SESENTA Y SIETE

—Nos haremos pasar por sirvientes —me dijo Rosa.

El palacio de la aristócrata estaba a medio día de viaje de la ciudad.

—Los guardias franceses vigilarán el palacio. Sólo se permitirá moverse libremente a la servidumbre, e incluso así seremos vigilados. Su ama es conocida por sus… projets d’amours, como dicen los franceses.

—¿Le gusta llevarse a los hombres a la cama? —pregunté.

Rosa gruñó algo que no comprendí pero que sonó a despectivo.

Esas nobles españolas debían de ser muy lujuriosas, pensé para mí. Me había acostado con una de ellas en la colonia, aunque era de sangre francesa. ¿Podía tratarse de la misma mujer? Le pregunté a Rosa el nombre de la aristócrata a cuyo palacio íbamos.

—Eso no te concierne.

No lo discutí. Desde luego, la mujer que yo había conocido no era una patriota española.

—Te encargarás de servir el vino —dijo Rosa—. A última hora, llevarás el brandy a su dormitorio y te quedarás allí, en una habitación contigua. Ella agasajará al general Habert en privado. Le echará un somnífero en el brandy y te llamará cuando haya hecho efecto. Sacarás el plano de campaña del maletín, lo copiarás y lo devolverás. —Me sonrió—. Es un plan sencillo.

Sonreí y asentí, como si fuese lo bastante estúpido como para creerla. Iba a robar un plano militar a un general francés rodeado de oficiales franceses. ¿Un plan sencillo? Mis sentimientos sobre el plan podían expresarse con una única palabra: «¡patíbulo!». Para empezar debíamos suponer que los franceses eran idiotas. Y yo me negaba a creer que los generales que habían conquistado gran parte de Europa eran unos incontrolados cretinos.

—Los oficiales franceses estarán jugando o entreteniéndose con las putas. —Rosa me miró de hito en hito—. A menos que quieras que te corte el gaznate, deberás comportarte.

¿Qué había en mí que hacía que la sed de sangre de esa mujer se encendiera en un momento y al siguiente se inflamara su pasión?

Había incitado a muchas señoritas a gestas y cumbres amorosas, pero ésa era la primera cuya lujuria por mí era intrínsecamente homicida.

La casa de la aristócrata era palaciega. Hubiese humillado el palacio del virrey en Ciudad de México casi tanto como el uniforme de criado me humillaba a mí. No me sentaba bien.

—No es de mi talla —le dije a Rosa. La chaqueta era muy pequeña, y los calzones demasiado ajustados y cortos.

Miró mis partes masculinas, que abultaban en las ingles.

—¿No puedes ocultar esa cosa?

—Está estrangulada.

—Contrólala, o te la cortaré.

Ya empezaba otra vez, queriéndome convertir en un castrato, un niño del coro de una iglesia al que le han cortado los cojones para asegurarse de que nunca perderá su dulce voz de soprano. A las mujeres no se les permitía cantar en los coros, así que la Iglesia convertía a los hombres en mujeres. ¿Quizá deseaba hombres que cantasen con una voz más aguda que la mía?

—Lleva esta bandeja de copas de vino al gran salón —dijo.

En el momento en que entraba en la enorme sala, un oficial francés me rozó como si yo fuese invisible, chocando con arrogancia contra mi bandeja y derramando el vino. Luego se alejó sin disculparse siquiera por su descortesía.

Rosa apareció de inmediato ante mí, siseando como una serpiente.

—Mantente en tu papel, idiota. Pareces dispuesto a desafiarlo en duelo.

Tenía razón; debería estar buscando una ruta de escape, no preparándome para combatir contra el ejército francés. Puse una sonrisa en mi rostro, con la ilusión de que me hiciese parecer inofensivo y estúpido, y me dediqué a servir.

