Los alguaciles me llevaron a la cárcel de Barcelona. Mi primer temor fue que me entregaran a los franceses, pero el patrón había estado en lo cierto cuando describió la ocupación napoleónica como algo que sólo era efectivo donde estaban los franceses. Ocupaban la enorme fortaleza pentagonal que dominaba la ciudad, pero dejaban la vigilancia de las calles en manos de la policía local.
Pasé mi primera noche en la cárcel considerando mis opciones —cualquier cosa para escapar a la confesión—, pero por la mañana el carcelero me sacó de mi celda.
—Eres un hombre afortunado —comentó, mientras lo seguía por las lóbregas escaleras de piedra—. Tu amante ha conseguido que te suelten.
Murmuré mi agradecimiento. Me pregunté quién demonios era mi amante, y si no gritaría cuando viera que no era Carlos.
No pude disimular mi desconcierto cuando me hicieron pasar a una habitación y me encontré cara a cara con la joven que estaba con la madre de Carlos en el muelle. El parecido con mi amigo era innegable. Me abrazó.
—Lo siento, Carlos, pero ahora volvemos a estar juntos.
Un alguacil sonriente me entregó mi macuto al tiempo que me daba una palmada en la espalda.
—¡Sé lo que harás esta noche!
Me alegro de que lo supiese, porque yo, desde luego, no lo sabía. Seguí a la mujer fuera de la cárcel, sin que ninguno de los dos dijese una palabra. Cuando llegamos a la calle, desapareció todo el afecto.
—Por aquí —dijo, y echó a caminar a paso vivo. La seguí hacia el corazón de la ciudad; las preguntas sin respuesta rodaban en mi cabeza. ¿De verdad creía que yo había asesinado a su hermano? ¿Por qué me había rescatado? ¿Me había sacado de la cárcel sólo para que su familia pudiese tomarse la venganza de sangre?
—Yo no maté a tu hermano —dije.
—Ahora no —susurró ella.
Pese a su evidente parecido con Carlos, su personalidad era distinta, más segura. Mostraba una dureza de la que Carlos carecía; no dudaba de que era capaz de clavarme una daga en la tripa. Quizá vivir bajo la ocupación extranjera la había endurecido. Era una mujer atractiva que sin duda había recibido las indeseables atenciones de los soldados franceses que creían que las mujeres españolas eran un botín de guerra.
Me llevó por un laberinto de calles muy concurridas que se entrecruzaban con angostas y sinuosas callejuelas. Los edificios habían sido construidos en la Edad Media, pero no tenían aspecto de medievales; en el barrio reinaba la actividad de una colmena.
La hermana de Carlos me había llevado al barrio Gótico, en el centro mismo de Barcelona. Era la parte más antigua de la ciudad, y databa de los tiempos romanos. Estaba lleno de pequeños talleres que fabricaban toda clase de mercancías. En cada uno, un maestro artesano contrataba a uno o dos aprendices para fabricar productos que podían ser toneles de madera, muebles o artículos de hierro.
Por lo general, el artesano y su familia vivían en el piso superior del taller, mientras que los aprendices dormían allí donde encontraran una habitación. En el barrio estaba la catedral y el palacio real, donde Colón se había presentado ante los reyes.
Los nombres de las calles reproducían la actividad de las tiendas. Pasamos por una calle llamada Boters, y como indicaba el cartel, era donde se fabricaban los toneles de vino. La calle Agullers, fiel a su nombre, estaba ocupada por los fabricantes de agujas, y la calle Corders era donde trabajaban los cordeleros.
«Un ciego podría caminar por el barrio Gótico y saber dónde está —me había dicho el patrón— por los sonidos y los olores de lo que fabrican».
Cuando llegamos al palacio real, la mujer —cuyo nombre sabía que era Rosa sólo porque Carlos me lo había dicho— me miró furiosa y dijo:
—Hay una habitación en el palacio donde la Inquisición celebraba sus juicios. Dicen que las paredes tiemblan cuando las personas mienten.
¿Estaba intentando decirme algo?
Llegamos a una cuchillería en la calle Dagueria. Los dos jóvenes aprendices que se dedicaban a afilar cuchillos ni siquiera nos miraron cuando atravesamos la tienda y bajamos la escalera en dirección a un sótano. La seguí dócilmente, como un cordero que llevan al matadero, pues no tenía alternativa. Cuando llegamos abajo, dos hombres salieron de los oscuros rincones del sótano. Otros dos bajaron la escalera detrás de mí. Los cuatro empuñaban dagas.
—Éste es el cabrón que asesinó a mi hermano —dijo Rosa.