Al volver una esquina, nos acercamos a una casa donde Rosa debía hacer una entrega. Me cogió del brazo y susurró:
—¡Soldados!
Delante de nosotros, un grupo de soldados franceses con mosquetes estaban frente a una casa. Me volví; más soldados venían por detrás.
—Aquí. —Rosa abrió una verja de madera que cerraba un angosto pasaje entre dos edificios.
La seguí, diciéndole que nos habían visto. El pasaje no tenía más que unos pocos pasos y acababa en un muro. Estábamos atrapados. Dejó caer el canasto y sacó un cuchillo. Pero éstos no funcionarían contra una patrulla francesa armada con mosquetes. Rendirse tampoco era una alternativa: ahorcaban a la mayoría de las personas a las que detenían, y dejaban que Dios se ocupara de separar a los inocentes de los culpables.
Se agachó para mirar entre las tablas de la verja, sus nalgas empujando contra mí. Por lo general, no me excito cuando el aliento de los soldados con mosquetes me calienta el cuello, pero tener su redondo trasero apoyado contra mi hombría me llevó a un estado de excitación instantánea. Sabía que era un error por mi parte, pero mi garrancha no tenía moralidad. Mis libidinosas urgencias, sin embargo, me dieron una idea que podía salvar nuestras vidas.
Sujeté su vestido por detrás y se lo levanté.
—¿Qué haces?
—Chis, compórtate como una perra en celo.
Como la mayoría de las mujeres de su clase, Rosa no llevaba nada debajo de las enaguas. Como un hombre que se considera un experto en culos femeninos, puedo asegurar que el de Rosa era de primera calidad: suave y firme, tibio al tacto. Al oír que se acercaban las botas, no tuve tiempo para examinar a fondo aquella maravilla. La hice apoyar contra una de las casas y me bajé el pantalón.
La espada de mi lujuria estaba lo bastante dura como para cortar diamantes, pero, ¡ay!, así y todo no podía penetrar la prensa de su tesoro virginal. Era más estrecha que el garrote con el que nos ahorcarían los franceses si nos detenían.
La verja se abrió repentinamente de un puntapié y me encontré frente al cañón de un mosquete francés. El soldado me miró, los ojos como platos, mientras nuestras caderas se movían y giraban en una lujuriosa exhibición de sexo simulado.
—Est-tu le mari? —pregunté mientras nuestras caderas seguían golpeando, girando y serpenteando, y Rosa gemía con una asombrosa autenticidad.
Entonces se oyeron gritos en la calle. Con una sonrisa ladina y un guiño de complicidad, el soldado me dio una palmada en la espalda y gruñó: «Très bien!», y se marchó, dejando que la verja se cerrase detrás de él.
—Tenemos que permanecer en esta posición —susurré—. Quizá vuelvan… aunque sólo sea para mirar.
—Cabrones franceses —dijo ella por lo bajo, sacudiéndose de miedo, pero por mucho que me detestase todavía seguía demasiado asustada de los soldados como para arriesgarse a dejar nuestro abrazo. Incluso continuó moviendo las caderas, aunque no tan provocativamente como antes.
—Nos habrían matado —le murmuré al oído—. Hemos hecho lo correcto.
El alivio también inundaba mi cuerpo, lo que, unido a nuestro simulado acto sexual, hizo que mi erguida hombría se empinase todavía más. De hecho, el martillo de mi amor latía ahora dolorosamente con el deseo reprimido.
Ella debió de sentir lo mismo, porque su flor se abrió de pronto como por arte de magia. Dado que era poco prudente separarse —el soldado francés podía regresar en cualquier momento—, debíamos hacer que pareciese real, ¿no? y mi garrancha, poseedora de voluntad propia, decidió hacer que pareciese muy real. Su tesoro secreto pareció tener la misma idea. Su flor no sólo se abrió, sino que se levantó al mismo tiempo que yo instintivamente me inclinaba hacia adelante. Una vez más, la excitación dominó mis instintos de supervivencia, y antes de darme cuenta ya la había penetrado.
Moví la mano izquierda sobre su pecho; la otra bajó entre sus piernas para buscar el gatillo de la pasión. Allí, acaricié y provoqué el tierno pimpollo con mi dedo. Moví la mano izquierda hacia su delicioso trasero, y la levanté del suelo más de un palmo con cada embestida de mis poderosos muslos.
Quizá nos sentíamos aliviados de haber sobrevivido a la redada francesa, fortalecidos por la deliciosa sensación de que después de todo podríamos seguir viviendo. Fuera lo que fuese, nuestros deseos y necesidades nos habían superado. No nos caíamos bien el uno al otro —su odio hacia mí era sin duda homicida—, pero eso de alguna manera hizo que fuera mejor.
La tumbé en el suelo y me eché encima de ella en el pasaje. De ese modo teníamos mejor apoyo y al instante estábamos golpeándonos el uno al otro como martillo y yunque, como si todos los demonios del infierno estuviesen luchando por escapar de nuestros libidinosos muslos, como si nuestras pelvis fuesen armas, arietes en una guerra de asedio lujuriosa. Parecía tener una plancha de acero en la suya, y me golpeaba con tanta fuerza que se hinchaba y se volvía lívida. Nada de eso me retuvo…, no con las descargas de ardiente lujuria que salían de mí y entraban en ella una y otra vez.
Sin aliento, agotados, cubiertos de polvo, por fin nos incorporamos, pusimos en orden nuestras prendas y esperamos a que los franceses despejasen la calle.
Arrodillado, con la espalda apoyada contra la pared, cerré los ojos y exhalé un suspiro cuando de pronto un cuchillo se apoyó en mi garganta. Sin moverme, miré a la mujer que lo empuñaba.
—Te mataría por violarme, pero Casio se enojaría.
¿Violarla? ¡Sombras de Marina! Quería corregirle su falsa impresión de nuestro acto de amor; ella había empujado su plumería contra mí. Decidí, sin embargo, no discutir con una mujer tan rápida con el cuchillo. La mayoría de las mujeres son dóciles y cariñosas después de hacer el amor. Ésta, en cambio, era más arisca que antes.
Aparté con cuidado la hoja de mi garganta.
—Olvidé darte el mensaje de Carlos. En el momento anterior a que el espíritu dejase su cuerpo, me pidió que te dijese que estás haciendo la voluntad de Dios, no cometiendo un pecado, sino siguiendo el camino que Dios eligió para ti.
Ella me miró.
—¿Qué más dijo?
—Eso fue todo. —Sonreí—. Nunca me contó cuáles eran tus pecados, si es eso lo que te preocupa.
Rosa se golpeó la palma de la mano con la hoja del cuchillo.
—No tengo pecados, señor Pícaro.
Eh, tenía un nuevo nombre. Un pícaro era un tunante, un vil ladrón y un abusador de mujeres. Ella creía que me estaba insultando, pero después de que me hubieran llamado lépero, bandido, traidor, asesino y otras cosas peores, que me llamasen pícaro no era ninguna calumnia.