Qué vida se pegaban los conquistadores: excelentes manjares, los mejores vinos y las putas más hermosas que había visto. En una de las habitaciones habían instalado mesas de juego. Advertí que la mayoría de las apuestas se hacían con joyas, gemas que sin duda habían pertenecido a casas españolas. Un oficial, un capitán de caballería, anunció mientras arrojaba un anillo a la mesa que aún tenía las manchas de sangre del dedo del que lo había cortado. Los compañeros de juego celebraron la ocurrencia con grandes risotadas. Los despojos son para los vencedores, ¿no? Pero por la manera en que los guerrilleros combatían, muchos de esos arrogantes cabrones muy pronto cenarían con el diablo.

Estaba sirviendo la tercera ronda de vino cuando los oficiales se abrieron como el mar Rojo y una mujer de extraordinaria belleza caminó a través de la sala en mi dirección. La cabellera color miel hasta la cintura, resplandecientes alhajas, ojos que brillaban como el propio pecado, iba divinamente vestida con un traje de color plata de seda pura digno de una reina…, o una condesa.

La tierra se abrió bajo mis pies. Miré al interior de mi fosa abierta, seguro de que mi alma forjada en el infierno había abandonado mi cuerpo.

—Continúa sirviendo el vino —me ordenó Camila, la condesa de Valls. Me miró, con esa mirada aristócrata que ve a través de los sirvientes pero no reconoce que son humanos.

Tambaleándome sobre mis pies, tenía dificultades para respirar. Rosa apareció de nuevo ante mí.

—¡Ya has oído a la condesa: continúa sirviendo el vino!

Había dos mujeres en la misma habitación que querían azotarme, castrarme y matarme. No debería haberme sorprendido, pero me había convencido a mí mismo de que no era posible que fuera la misma mujer.

En los ojos de la condesa, por supuesto, no brilló ni la más mínima chispa de reconocimiento. ¿Era posible que no me hubiese reconocido como el intruso que había revisado su habitación en la colonia y la había tomado hasta dejarla sin sentido? Con la debida modestia, quizá no recordaba el rostro del hombre con quien había forcejeado en la oscuridad…, pero ¿podía olvidar la mejor garrancha de dos continentes? Sí, es comprensible que no recordara mi maltratada cara, pero nunca podría olvidar el martillo de amor que había golpeado su flor de la pasión en un furioso frenesí de tremenda lujuria. ¡Ay! Para mi gran vergüenza, mi cañón se levantó obscenamente contra las costuras de mis ajustados calzones de sirviente.

Quizá sabía muy bien quién era yo y no quería delatarme a los franceses. ¿Qué había dicho Casio de la condesa? ¿Los franceses creían que estaba de su parte? Era evidente que en la colonia había estado espiando para ellos. ¿O no? Quizá era una agente doble que sólo fingía espiar para los franceses mientras descubría a los traidores españoles. Había utilizado al pobre Carlos como su herramienta. También, quizá, como Carlos, las atrocidades francesas cometidas contra el pueblo español la habían puesto en contra de los Bonaparte.

Bien podía ser que yo hubiese caído en una trampa, y por la mañana el general me haría colgar delante de la fortaleza de Barcelona y los buitres desayunarían con mis ojos.

Por tercera vez, Rosa apareció ante mí.

—Deja de pensar en tu pene y sirve el vino.

—¿Sabías que la condesa es una espía francesa?

—Es una patriota. Sigue sirviendo.

Sí, una patriota. Pero ¿de qué país?

A última hora ya estaba cansado y harto de servir a los oficiales franceses. Por fin Rosa me ordenó que fuese arriba con el mejor vino y brandy de la bodega de la condesa. Subí la escalera que conducía a las habitaciones de la aristócrata. Rosa me siguió y se encargó de servir vino común y un buen estofado de carne con patatas a los guardias del pasillo. Los soldados apenas si me miraron cuando pasé con las bebidas para la condesa y su invitado especial, el general Habert. Rosa llevaba desabrochados los dos botones superiores de la blusa, y los guardias estaban muy ocupados mirándola. Yo también. Los hombres somos unos cerdos.

