Cádiz, 1809
Cuando entramos en el golfo de Cádiz, a dos días de la gran ciudad portuaria, otra nave dejó caer al pasar un paquete para nosotros que nuestro capitán pescó del mar. Contenía periódicos y panfletos que informaban de la guerra en España. El capitán y la tripulación ya sabían algo de los acontecimientos —yo había escuchado muchas conversaciones durante el viaje—, pero como indicaban las noticias, la situación se hacía más crítica cada día que pasaba.
Desde que la Junta Central que gobernaba España estaba en Sevilla —porque Madrid se hallaba en manos francesas—, el ejército de Napoleón había sitiado la ciudad y se esperaba que ésta cayera en cualquier momento ante la superioridad numérica. Así pues, se había decidido trasladar la Junta a Cádiz, porque la ciudad era más fácil de defender. Ubicada en una larga y angosta península, Cádiz era vulnerable por tierra desde una sola dirección, y la marina británica controlaba el acceso por mar.
Gerona, en el nordeste de la Península, cerca de la frontera francesa, y Zaragoza, en el río Ebro, sufrían largos y terribles asedios. Cada vez que derrotaban a un ejército francés, llegaba otro a través de los Pirineos y comenzaba otro asedio para machacar las ciudades y sus defensores, con la mejor artillería del mundo.
«¡Ay!», murmuré por lo bajo. Me estaba metiendo en otro avispero. Los españoles luchaban contra el invasor francés, que parecía llevar las de ganar. Casi todo el país estaba en sus manos. El propio Napoleón había traído un enorme ejército para restaurar a su hermano José en el trono, después de que los españoles hicieron que éste huyese de regreso a Francia.
No me importaba si el país estaba en manos del diablo. A los españoles no les debía sino dolor, y no tenía nada contra los franceses. Lo único que me importaba era que la guerra no me afectase. Bien podría haberme hecho pasar por el propio Napoleón, a la vista de los problemas que mi actual disfraz podría acarrearme. Carlos era un espía francés, y quizá las autoridades de Nueva España ya lo habían descubierto. Era posible que un verdugo con su cuerda estuviera esperándome cuando desembarcase.
Los periódicos y los panfletos demostraban que cualquier apoyo a los invasores —incluso vestir a la moda francesa— podía ser mortal. Desde la masacre francesa del 2 de mayo en Madrid, de un extremo al otro del país, los patriotas habían ejecutado a los traidores y simpatizantes de los galos.
El capitán del barco me dijo que Cádiz había sido una de las grandes ciudades donde el pueblo se había hecho con el gobierno porque los notables se habían negado a actuar.
—Fue el pueblo llano quien tomó las calles, no los ricos o los nobles —manifestó el capitán—. Marcharon contra el marqués del Socorro, el capitán general de la ciudad, cuando no se posicionó de inmediato por Femando. El marqués ordenó a la tropa que los expulsara, y los manifestantes asaltaron el arsenal para hacerse con las armas. Cuando regresaron a la casa del marqués, lo sacaron a la calle y lo ejecutaron por traidor. Tras acabar con el capitán general, dirigieron las piezas de artillería a los hogares de los ricos en la calle de la Caleta. Los sacerdotes consiguieron convencerlos por los pelos de que no liquidasen a toda la clase alta de la ciudad. Desde ese momento, los gaditanos han sido líderes en la guerra de la independencia española.
El capitán me explicó que por todo el país el pueblo llano se había hecho con el control: en Zaragoza, Sevilla, Córdoba, León, Mallorca, Cartagena, Badajoz, Granada, La Coruña… En Valencia la gente se había echado a las calles para reunirse delante del ayuntamiento reclamando a sus autoridades que reconociesen a Femando como rey y rechazasen a José, el usurpador francés. Pero las autoridades civiles se habían negado, quizá por miedo a la represalia gala si accedían a la petición popular. Los insurgentes estallaron cuando se enfrentaron a semejante traición y mataron a centenares de personas que creían estar de acuerdo con los franceses.
—En la ciudad de El Ferrol —añadió el capitán—, donde hay un arsenal y una importante base naval, un grupo de mujeres insurgentes capturó al gobernador y distribuyó armas entre el pueblo.
¡Santa Madre de Dios! Mujeres con mosquetes. ¿En qué se estaba convirtiendo el mundo?
Un decreto de la Junta Central había legalizado el ataque a los franceses por las bandas que eran llamadas «piratas de tierra».
—Es más acertado llamarlos corsarios de tierra —señaló el capitán.
