CINCUENTA Y SIETE

Para mi sorpresa, no fui llevado a una mazmorra, sino al cuartel general militar. En el lugar reinaba una actividad frenética, los oficiales y correos iban y venían, siempre de prisa, algunos llenos de vanidad, otros con expresiones de preocupación cuando traían noticias de los avances de la guerra. Unos oficiales me hicieron bajar por una escalera de piedra hasta las entrañas del edificio y me encerraron en una habitación oscura. Cerraron la puerta y me encontré en la más absoluta oscuridad. No había visto nada en la habitación, excepto pilas de papeles, como si el cuarto fuese un archivo. Me acomodé sobre los papeles e intenté no pensar en mi situación. Pero eso era tan sencillo como olvidarse de respirar.

¿Me sacarían de allí para fusilarme sin más? Si me daban la oportunidad de explicarme, quizá podría conseguir algo de tiempo. Podía confesar ser un impostor —además de un famoso bandido y asesino colonial—, en lugar de ser un espía y un traidor. Eso podía darme algunas horas mientras decidían la mejor manera de ejecutarme.

No sé cuánto tiempo me tuvieron en ese almacén. Me desperté cuando oí la llave en la cerradura.

—Venga conmigo —dijo un oficial. Hablaba con la arrogancia y la autoridad de un soldado que ha pasado su carrera militar en cargos de estado mayor en lugar de enfrentarse al enemigo en el campo de batalla. Dos soldados lo escoltaban.

—¿Adónde me llevan?

—Si hay suerte, al infierno.

—Cuando nos encontremos allí, estaré montando a tu esposa para que sepa lo que es un hombre de verdad.

Era el diablo quien me hacía decir esas cosas. El oficial permaneció inmóvil, como una estatua de piedra, aunque su rostro perdió el color. Los dos soldados me miraban boquiabiertos.

Luego la palidez del oficial desapareció, y su rostro se tornó rojo.

—Mandaré que…

—¿Que me azoten? ¿Que me cuelguen? ¿Quieres que cambie el insulto? Dame una espada, amigo, y arreglaremos el asunto del amor de su esposa por mi hombría.

—¡Esposadlo!

Un momento más tarde me llevaron encadenado a una habitación en una de las plantas altas del edificio del cuartel general. Detrás de una mesa estaba sentado un oficial, por cuyo uniforme deduje que su grado era superior al del perro al que había insultado. A diferencia del mariquita, éste parecía un hombre que mandaría que me cortasen el miembro y me lo metiesen por la garganta si hablaba mal de su esposa o de sus hijas.

—Quitadle las esposas y marchaos —les dijo el oficial a los hombres que me habían llevado allí después de haber hablado en privado con el joven oficial. Me miró furioso en cuanto estuvimos a solas—. Tendría que mandar que lo fusilasen ahora mismo por sus insultos a mi teniente.

—Es una mujer —me burlé.

—Es mi hijo.

«¡Me cago en la leche!»

—Me disculpo, señor general. —No sabía su rango, pero llamarlo «general» parecía un buen comienzo. Encuentro que cuando se me acusa falsamente de algún delito, debo defenderme contra aquel que tengo más cerca. Por desgracia, su magnífico hijo había sido el blanco más cercano disponible cuando se abrió la puerta.

—¿Cuáles son los crímenes de los que ha sido acusado falsamente?

—¡No soy un espía!

—¿Por qué cree necesario defenderse contra tal acusación?

—Bueno, yo…

—Quizá ha venido preparado para defenderse de tal cargo porque en realidad es usted culpable. ¿Es así, señor Galí?

Frenéticas estrategias para conseguir cortarme la lengua pasaron por mi cabeza, pero ninguna llegó a mi boca. Probé con una mentira.

—Anoche, uno de los soldados me llamó espía.

—Miente. Ellos no sabían por qué lo arrestaban.