Había visto llegar al general y no me había sentido impresionado con su porte. La barriga le caía por encima del cinturón, pero supongo que siendo un general no necesitaba un cuerpo atlético. En cambio, sí me impresionó su maletín. De cuero, hecho a mano con un escudo de armas de oro grabado, nunca se separaba de él, según Casio. Él mismo lo cargaba, en lugar de permitir que su ayudante que le pisaba los talones lo llevara. Desapareció escaleras arriba poco después de su llegada. La condesa no tardó en seguirlo. El plan era que entretuviese al general, echase un somnífero en la bebida y después me dejara entrar en la habitación para copiar los documentos a la luz de la vela. Pero, como he dicho, algo en su plan me preocupaba. Ahora que la condesa había resultado ser mi vieja Némesis, mis pensamientos eran todavía más lúgubres.

Para el momento en que subí la escalera, los oficiales franceses estaban borrachos, muchos de ellos inconscientes; otros estaban con las putas o jugando a las cartas en la habitación llena de humo. Tal como me había indicado Rosa, esperé fuera de los aposentos de la condesa, junto a una puerta lateral que daba paso a una alcoba privada. Rosa me había dicho que esperase allí y, por miedo a que pudiese roncar, que no me quedase dormido. Por supuesto que no roncaría; estaría demasiado ocupado espiando a la condesa y buscando un camino para escapar.

Nunca me había sentido tentado de azotar a una mujer…, hasta que me había topado con Rosa.

Arrodillado ante el ojo de la cerradura, no conseguía ver bien el dormitorio de la condesa. La cama estaba demasiado a la izquierda como para que pudiera ver algo más que las patas. La habitación no estaba a oscuras, sino en penumbra, con la mitad de las velas apagadas. Abrí silenciosamente la puerta sólo lo necesario para asomar la cabeza. Oí los reveladores sonidos de la respiración agitada y los gruñidos guturales del acto amoroso, pero seguía sin ver la cama. Serpenteé por el suelo hasta llegar a una mesa y espié.

Vi a la condesa montada encima del general. Estaba desnuda, e incluso en la penumbra reconocí su generoso culo, la concupiscente curva de sus pechos, y supe que era ella. El general Habert yacía tumbado de espaldas, con su enorme barriga levantada como si fuese una bestia peluda. Ella era la única que trabajaba, subía, bajaba y gemía como si su hombría la llenase de cegadoras pasiones y locos deseos. Por experiencia reconocí sus extasiados jadeos como los falsos gritos de una puta escandalosa que engaña a los hombres vanidosos haciéndoles creer que tienen garranchas de acero.

El famoso maletín estaba en una mesa junto a la cama.

Un extraño sonido llegaba desde el lecho. Me esforcé en escuchar. Era un sonido que reconocí pero que no acababa de ubicar. Entonces caí en la cuenta: ¡el general roncaba!

Los falsos gemidos de la condesa se apagaron. Por fin detuvo la farsa sexual y miró las flácidas facciones del militar.

Général? —preguntó en francés.

Él le respondió con un doloroso estertor. La mujer lo abofeteó suavemente en el rostro y repitió su nombre.

—¿Lo has drogado bien? —pregunté.

—¡Aaaahhh! —Se volvió, los pitones gemelos de sus magníficos melones me apuntaron como piezas de artillería.

—Chis, los guardias están fuera.

Ella se bajó de la morsa dormida. Tal como sospechaba, el brandy y la droga habían arrugado su cañón. Me pregunté cuánto tiempo llevaba en ese estado.

—No eres muy bueno obedeciendo órdenes, ¿verdad? —susurró.

Me encogí de hombros.

—¿Cuándo dejaste de espiar para los franceses y comenzaste a hacer de puta para los españoles?

