Esa noche dormí en la posada, la misma donde se suponía que debía alojarme a mi llegada. Por las miradas que recibí, estoy seguro de que todos los del lugar tenían la orden de vigilarme. Rosa me despertó con la primera luz del alba.
—Tienes tiempo para comer un trozo de pan y beber una copa de vino; después, nos vamos.
—¿Adónde?
—A hacer el reparto. —Llevaba consigo dos cestos cargados con cuchillos de cocina.
—Vas a espiar.
Ella enarcó las cejas.
—Dilo un poco más fuerte y muy pronto te verás en las manos de Bailly, el general francés a cargo de la policía secreta. Tiene la misión de cobrar los impuestos y de detener a los españoles que se oponen a los franceses. Pone las cabezas de los guerrilleros en los mismos canastos donde mete los impuestos que cobra.
Era bueno tener cerca a alguien como Rosa para evitar que perdiese la cabeza porque tenía la lengua demasiado suelta.
Cargado con uno de los canastos, la acompañé por las calles de la ciudad y por un largo y ancho bulevar llamado las Ramblas. De vez en cuando se detenía en una casa o una tienda para hacer una entrega. Yo esperaba fuera y nunca sabía si ella estaba pasando información o cuchillos.
Nos cruzamos con una patrulla francesa y Rosa saludó a los hombres con una sonrisa y se detuvo para presentarme como su primo al cabo que estaba al mando. Hablaba en un francés fluido. Mientras seguíamos caminando, me comentó:
—Se sienten más seguros en las Ramblas que en el barrio Gótico. No puedes disparar un cañón en sus esquinas.
—¿Cómo?
—Las Ramblas fueron una vez el lecho de un río; es más, la palabra significa algo así en árabe. En tiempos pasados, la avenida seguía el serpenteante curso del lecho seco. Fue transformada en esta ancha y recta calle por el rey para mantenemos a los barceloneses a raya: derribaron muchas callejuelas angostas para transformarla en una ancha avenida que es casi tan recta como una flecha.
—Para que fuera más fácil disparar los cañones…
Cuando pasamos por la fortaleza de la Ciutadella, los cadáveres colgaban de las horcas delante de las inmensas puertas. Al otro lado de la carretera, la gente hacía cola delante de una garita de vigilancia. Había muy pocos jóvenes en el grupo, que en su mayoría estaba formado por mujeres, niños y ancianos. Como los deudos en un funeral, todos mostraban expresiones de dolor y lágrimas en el rostro. Hacían cola para averiguar el destino de sus familiares en manos francesas.
—Ejecutan a los detenidos a diario —dijo Rosa—. Los franceses creen que pueden controlamos a través del miedo, pero eso sólo nos enfurece y aumenta la violencia contra ellos. Ves el dolor de nuestra gente por todas partes, no sólo en Barcelona, sino también en otras ciudades más pequeñas y en los pueblos. Por toda Cataluña, la gente llora a sus seres queridos: padres, hijos, e incluso hijas, son sacados de sus casas, y luego asesinados, violados o encarcelados donde sus familias no pueden encontrarlos o siquiera saber si están vivos. Los franceses pueden encarcelarte por cualquier motivo, incluso si miras a uno con malos ojos o te quejas de que ha desaparecido un familiar. Se han producido casos donde todo un pueblo ha sido ejecutado sumariamente como represalia o trasladados en masa a una prisión.
»Los espías de Bailly están por todas partes: en las esquinas, en las posadas y las tabernas. Ni siquiera puedes estar seguro de que el sacerdote que escucha tu confesión no es un espía francés. Los invasores son absolutamente brutales con las familias de cualquiera del que sospechen que es simpatizante de la guerrilla. Si tienen la más mínima sospecha de que alguien es un guerrillero, detienen y torturan a toda su familia para obtener información. Yo he enviado a mi propia madre fuera de la ciudad para que se aloje con mi hermano por si ocurre que descubren mis actividades. Sólo le permití que viniese a la ciudad cuando creímos que Carlos regresaba a casa.
—¿Casio es el jefe de los guerrilleros en Barcelona?
—No, sólo es uno de los jefes en la región catalana.
Yo estaba realmente impresionado por el coraje y la decisión de las personas que resistían a los invasores.
—Para Casio, para ti y para los demás debe de ser una preocupación saber que no sólo estáis arriesgando vuestras vidas, sino también las de vuestros familiares.
Rosa se detuvo y me miró a los ojos.
—Casio no tiene familia de la que preocuparse; encontró a su esposa, a sus hijos y a su anciano padre colgados de un árbol en las afueras de su pueblo.
Me contó más de la vida de la guerrilla. Vivían como animales salvajes en los bosques y montañas, siempre de un lado a otro, a menudo perseguidos, pasando frío en invierno, derritiéndose en el calor del verano. Los jefes conseguían voluntarios cuando hacía buen tiempo y los combates iban bien, pero había pocos cuando el viento o las batallas se volvían en contra. A veces nadie luchaba porque debían regresar a casa y recoger las cosechas.
De la misma manera que los franceses llevaban un control de las barcas de pesca, sus espías informaban si un hijo o marido de un pueblo faltaba de su casa durante mucho tiempo. Cuando se recibían tales informes, las familias eran arrestadas, y a veces asesinadas sin más.
El despliegue de violencia era desatado por ambas partes.
