Levanté las manos para mostrar que no llevaba armas.
—Yo era amigo de Carlos, no su asesino.
—Matadlo —insistió ella—. Es un espía francés.
—No le hagáis caso. Estoy aquí enviado para una importante misión por el coronel Ramírez de Cádiz. He venido con la orden de entrar en contacto con las guerrillas que luchan contra los franceses.
—¡Asesino! —La joven se levantó la falda y empuñó la daga que llevaba en una funda atada a la pierna.
—¡Basta! —ordenó uno de los hombres.
—Casio…
—No, necesitamos información antes de verter sangre. Podrás cobrarte la revancha más tarde.
—Sólo estoy aquí para servir —manifesté con una sonrisa—. Interrógame, y después ella podrá matarme.
El hombre llamado Casio se acercó a mí. Calculé que sólo era unos pocos años mayor que yo, quizá de unos treinta, pero ya curtido en el mundo. Las manos que sujetaban la daga eran grandes y con las cicatrices propias de algún tipo de trabajo manual. Quizá había sido herrero. De físico poderoso, era una formidable presencia.
—He venido aquí para ayudar a la resistencia, no para que ella me mate —manifesté.
—¿Qué le sucedió al hermano de Rosa? ¿Por qué te haces pasar por él?
Mi vida estaba en juego. Esos momentos surgían ahora con apabullante frecuencia, hasta tal punto que hice algo que era lo más antinatural en mí: dije la verdad.
—Mi nombre es Juan de Zavala. Provengo de las colonias, de Guanajuato, en la región del Bajío de Nueva España. Soy un mentiroso y a veces ladrón por necesidad, pero no soy un asesino. Sólo he matado en defensa propia. No maté a Carlos; él era mi amigo. Intenté salvarle la vida cuando los indios nos atacaron en Yucatán. Casi lo conseguí. Me dio su relicario y sus anillos para que se los devolviera a la familia.
Casio soltó una risa desabrida.
—Y has venido aquí, al otro lado del mundo, para devolverlos. —No era una pregunta.
—Vine a España porque me tomaron por Carlos después de escapar de los salvajes. Llevaba encima sus documentos de identidad cuando me encontraron. Me buscaban en Nueva España, no por crímenes caprichosos, sino por los que me vi forzado a cometer porque la diosa Fortuna había dispuesto las cartas en mi contra. —Les relaté la triste historia del caballero que se había despertado un día para encontrar que cuando era un bebé había sido cambiado, de cómo había conocido a Carlos en Teotihuacán mientras me fugaba de los alguaciles y me había quedado con él como su sirviente hasta que murió en Yucatán. Omití unos pocos detalles, entre ellos, a la condesa de Nueva España y el asesinato del sacerdote inquisidor en Cádiz.
Cuando acabé, reinó el silencio en la habitación, un silencio incómodo. Casio me miró como si yo fuese una de esas personas que Carlos creía que vivían en otro planeta. Movió la cabeza lentamente.
—No sé si llorar debido a tu triste historia… o degollarte porque eres el mayor mentiroso de la cristiandad.
—Nadie podría inventar semejante historia —manifestó el hombre que estaba junto a Casio—. Ni siquiera Cervantes habría imaginado tal relato.
—Ya lo veremos —dijo Casio—. Ve a buscar al indiano.
Había oído la palabra antes. Hombres que habían ido a las colonias en las Américas y habían regresado después de hacer su fortuna eran llamados americanos o indianos en España. En la colonia, nosotros los llamábamos gachupines.
En cuanto el hombre salió a buscar al indiano, me volví hacia Rosa.
—Siento lo de Carlos. De verdad llegué a pensar en él como en mi propio hermano. Hubiese dado la vida por él… y casi lo hice.
Ella no dijo nada. No sabía si todavía estaba dispuesta a matarme o no. Una cosa era segura: no era una mujer de compromisos. Mientras que Carlos había sido una persona razonable, su hermana me parecía alguien que hacía juicios rápidos y se negaba a cambiarlos.
