CINCUENTA Y OCHO

Antes de marcharme, el coronel mencionó que fray Baltar no había asistido a nuestra primera reunión porque el cardenal le estaba imponiendo una medalla sagrada por su «valentía» en Yucatán. Mientras yo escapaba tomando un barco en Sisal, el sacerdote había ido en la dirección opuesta para llegar a la costa sur de la península de Yucatán, cerca de Tulum. Allí había embarcado en una nave de cabotaje que lo llevó al sur de Cartagena, donde tomó otro barco en dirección a Cádiz.

Primero les había dicho a las autoridades que ningún miembro de la expedición había sobrevivido, a pesar de sus heroicos esfuerzos por salvamos. Cuando se enteró de que Carlos estaba vivo, se adjudicó el mérito de su fuga de los salvajes. Sospechaba que había eludido intencionadamente el encuentro con el coronel por miedo a que Carlos lo denunciara como el perro cobarde que era. Gracias a Dios, no había estado allí para desenmascararme. Pero no cabía duda de que se aproximaba el desenlace: ambos teníamos que reunimos al día siguiente con el coronel.

El coronel Ramírez me había comunicado muy amablemente dónde estaba el monasterio donde se alojaba mi «compadre». Luego me dejó ir con la orden de reunirme con él y fray Baltar en su despacho al día siguiente. Allí, nos daría las últimas instrucciones.

Me dirigí al monasterio. Me senté junto a la ventana de una posada, pedí comida y vino, y observé a los sacerdotes que entraban y salían del complejo religioso. La mayoría de ellos cruzaban la calle para tomar una copa de vino, y advertí que de vez en cuando alguno desaparecía escaleras arriba con alguna de las putas de la posada. Me enteré por una de las camareras de que, para la hora de la cena, el lugar estaría lleno de sacerdotes, y también el piso de arriba.

El posadero me trajo otra jarra de vino después de haberme acabado la primera. Le pregunté si el sacerdote «héroe de Yucatán» era uno de sus clientes, y me aseguró que se trataba de un visitante habitual.

Me preguntó si quería una mujer.

—Envíame la más hermosa —le respondí. Las putas que había visto eran tan feas que hubiesen hecho que un lobo dejase caer una chuleta, pero uno siempre podía tener esperanzas.

—Soy Serena —me dijo la mujer cuando se acercó a mi mesa moviendo las caderas—. ¿Quieres ir arriba? Te costará dos escudos.

Largo pelo negro, resplandecientes ojos negros, una falda y una blusa negras, un negro corazón y una disposición a juego; era perfecta para lo que yo quería.

Enarqué las cejas.

—¿Estoy hablando con la reina de Saba? Podría comprarme una mula con ese dinero.

—Podrías comprarte dos mulas, pero todas han sido requisadas para la guerra. Como también lo han sido la mayoría de mis compañeras putas. —Se echó el pelo hacia atrás—. Eres afortunado de encontrar alguna dispuesta a darte placer. Apoyo el esfuerzo de guerra acostándome sólo con héroes y oficiales de alto rango.

—¿Eres una patriota, Serena? —pregunté en voz baja.

—Estoy dispuesta a morir por Cádiz. ¿No has oído que las mujeres como María Agustina en Zaragoza han luchado a la par que los hombres?

—No es necesario que mueras, pero tengo para ti una misión de gran importancia.

Me miró y reparó en mis prendas un tanto diferentes, que indicaban que no era de Cádiz. Luego echó la cabeza hacia atrás.

—¿Quién eres tú para hablar de esa manera?

Sin alzar la voz, le respondí:

—Trabajo para el coronel Ramírez, que está a cargo de perseguir a los espías franceses. ¿Sabes lo que hacemos con los espías franceses cuando los detenemos?

—Yo sé lo que haría con ellos. —Sacó una daga de aspecto malvado de algún lugar de entre sus prendas—. Les sacaría las tripas y se las daría a los perros.

La creí. Yo mismo estaba dispuesto a meter un puñal entre las costillas de aquel maldito inquisidor, pero eso generaría muchas preguntas, por no mencionar que la Inquisición en pleno saldría a buscar mi miserable pellejo. Una idea mejor se estaba desarrollando en mi mente y salía ya por mi lengua.

—Serena, voy tras la pista de un espía francés que se hace pasar por sacerdote.

—¿Un espía que se hace pasar por sacerdote? —Se persignó—. Que el diablo se cague en su alma.

—En algún momento del día de hoy o de esta noche, vendrá aquí. Esto es lo que debemos hacer para aseguramos de que no pone en peligro las defensas de la ciudad…

Me senté en un rincón oscuro de la posada, medio oculto detrás del extremo del mostrador, y observé la acción. El inquisidor llevaba allí más de una hora, bebiendo vino con una sed insaciable. Advertí que ninguno de los otros sacerdotes parecía muy dispuesto a tratar con él, y el hombre iba de una mesa a otra cuando desaparecían sus compañeros de copas. Comprendía muy bien la reacción de los curas: nadie quería decir nada que pudiese dar pie a una investigación del Santo Oficio.