—Los luchadores de la resistencia deben admirar y temer a Casio y a los otros jefes —dijo Rosa—. Los grupos se gobiernan como jaurías de lobos: al primer signo de debilidad de un jefe, alguien que ansíe el mando le clavará un puñal entre las costillas. Casio obtuvo su primer mosquete cuando mató a un soldado francés con un cuchillo de cocina. El hombre había violado a su esposa. —Sacudió la cabeza—. A diferencia de mi hermano, que participaba en revoluciones en su mente más que con las manos, los jefes guerrilleros a veces están más cerca de los bandidos que de los eruditos políticos. Pero deben saber cómo tratar con personas de todos los niveles.
»Y eso es especialmente importante cuando se busca apoyo en las aldeas y los pueblos. De la misma manera que los franceses cobran impuestos en esos lugares, también lo hacen las bandas guerrilleras, para conseguir dinero y comprar comida y armas. Si el jefe es demasiado brutal (y algunas bandas no son más que grupos de malhechores que roban y asesinan a nuestra gente), las comunidades les cierran las puertas. Casio tuvo que matar a uno de sus propios lugartenientes, un amigo de la infancia, porque el hombre era un bárbaro con los habitantes de los pueblos cuando cobraba los impuestos. De no haberlo hecho, ese pueblo y sus habitantes nos hubiesen negado su ayuda. No es sólo comida y dinero lo que necesitamos de las ciudades y los pueblos; también necesitamos información del movimiento de tropas y un lugar donde escondemos cuando nos pisan los talones.
»Lo mismo sucede cuando se trata con la Iglesia. Los sacerdotes son antifranceses por la política anticlerical de Napoleón. Sus tropas han convertido monasterios y conventos en cuarteles y establos, asesinado sacerdotes y violado monjas. Pero los curas también tienen que tener mucho cuidado, porque son vigilados de cerca por los galos. A la menor provocación, los franceses ahorcan al párroco.
Nunca había pensado en la logística, en la necesidad de reclutar, entrenar, pagar y aprovisionar a las fuerzas guerrilleras. En mi mente, un guerrillero era un hombre —y a veces una mujer— que salía de casa por la mañana con un mosquete para luchar contra los franceses y volvía por la noche. Pero en realidad tenían los mismos problemas con los suministros y las armas que los ejércitos regulares. Sus necesidades eran menores pero sus recursos se veían más forzados.
Rosa me contó que su primera tarea había sido fabricar balas de mosquete en un gallinero, detrás de un comedor de oficiales del ejército francés.
—Obtener suministros supone un esfuerzo constante —manifestó—. Menos de la mitad de nuestros hombres están equipados con mosquetes, y pocas veces tenemos munición suficiente. En Navarra, el jefe guerrillero Mina empleó la estrategia de una bala que Casio y los otros jefes han adoptado. Cuando emboscan a una unidad francesa, se acercan todo lo posible antes de disparar. Luego, tan pronto como han disparado los mosquetes una vez, atacan a los franceses a bayoneta calada y luchan cuerpo a cuerpo. Parte de nuestros hombres permanecen en la reserva. Llegado el momento de abandonar el combate, las reservas disparan otra descarga para cubrir la retirada. Incluso cuando tenemos balas de mosquetes suficientes, continuamos con la misma estrategia porque nos va mejor con un ataque rápido, atacar a los franceses con las bayonetas en lugar de intercambiar disparos mientras ellos esperan la llegada de refuerzos.
—¿Qué tamaño tienen las unidades guerrilleras? —pregunté.
—Algunas veces, unas pocas docenas de hombres, por lo general unos cientos, incluso si se trata de una batalla más importante. Los franceses ya no envían correos sin una gran escolta, un par de centenares de hombres o más, todos montados y al galope, pero detenemos a muchos de ellos. Las comunicaciones es el mayor problema de los franceses. Controlan muchas ciudades, pero nosotros controlamos las carreteras, el campo y las montañas. Una unidad francesa pocas veces sabe lo que está haciendo otra sólo a un día o dos de distancia porque sus correos no pueden pasar.
»Los franceses vinieron a España creyendo que vivirían de la tierra, robando lo que pudiesen, y sólo pagando cuando no tenían otra alternativa. Pero han descubierto que tienen que apretarse los cinturones. Nuestra gente escapó a las colinas con sus rebaños en lugar de permitir que los franceses se los arrebataran, y nuestras guerrillas compran el grano tan pronto como se cosecha y queman el resto para que no lo tengan los invasores.
»Otra ventaja que tenemos es la velocidad. Debido a que nuestras unidades son pequeñas, llevan armamento ligero y conocen el terreno, nos movemos mucho más de prisa que ellos. Nuestra mayor ventaja está siempre en las montañas. El ejército español nunca ha tenido buenos mapas o se los han ocultado a los franceses, porque ellos casi nunca conocen los pasos de montaña como nosotros. Allí donde vamos, los lugareños nos enseñan las rutas secretas por las montañas y los mejores lugares donde emboscar al enemigo. La táctica más eficaz ha sido ocultarse en terreno alto y disparar contra las tropas francesas abajo. Todo terreno escabroso (montañas, colinas, bosques…) favorece a nuestros guerrilleros porque demora a la caballería enemiga.
Escuché en silencio mientras Rosa describía estas tácticas. Mi admiración por los guerrilleros crecía por momentos. Un oficial francés pedía mosquetes, balas y pólvora al arsenal, mientras que los patriotas como Casio luchaban con un cuchillo de cocina contra un mosquete…, y bien que luchaban, con una extraordinaria determinación y gran coraje, de la misma clase que había enviado a David armado sólo con una honda y unas piedras contra Goliat.