fueron heroicas, y después porque le enviaron la orden a Gusto como una afrenta para mí. Se niegan a reconocerme como el jefe del movimiento de Barcelona porque yo me niego a reconocer que ellos tengan autoridad sobre Cataluña.

Ay, Raquel tenía razón. La política es maravillosa, sobre todo cuando trabaja a mi favor.