Barcelona
Barcelona, una brillante ciudad contra unas colinas resplandecientes, se vanagloriaba de poseer una de las bahías más hermosas del mundo. Mientras observaba su pintoresco puerto desde la proa de la barca, yo sólo podía pensar en cómo salir de allí. Una vez más, repasé mi plan de fuga. El coronel me había ordenado que fuese a una taberna en el muelle llamada Pescado Azul y esperase a que uno de sus agentes estableciese contacto conmigo. Mi plan era dirigirme en la dirección opuesta.
Luché con mi conciencia por la promesa hecha a Carlos —darle a su hermana el mensaje y las joyas—, pero fue un debate breve. No podía arriesgar mi vida buscando a la familia de Carlos, pues ése sería el primer lugar donde me buscarían los hombres del coronel. Además, el relicario y el anillo que llevaba en honor a Carlos eran valiosos. Yo era tomado por un ladrón, ¿no? ¿No debía hacer honor a mi reputación y robarle a la familia de mi querido amigo muerto? Ya no podía manchar más mi alma a los ojos de Dios de lo que lo había hecho.
A medida que la barca se acercaba a la ciudad, el comentario del coronel de que una «sorpresa» me esperaba en Barcelona pesaba con más fuerza en mi mente. Ver el puerto sólo aumentaba mi inquietud, máxime cuando el patrón me sonrió con una expresión maliciosa. Era obvio que sabía algo que yo desconocía, y en mis huesos intuía que el secreto no presagiaba nada bueno para mí.
Más allá de alejarme del muelle, no tenía ni idea de adónde podía encaminar mis pasos. Barcelona era una gran ciudad, pero no sabía hasta qué punto podía desaparecer en ella. En cualquier momento, la resistencia española podía acusarme de traición y clavarme una daga entre las costillas, o los franceses arrestarme por espía.
Tuve el cuidado de formular sólo preguntas generales sobre las diversas regiones de España, sin dar ninguna pista de que tuviera la intención de escapar a algún otro lugar. El capitán me dijo que nunca había estado en Madrid, pero sabía que era una ciudad más grande que Barcelona. El propio tamaño de la capital me atraía. Además, la carretera entre las dos grandes ciudades era muy transitada, lo que me permitiría confundirme con los verdaderos viajeros. Saldría de Barcelona cuanto antes, sin pasar siquiera una noche en la ciudad, con una única pausa para vender el relicario y el anillo y comprarme una montura. Una vez en la capital intentaría ganar el dinero suficiente a través del trabajo honesto —o deshonesto, más probablemente— para pagar un pasaje a La Habana.
Estaba ensimismado, diseñando y repasando mis planes, cuando el patrón se apoyó en la borda, a mi lado.
—Mi Barcelona es la ciudad más hermosa del mundo —afirmó—. También es la ciudad del Descubrimiento. A su regreso, tras descubrir el Nuevo Mundo, Colón trajo la Niña a Barcelona, donde el rey y la reina tenían la corte, aventajando al traicionero capitán Pinzón, que comandaba la Pinta. Ambos hombres disputaban la carrera para ser el primero en atribuirse el mérito del Descubrimiento. Colón trajo a seis indios caribes y los llevó al palacio real, en el barrio Gótico, donde se los presentó a Isabel y Fernando.
Le hablé de algo curioso que había visto antes: barcas que arrojaban al agua grandes maderos lastrados con hierros que arrastraban una red.
—Coral rojo —respondió el capitán—. Es muy valioso, pero se encuentra a demasiada profundidad para que un hombre pueda descender y arrancarlo. Las barcas arrastran los arietes de madera a lo largo del coral para romper las ramas, que después son recogidas por la red.
Pasamos por delante de un patrullero francés y vi a un hombre a bordo que nos miraba con el catalejo.
—Están verificando el nombre de la embarcación. Cuando el Gato de Mar zarpó de la ciudad, tomaron nota. Ahora comprobarán cuánto tiempo ha estado fuera la embarcación. Si han pasado más de dos días, el capitán y su tripulación serán arrestados y acusados de llevar información a nuestras fuerzas en Cádiz.
—¿No descubrirán que ha estado ausente un par de semanas cuando verifiquen sus registros?
—El Gato de Mar sólo ha estado fuera una noche —respondió con una sonrisa—. Eso es lo que aparecerá en sus registros.
—¿Tienen a alguien que altera los registros?
—No. La resistencia tiene más de una embarcación llamada Gato de Mar. La otra la registraron los franceses cuando partió ayer de Barcelona, y nosotros tomaremos su lugar en los registros franceses hoy, como si regresáramos de una noche de pesca.
—Muy astuto. —«Pero arriesgado», pensé.
—Atracaremos cerca de la Barceloneta —me informó—. Es como otro pequeño pueblo, una aldea de pescadores y trabajadores portuarios, aunque forma parte de la ciudad. Su posada está cerca.
De nuevo, su sonrisa provocó mi nerviosismo.
Cuando amarramos, recogí mi macuto —habría despertado sospechas si no lo llevaba— y salté al muelle en cuanto la tripulación aseguró las amarras. Me despedí del patrón con un gesto de la mano e intenté caminar con la mayor naturalidad posible, cuando en realidad lo que deseaba era echar a correr. El muelle estaba abarrotado con tripulaciones y vendedores de pescado.
En el momento en que lo saludaba, la sonrisa del capitán se hizo más grande. Me señaló y gritó:
—¡Allí está!
Dos mujeres que esperaban al final del muelle me miraron: una mujer mayor que no cabía duda de que era la madre de otra más joven que estaba a su lado. Mis ojos repararon en la mayor, al ver el modo en que me miraba. Vestía de luto, desde el pañuelo de la cabeza hasta los zapatos.
Mientras mis pies me acercaban involuntariamente, me di cuenta de que no miraba mi rostro, sino el relicario que colgaba de la cadena alrededor de mi cuello. Su parecido con Carlos era inconfundible, y en el mismo momento en que la enormidad de mi dilema se hacía sentir, gritó:
—¡Asesino!
Eché a correr, mientras la madre de Carlos me perseguía sin dejar de gritar: «¡Asesino!»
Esquivé a los vendedores de pescado con sus afilados cuchillos y fui a caer en brazos de dos alguaciles.
La viuda y su hija nos alcanzaron. Los hombres del rey me sujetaban cuando la mujer mayor me señaló con un dedo acusador.
—¡Asesinó a mi hijo! —gritó.
—¿Cómo lo sabe, señora?
La madre de Carlos señaló el relicario y los anillos en mis dedos.
—Asesinó a mi hijo y robó sus joyas.