—Sí, miento. —Me incliné hacia adelante y apoyé las manos en la mesa. No podía engañar a ese hombre, así que apelé a la verdad…, o al menos a una pequeña parte—. He sido un admirador de Francia, un afrancesado, como dicen. Creo que algunas facciones en España restringen la libertad de expresión, incluso la libertad de pensamiento, y ésos son todavía mis sentimientos. ¡Pero ahora escupo a los franceses! —Descargué un puñetazo sobre la mesa—. Cuando el pueblo de Madrid se levantó para luchar contra los invasores con las manos desnudas, ya no pude seguir admirando a los franceses, soy el primer patriota de España. Deme una espada, señor, y verá la sangre francesa corriendo por nuestras cunetas.

Me miró con los labios fruncidos.

—Un informe del virrey de Nueva España nombra a los espías que conspiraron para enviar a los franceses los planos de nuestras fortificaciones.

—Estoy enterado del asunto. Mientras participaba en una expedición científica de la colonia, dos de nuestros hombres fueron arrestados como espías.

Me sonrió como uno de los tiburones que había comido en Términos.

—Su nombre está entre el de los acusados.

Tracé la señal de la cruz y señalé a los cielos, a algún lugar del cielorraso agrietado encima de mi cabeza.

—Señor general, que Dios me mate ahora mismo si miento. Se lo juro, no sé nada de esos repugnantes actos excepto lo que oí. —Rogué que el buen Dios comprendiese que había algo más que un poco de verdad en lo que decía—. ¡Nunca he espiado!

—Sospecho que miente. Algo en usted me dice que es un mal hombre. Antes de que lo trajesen aquí, suponía que sería un tímido y asustado erudito, un hombre de libros e ideas. En cambio, tiene una boca sucia, retó a un oficial en duelo y miente con la misma facilidad que si lo hubiesen criado los gitanos.

—Provengo de una buena familia catalana…

—Y ésa es la única razón por la que está vivo.

Lo miré con extrañeza.

—¿Señor general?

—Soy coronel, no general. Mi nombre es coronel Ramírez, así que, por favor, deje de hinchar mi rango. Viene de Barcelona, donde es conocido por sus simpatías francesas; quizá incluso ha sido espía de los franceses desde antes de viajar al Nuevo Mundo.

—Yo…

Levantó una mano para hacerme callar.

—Por favor, deje de proclamar su inocencia. Las autoridades coloniales sospechaban de usted, aunque no consiguieron pruebas. Pero ahora que lo he conocido, no me sorprendería que las acusaciones hubiesen incluido asesinatos, robos, chantajes, blasfemias y desfloración de mujeres, por no hablar de traición. Así que no perdamos tiempo con protestas que sólo apretarán el nudo que deseo poner alrededor de su cuello.

En un gesto involuntario me toqué el cuello y me aclaré la garganta.

El coronel me dedicó otra sonrisa de tiburón.

—Sí, ese mismo cuello. Pero quizá pueda salvarlo si coopera.

—¿Qué quiere de mí? —Deduje que quería que implicase a mis supuestos cómplices. No sabía el nombre de ninguno de ellos, excepto el de la condesa, y estaba dispuesto a nombrarla y a inventarme unos cuantos más sólo para satisfacerlo.

—Usted tiene cualidades que necesitamos en este momento. Es de Barcelona, y habla catalán y francés fluidamente.

—Sí, muy bien. —De pronto recuperé los ánimos. ¡Querían que tradujese para ellos! Qué trabajo tan agradable sería ése, sobre todo cuando la alternativa era ser descuartizado por un tiro de caballos. Mi maestría en ambos idiomas era discutible, pero podía fingir.

—Lo necesitamos para una misión —añadió.

—¿Una misión?

—Debemos obtener información de Cataluña. Necesitamos a un hombre que pueda viajar a Barcelona y más allá, a Gerona, cerca de la frontera francesa.

—¿Gerona? —dije con un hilo de voz.