Ella no ocultó su desnudez, ni siquiera con una modesta mano sobre los pechos. Tampoco yo intenté ocultar que la deseaba. El cada vez mayor bulto en mis calzones daba fe de la realidad.

—Sólo miro de qué lado sopla el viento. Y ahora mismo está soplando del de la corona de España de la cabeza de José Bonaparte. —Abrió el maletín, dejó a la vista un grueso fajo de papeles y sacó un documento de una página—. Copia esto. —Me señaló la pluma y el dinero sobre la mesa.

Me senté y eché un rápido vistazo al documento. En él había instrucciones para tres comandos diferentes respecto a los movimientos de tropas. Las instrucciones eran breves y concisas, y estaban redactadas en un lenguaje lo bastante sencillo incluso para mi limitado conocimiento del francés escrito. Daban el nombre del comandante y el movimiento preciso que debía hacer la unidad e indicaban las carreteras, las fechas y el número de tropas en unos pocos párrafos concisos.

—Limítate a copiarlos —me dijo—. La información no significa nada para ti, escoria lépera, pero las guerrillas harán buen uso de ella.

Rosa entró cuando estaba acabando el trabajo. Las dos mujeres no se dijeron palabra. Ambas permanecieron cerca de mí hasta que escribí la última palabra.

—Ahora vete —me ordenó la condesa—. Sal por aquí.

La seguí a través del dormitorio. Ella abrió una puerta secreta que daba a otro cuarto; al otro lado había otra puerta. Comprendí en el acto lo que era: el camino para que sus amantes entrasen y saliesen del dormitorio sin ser vistos.

—Baja la escalera detrás de aquella entrada hasta la planta baja y sal por la puerta que da al jardín. Hay un caballo ensillado que te espera. Los centinelas franceses de la verja tienen orden de esperar a un mensajero. Ocúpate de llevar los planos de guerra a nuestra gente de inmediato. Te estarán esperando en la carretera del bosque.

Me entraron ganas de saludar como un soldado a la mujer francesa que me daba las órdenes, pero me limité a responder con un «oui, madame».

Salí corriendo por la puerta, mis botas resonando en los escalones. Me detuve al llegar abajo, pero en lugar de salir al jardín, donde me esperaba el caballo ensillado, subí de nuevo la escalera con el mayor de los sigilos.

Muchas cosas me preocupaban, la más humillante de ellas, la manera en que Rosa y la condesa me trataban, como si yo fuese de una estupidez increíble, un ingenuo patán de las colonias, en el mejor de los casos. Si bien mi educación se centraba más en los caballos, como había señalado Casio, tenía la agilidad de un gato en la adversidad.

Me habían dicho que la condesa no podía copiar el documento de guerra porque temía que su caligrafía pudiera delatarla como espía española si atrapaban al mensajero. Ay, eso supongo que sonaba muy cierto, pero ¿cómo había sabido con tanta precisión dónde estaba el documento en el maletín? Lo había abierto y lo había cogido sin buscarlo siquiera. Un oficial de alto rango llevaría en su maletín más de una única hoja. De hecho, yo había visto un grueso fajo de papeles cuando lo abrió. No obstante, ella había sacado la página que necesitábamos. La única forma en que podría haber sabido su lugar exacto era si le habían indicado dónde encontrarlo, o que ella misma lo hubiera colocado allí.

¿Qué había dicho de los centinelas de la verja? Que estarían esperando el paso de un mensajero. ¿Quién tenía la autoridad para darles tales órdenes? Sólo un oficial francés de alto rango.

Mi última sospecha había sido la manera como Rosa había entrado en la habitación. En el mejor de los casos, ella era hija de la clase trabajadora. La condesa pertenecía a la alta aristocracia, pero su lenguaje corporal, la silenciosa aceptación de la presencia de la otra sin una palabra entre ellas… Sus acciones connotaban para mi densa mente colonial una informalidad, incluso una familiaridad que encontraba paradójica para dos mujeres que en la escala social y financiera estaban separadas por un mundo.