Después de una hora o poco más, el hombre regresó con el indiano. Mayor que los demás presentes en la habitación, que rondaban entre los veinte y los treinta años, el llamado indiano tenía el pelo canoso y quizá unos cincuenta y tantos.
—Cuéntale tu historia.
Comencé de nuevo, poco a poco. Había llegado al momento de la fuga de la cárcel de Guanajuato cuando Casio me interrumpió.
—¿Tú qué crees? —le preguntó al indiano.
—¿Quién es el intendente de Guanajuato? —me preguntó él a su vez.
—El señor Riaño.
—Cualquiera puede saber el nombre del gobernador —señaló Casio.
—¿Cómo se llama su hijo mayor? —preguntó el indiano.
—Gilberto.
Me preguntó luego una serie de direcciones, desde el centro de la ciudad hasta carreteras que llevaban a otras zonas, desde la catedral mayor a otras dos importantes. A continuación quiso saber cuál era el mejor lugar para comprar joyas en la ciudad y confesé mi ignorancia.
—Pregúntame quién hace las mejores monturas —sugerí.
—Háblame de tu tío, ¿qué aspecto tenía Bruto?
—No era como yo. Su tez, el pelo y los ojos eran más claros, pero lo más importante era la marca que tenía aquí. —Me toqué un costado de la cabeza, cerca de la sien derecha—. Tenía una mancha marrón. Él decía que era una marca de nacimiento.
—Es Juan de Zavala —declaró el indiano.
—¿Estás seguro?
—Sin duda. Está muy claro que vivió en Guanajuato. Conocí a Bruto hace más de diez años, pero no lo recuerdo bien. No recordaba la marca de nacimiento en absoluto. Pero estoy al corriente de la historia del cambio de bebés por una carta que me envió mi primo. Es el mayor escándalo de la colonia. —Se encogió de hombros—. Además, es obvio que nació allí; tiene su acento. Pero la prueba más convincente son sus botas.
Todos miramos mis botas. Y las suyas.
—Los indios también hicieron las mías —dijo—. Los zapateros españoles no pueden igualar su oficio.
—Gracias, señor —dije, agradecido de todo corazón.
El indiano se marchó y Casio me miró de nuevo.
—¿Cómo sabemos que no eres un espía francés?
—Me importan tan poco los franceses como vosotros los españoles —respondí—. No soy un espía de los franceses, pero Carlos, sí lo era.
—¡Eso es mentira! —gritó Rosa.
—No es mentira —replicó Casio—. Es bien sabido que Carlos era simpatizante de los galos. ¿En Cádiz sabían de esa historia del cambio de bebés?
—No, el coronel cree que yo soy Carlos.
—Entonces serás Carlos.
Casi suspiré de alivio.
—No podemos confiar en él —intervino Rosa—. Ya lo has oído, no es leal a nosotros.
—Pero tampoco es leal a los franceses. Sólo le preocupa su propio pellejo, así que sabemos cuál es su posición. Ahora mismo lo necesitamos. Lo enviaron aquí porque lee francés, y su rostro no es conocido para los militares galos.
—Rosa tiene razón —apunté—. Necesitáis a alguien que sea leal a la causa española. Con tu permiso, me marcharé de la ciudad y nunca…
—Nuestra gente vigila las carreteras de entrada y salida de Barcelona noche y día. No sale ni una rata si no lo permitimos. Si intentas dejar la ciudad, te daremos el tratamiento especial que tenemos reservado para los traidores a nuestra causa.
Me incliné en un gesto de rendición.
—Señor Casio, considéreme como un soldado en la guerra de la independencia contra los demonios franceses.
—No confío en él —repitió la diablesa—. Creo que deberíamos matarlo.
—Entonces tú eres la persona ideal para encargarse de su vigilancia. Salgamos, estoy cansado de este lugar oscuro —les dijo a sus compañeros.
En el momento de subir la escalera de la bodega, hizo una pausa para mirar a Rosa.
—No te preocupes, es una misión muy peligrosa. Lo más probable es que acabe muerto.