En cuanto Baltar hubo bebido el suficiente vino para atontar sus sentidos, le hice una seña a Serena. La puta se sentó a su mesa y le sirvió una copa de vino. Se inclinó para hablarle al oído y no tardó mucho en transmitirle el mensaje que yo le había dado. Como patriota, ella quería homenajear a fray Baltar de la mejor manera que podía hacerlo una mujer.

Esperé un momento hasta que desaparecieron escaleras arriba, y luego fui tras ellos. Había alquilado habitaciones contiguas… al doble de la tarifa habitual del posadero. Entré en la habitación vacía, me apresuré a cruzarla, abrí la puerta del balcón y asomé la cabeza. El balcón del cuarto que había alquilado para la puta y Baltar estaba desierto. Me sujeté de la balaustrada de hierro y me colgué para estirarme y coger la balaustrada del otro antes de pasar un pie. Abajo no había nada salvo un oscuro callejón lleno con la basura que tiraban por la puerta trasera de la posada o desde las ventanas: el hedor de miles de orinales vaciados se mezclaba con el de la carne pasada que servía el posadero.

Desde la puerta del balcón oí la voz aguda y las risas de la mujer. Luego, el mido de las pisadas que se acercaban. «¡Buena chica!» Me hice a un lado cuando ésta se abrió y Serena salió a la carrera, desnuda y riéndose. El sacerdote salió tras ella. La puta se agachó entonces para escabullirse pero Baltar la sujetó del pelo.

—Buenas noches, amigo —le sonreí en la oscuridad.

Soltó el pelo de la mujer como si le quemase.

—¿Qué…? ¿Quién…?

—Soy yo, tu viejo amigo de Chichén Itzá. Al que rescataste de los salvajes.

La puta se soltó y Baltar entornó los párpados, intentando ver mi rostro en la oscuridad de la noche. Serena corrió al interior mientras yo me acercaba y la luz de la lámpara de la habitación alumbró mis facciones para él.

—He venido a darte las gracias por lo que le hiciste a Carlos.

Era rápido, tratándose de un hombre con la barriga llena de vino: no sabía de dónde había salido la daga, pero de pronto la tenía en la mano cuando saltó sobre mí. Di un paso atrás, me volví de lado y la hoja me desgarró la camisa. Lo sujeté por las muñecas en un intento por mantener la daga en su mano derecha apartada de mi carne y lo empujé hacia atrás, apretándolo contra la balaustrada de hierro forjado. Era más fuerte de lo que creía y, a su vez, él me empujó contra la pared. Solté su mano izquierda y le pegué en la sien con el puño, pero o mi puñetazo no fue demasiado fuerte o su cabeza era dura, porque mi puño rebotó. Lo próximo que sé es que la mano que le había soltado era el puño que me pegaba. Sin dejar de agarrar la mano de la daga, doblé las rodillas y me apoyé en la pared detrás de mí, para enviarlo hacia la balaustrada de un empellón. Se tambaleó y golpeó el borde de la balaustrada con su gordo culo. Oí el crujido del metal al romperse, vi cómo caía hacia atrás, y entonces… me cogió de la camisa y me arrastró consigo.

Yo volaba, no, caía como una piedra. Alguien gritó mientras caíamos en la oscuridad del callejón. No sabía si había sido yo o el cabrón del inquisidor; quizá nuestras almas gritaban de terror al unísono.

Cuando golpeé contra el suelo, el aliento escapó de mi cuerpo. Durante un largo momento me vi engullido por un vacío, ahogándome en un mar de tinta negra. Algún instinto primitivo hizo que me levantase y, tambaleante, me acerqué a alguien: el sacerdote. Comprendí que había caído encima de él y su cuerpo había amortiguado el impacto. No se movía. Le di un patada. Nada.

—Espero que tu alma arda en los fuegos del infierno —le dije a su cadáver.

Me presenté en el despacho del coronel Ramírez a la mañana siguiente, a la hora señalada, magullado y dolorido por mi caída pero con la ilusión de mostrar mi entusiasmo ante la perspectiva de ser enviado a una misión de la que probablemente no saldría con vida.

—Tengo una muy mala noticia, Carlos. Su amigo, el sacerdote que le salvó la vida en Nueva España, ha sufrido un terrible accidente.

—¿Un accidente, señor?

—Se cayó de un balcón en una posada. Quizá muera.

—¿No está muerto?

—Veo por su reacción que está sorprendido por la noticia. No, no está muerto, pero no se espera que sobreviva a este día.

—Espero que no.

—¿Señor?

—Quería decir a causa de sus heridas. No quiero que mi amigo sufra.

—Sí. Comprendo que llorará la muerte de su amigo, después de que lo salvó de aquella tribu de salvajes. Lamento que no pueda permitirle correr junto a su cama. Lo espera un barca que zarpará con la marea. —El coronel se acercó para palmearme en el hombro—. No se preocupe, Carlos. Fray Baltar está inconsciente y nunca sabría que usted estuvo a su lado. Cuando muera, me ocuparé de que reciba el funeral que se merece.

Tracé la señal de la cruz.

—Que Dios envíe su alma al lugar que se merece con toda justicia.

Salí del despacho y cruzaba la oficina exterior cuando el coronel se asomó a su puerta y me gritó:

—Me olvidaba de una cosa. Habrá una sorpresa esperándolo en Barcelona.

¡Ay de mí!