Conocía lo suficiente de la geografía de España como para saber que Cádiz se encontraba casi en el extremo sur de la península Ibérica y Gerona estaba a centenares de leguas de distancia, pasada Barcelona, cerca de la frontera francesa, en el lado norte del territorio. En medio, varios centenares de miles de tropas francesas saqueaban el país. Los franceses ocupaban Barcelona y estaban asaltando las puertas de Gerona.

La sonrisa del coronel brilló.

—Veo que sus apasionados sentimientos patrióticos se han encendido de inmediato al mencionar la necesidad de su país. Como ha dicho hace un momento, deme una espada y la sangre francesa correrá por las cunetas.

—Por supuesto, general, perdón, coronel; naturalmente, mi primer pensamiento ha sido… ¿qué puedo hacer por mi país? Estoy seguro de que hay muchas cosas que puedo hacer —carraspeé—, aquí mismo, en Cádiz…

—Sus opciones son ir al norte o ser ejecutado en el acto.

Asentí y sonreí.

—Por supuesto, las atrocidades que han cometido esos malditos franceses han inflamado mi fervor patriótico. Estoy ansioso por viajar al norte por mi país. ¿Qué es exactamente lo que quiere que haga?

—Varias cosas. En primer lugar, será llevado a Barcelona en una barca de pesca.

—¿En una embarcación? ¿Y qué ocurre con los navíos de guerra franceses?

—Los británicos son nuestros aliados, y sus naves dominan el mar.

—¿Y una vez llegue a Barcelona?

—Sabrá cuál es el siguiente paso cuando llegue allí.

Unos dedos helados me acariciaron la nuca. El coronel vio la preocupación en mi rostro.

—Ya le he mencionado las opciones. Coopere y redímase de su conducta traidora, o enfréntese a un pelotón de fusilamiento. Lo hemos escogido porque sabemos quién es, lo que es y dónde estará. Si desobedece las órdenes, no vivirá hasta la madrugada siguiente.

Se levantó para ir hacia la ventana, con las manos entrelazadas a la espalda.

—Éstos son días oscuros, señor. Hombres y mujeres mueren a diario como héroes de un extremo al otro del país. Algunas veces mueren solos; otras, con centenares de compatriotas cayendo junto a ellos. Sastres, zapateros, sirvientas y esposas luchan contra los invasores. Los nombres de sus ciudades son cantados y proclamados por toda Europa como ciudadelas del valor y la decisión de unas personas que no se rendirán ante la agresión de un invasor extranjero. —Se volvió para mirarme, furioso—. Cuando creía que era usted un cobarde pero idealista erudito, dudaba de que pudiese ser de alguna utilidad para mí. Ahora veo que es un oportunista que vendería su alma al mejor postor…, y yo soy ese postor.

—¿Qué ha apostado, señor coronel?

—Su vida. Veo en usted la encamación de la corrupción humana, un cerdo inútil, mentiroso, violento, borracho, ladrón y fornicador. Si sobrevive a esta misión sin que nuestra gente lo degüelle y lo cuelgue cabeza abajo como un cerdo, me llevaré una sorpresa muy desagradable.

¿Qué podía decir? ¿Que yo no era un simpatizante francés, sino un vulgar bandido y un asesino? Me puse de pie y saqué pecho.

—Puede estar tranquilo, coronel, llevaré a cabo esta misión en nombre del pueblo español.

—Preferiría enviar al más novato de los reclutas que a alguien como usted en quien no se puede confiar, pero ustedes dos son todo lo que tenemos.

Parpadeé.

—¿Dos?

—Su compadre irá con usted.

—¿Qué compadre?

—El que le salvó la vida en Yucatán cuando los atacaron los salvajes: fray Baltar.

¡Santa Madre de Dios! El sacerdote inquisidor estaba vivo. Me persigné.

No hay justicia en este mundo. Lo sabía desde que Bruto me había difamado en su lecho de muerte.

El hecho de que el idealista y bondadoso Carlos muriera a manos de los salvajes mientras que el sabueso de la Inquisición de Satanás estuviera vivo era una prueba de la negligencia de Dios ese día en el Yucatán.

Tendría que poner remedio a la situación.