Los corsarios eran barcos mercantes equipados como naves de guerra a los que se daba patente de corso para atacar a las naves enemigas y quedarse con lo que pudiesen robar como despojo de guerra. Las naves atacadas los consideraban como vulgares piratas. En esencia, la Junta autorizaba a los guerrilleros a atacar a las unidades francesas y quedarse cualquier bien material como «recompensa».
El capitán me contó que los objetos tomados a los soldados franceses muertos habían sido a su vez robados cuando los franceses saquearon las ciudades españolas. Luego volvió a sus ocupaciones mientras yo me quedaba junto a la borda y leía. El decreto reivindicaba —incluso validaba— a los «corsarios de tierra» porque los soldados franceses habían violado los hogares españoles «con la violación de madres e hijas, que han tenido que sufrir todos los excesos de esta brutalidad a la vista de sus padres y maridos asesinados…», y añadía la descripción de cómo los soldados franceses empalaban a los niños españoles en sus bayonetas y los paseaban en señal de triunfo como «trofeos militares». Saqueaban conventos, violaban monjas, profanaban monasterios y asesinaban sacerdotes.
«Dios mío».
—Así es como paga a sus soldados —dijo una voz a mi lado.
—¿Señor?
Mi interlocutor era otro pasajero, un comerciante que regresaba de un viaje al Caribe. Señaló la proclama.
—Napoleón recompensa a sus generales y soldados con el botín —añadió el hombre—. Es por eso por lo que saquean nuestro país. Desde los generales hasta el más ínfimo soldado raso, roban todo lo que encuentran porque es así como reciben la paga. —Me señaló con el dedo—. Pero eso acabará por derrotarlos. ¿Alguna vez ha intentado usted apuntar con un mosquete o correr para ponerse a cubierto cuando va cargado con el botín? —El hombre se rió—. Los mataremos a todos, primero a los invasores franceses, y cuando hayamos acabado de degollarlos a todos, iremos a por los afrancesados que nos traicionaron y también les cortaremos el cuello.
Mi mano se acercó instintivamente a mi garganta.
Cuando el barco atracó en Cádiz, subieron a bordo los inspectores de aduanas, que revisaron mis magras posesiones, al igual que las de todos los demás. Me sentí tentado de darles otro nombre falso a los inspectores, pero uno de los oficiales de la nave que sabía el mío estaba cerca. Esperé tenso, casi seguro de que el hombre mandaría encadenarme, pero sólo se limitó a anotar mi nombre y no dijo nada.
Dejé el barco como un hombre libre y entré en una ciudad extraña en medio de una guerra. Mis únicos planes eran mantenerme vivo y lejos de las manos de las autoridades.
Paseé por las calles. Cádiz parecía ser una bonita metrópoli, más pequeña que Ciudad de México, y estaba rodeada de agua casi por completo. La ciudad era compacta y agradable a la vista, con una alta torre de vigía y numerosos edificios blancos de estilo árabe, porque la ciudad había sido ocupada por los infieles durante muchos siglos.
A bordo me había enterado de que Cádiz era una de las ciudades más antiguas de Europa, fundada por los fenicios casi un siglo antes del nacimiento de Cristo. Desde aquel entonces había sido ocupada por los cartagineses, los romanos, los árabes y los españoles. Había reemplazado a Sevilla como el puerto principal para el comercio con las colonias, pero con la riqueza habían llegado los ataques de los piratas y los británicos. Ahora, por supuesto, era el turno de los franceses de poner a prueba las defensas de la ciudad.
Desde el muelle fui al centro de la ciudad y alquilé una habitación en una posada. Tenía dudas de cuál sería mi próximo paso, pues un océano de distancia de los hombres del virrey no me protegería de ellos para siempre. Las naves traían continuamente despachos de la administración del virrey. Las autoridades de Cádiz se enterarían de que un famoso bandido de las colonias había escapado a su jurisdicción. También estaba el problema del dinero. Tendría que recurrir al robo cuando gastase mi última pieza de a ocho.
Pedí vino y algo de comer, y masticaba un trozo de carne dura como una suela de zapato cuando vi a dos hombres vestidos con uniformes militares.
—¿Carlos Galí? —preguntó uno.
Negué con la cabeza.
—No, señor, soy Roberto Herra. Sin embargo, conozco al hombre por quien preguntan, su habitación está cerca de la mía. —Señalé la escalera—. Segundo piso, primera puerta a la derecha.
Los dos soldados se dirigieron a la escalera y yo hacia la salida. Ya estaba a medio camino cuando el posadero me señaló.
—¡Es él!
Qué manía tiene la gente de meter las narices en asuntos ajenos.
Uno de los soldados me apuntó a la cara con una pistola.
—Está arrestado, señor Galí.
—¿De qué se me acusa? —pregunté.
—De un delito que el verdugo susurra en tu oído.