De nuevo en el piso de arriba, espié junto a la puerta pero no oí nada. Con mucho cuidado entreabrí la puerta y volví a escuchar. De nuevo percibí los gemidos de una mujer en éxtasis sexual. ¿Se había despertado el general?, me pregunté. No podía ver bien la cama desde el umbral, así que volví a entrar a gatas en la habitación en penumbra. Me detuve detrás de una cómoda, me asomé y miré, estupefacto. No eran la condesa y el general los que proferían los sonidos amorosos; eran las dos mujeres. La condesa yacía de espaldas en la cama, desnuda. Tenía las piernas separadas, y Rosa estaba de rodillas entre ellas, su rostro palpando la ondulante flor de la pasión de la condesa.

—¿Qué estáis haciendo? —les pregunté en voz alta.

Mi pregunta sonó en la habitación como un pistoletazo. Ambas mujeres me miraron, sorprendidas. Rosa fue la primera en recuperarse. Saltó de la cama con la velocidad de un puma y cogió la daga del montón de sus prendas en el suelo.

Vino hacia mí encorvada, dispuesta a clavarme la hoja entre las piernas. Me hice a un lado y le pegué. Nunca antes le había pegado a una mujer, pero Rosa no era una mujer vulgar, era una salvaje diablesa huida del infierno. Mi golpe directo lanzado con toda la fuerza de mi cuerpo se estrelló contra su sien, y se desplomó como un roble alcanzado por un rayo. No se levantaría durante un rato.

La puerta del baño se abrió de pronto, y el general Habert, desnudo como las dos mujeres, apareció en el umbral. Me abalancé sobre él. Mientras forcejeábamos, la otra diablesa me atacó, saltando sobre mi espalda e intentando arrancarme los ojos con las uñas. Generalmente no encuentro ofensivo que una mujer desnuda me arañe, pero la momentánea distracción le dio al general la oportunidad de pegarme en la nariz, e intentó rodearme cuando me tambaleé hacia atrás. Entonces levanté a la condesa en el aire y la arrojé contra el militar, lo que hizo caer al hombre. Mientras ambos se retorcían en el suelo, le di una patada al general en la nuez. La condesa saltó como una fiera y corrió gritando hacia la puerta del dormitorio.

Mientras el militar se retorcía en el suelo, tosiendo y sujetándose la garganta, corrí de nuevo hacia la alcoba de los amantes y recogí el maletín, tumbando la mesa y la lámpara al pasar. Luego tiré otra lámpara de aceite con un golpe del maletín, haciéndola volar contra las cortinas antes de salir por la puerta secreta.

Tras bajar la escalera y salir al jardín, el caballo ensillado me estaba esperando. Con el infierno detonando a mi estela —gritos, llamas y el trueno de las botas que descendían la escalera—, salté sobre la silla e hice girar al caballo para dirigirlo hacia la puerta de la escalera. En el momento en que salió un guardia, le golpeé en la cabeza con el maletín.

A continuación fui hacia la verja a todo galope.

Atrás, las llamas salían por las ventanas del dormitorio de la condesa. Mientras galopaba hacia los guardias formados en la verja, grité:

—¡Nos atacan! ¡Voy a buscar refuerzos!

Pasé junto a ellos, pero uno más despierto o más sordo que los demás disparó su mosquete. Falló el disparo, pero muy pronto una patrulla montada comenzó a seguirme el rastro. Debía mantenerme en la carretera a causa de la oscuridad. Cabalgaba más rápidamente de lo que debía, y cualquier bache podía hacer que el caballo rodase y me aplastase debajo de él.

La patrulla acortaba distancias, ya casi me pisaban los talones, cuando me encontré con una descarga de fuego de mosquete y mi caballo cayó.