CINCUENTA Y CUATRO

Zaragoza

Era casi mediodía. María Agustina había oído el continuo bombardeo mientras caminaba por la callejuela y desembocaba en el bulevar que llevaba al Portillo de Zaragoza. Tenía veinte años y el asedio francés a la ciudad era su primer recuerdo de guerra. Llevaba una cazuela de estofado y una jarra de vino tinto aguado para el joven artillero del que se había enamorado.

Zaragoza se levantaba junto al Ebro, el río más caudaloso de España, a unos trescientos veinte kilómetros al nordeste de Madrid. El Portillo no era la única puerta de la ciudad asediada; la atacaban por los cuatro costados. La guerra había llegado a Zaragoza a mediados de junio, menos de dos meses después de que el pueblo de Madrid se hubo levantado contra los invasores franceses. El 2 de mayo había sido el día en que los madrileños habían combatido con bravura pero inútilmente contra las tropas napoleónicas, los hombres luchando con poco más que palos y piedras, las mujeres y los niños arrojando piedras y vertiendo agua caliente desde los tejados y los balcones. Al día siguiente, los franceses, furiosos, se habían cobrado la revancha, arrestando a la gente en las calles o sacándolos de sus casas caprichosamente para arrastrarlos a la muerte detrás de los caballos, ahorcándolos o fusilándolos con pelotones reunidos a la carrera. Murieron miles de madrileños, pero el convencimiento del general francés de que matando a los civiles conseguiría que la población se acobardara resultó ser un tremendo error.

Lejos de intimidar al pueblo español y obligarlo a la sumisión, las noticias de las atrocidades, cuando se conocieron por todo el reino, despertaron un espíritu de desafió. Las propias fechas —2 y 3 de mayo— se convirtieron en gritos de resistencia. Por todo el país, en ciudades, pueblos y aldeas, el pueblo llano de España se enfrentó a los invasores no como una población intimidada por las tropas francesas, sino como ciudadanos-guerreros dispuestos a luchar y morir por su patria.

Como todo el mundo en la ciudad, María Agustina había oído hablar de las brutalidades cometidas por los franceses no sólo en Madrid, sino por toda España, mientras el pueblo se levantaba contra los invasores. Los soldados franceses atacaban las casas, las iglesias y los conventos, torturaban y asesinaban a los ocupantes para robarles sus posesiones y violar a las mujeres. Las ciudades que habían intentado cerrar sus puertas eran asediadas y saqueadas. Los generales franceses cargaban sus carruajes personales con los tesoros de la nación española y sus grandes catedrales.

Si bien las historias la asustaban, también alimentaban su furia y su decisión. La presencia de los desalmados invasores había desatado algo más en ella, como lo había hecho en la mayoría de sus compatriotas: una feroz pasión por expulsar al enemigo.

Al salir por la puerta, el cierzo, el helado viento del norte, castigó sus manos desnudas y su rostro. Inclinó la cabeza y se agachó para llegar a la batería donde estaba apostado su amante. Al acercarse, se detuvo y soltó una exclamación, la batería estaba en silencio. Su amante estaba tumbado en el suelo, inerte. Toda la dotación había muerto o agonizaba a causa de las mortales heridas.

Dejó caer las viandas y corrió hacia su amante. Al hacerlo, las balas de mosquete silbaron junto a sus oídos. Con la pieza de artillería silenciada, una columna de tropas francesas avanzaba hacia la puerta indefensa, disparando en el tradicional orden de uno-dos-tres, al tiempo que avanzaban. Las tropas españolas y las irregulares no podían hacer otra cosa que mantener las cabezas agachadas.

Uno de los camaradas de su amante, incapaz de hablar por las heridas, señaló la «cerilla» utilizada para disparar el cañón. La pieza de metal con la punta de madera estaba a su lado, en el suelo. María Agustina la recogió y encendió la madera en el brasero que había para ese propósito. Con las balas de mosquete rebotando en los adoquines, corrió hacia el cañón y acercó la cerilla a la carga de pólvora. La pieza estaba cebada y cargada con clavos de herradura. Cuando disparó, una letal lluvia de clavos cortó la columna de veinte hombres de ancho y cuarenta de fondo que avanzaba como una guadaña. La metralla abrió un gran boquete en las filas enemigas. El cañonazo aniquiló gran parte del frente de la columna matando o hiriendo hasta la décima fila. Por la gracia de Dios y la diosa Fortuna, había sido un disparo perfecto que había liquidado las filas francesas.

El ruido, la confusión y el retroceso del cañón tumbaron a María Agustina. La muchacha se levantó de un salto cuando se despejó el humo. Confusa, apenas consciente de lo que hacía, recogió un pesado mosquete. No sabía cómo cargarlo, ni siquiera si el que empuñaba estaba cargado.

—¡Tenemos que luchar! —les gritó a los soldados que permanecían ocultos, y avanzó, caminando sola hacia la columna francesa. Animados por el valor de la heroína, sus compatriotas se levantaron y siguieron su ejemplo.

—¿Me estás diciendo que una joven arengó a los hombres en el Portillo y dirigió la lucha que salvó la ciudad?

El general Palafox, comandante de las tropas españolas y los irregulares que defendían Zaragoza, miró asombrado a su ayudante.

—Fue un milagro —afirmó el ayudante—. La voluntad de Dios.

—Otro milagro —murmuró Palafox—. Al parecer, estamos en la ciudad de los milagros, y uno de ellos es que los franceses no hayan conseguido tomarla y matamos a todos.

Había recibido la noticia al salir de la iglesia. Ahora se alejaba del templo con el ayudante a su lado.

—Desearía poder dejarle la defensa de la ciudad a Dios —comentó el general—, pero he aprendido que Dios espera que libremos nuestras propias batallas.

Palafox había sido herido y desmontado en un anterior combate contra los franceses, cuando había intentado detener el avance contra la ciudad con una batalla a campo abierto. No obstante, era un hombre dotado de un espíritu indomable y había asumido la defensa de la metrópoli a pesar de su herida. Formaba parte del pequeño grupo de generales españoles que habían reunido ejércitos improvisados para enfrentarse a los invasores. Se horrorizaba al pensar que las tropas regulares de Madrid se habían mantenido al margen y dejado que los franceses mataran al pueblo. Superados en número en una relación de doce a uno, tenían las órdenes de no resistir, pero nunca deberían haber permitido que las tropas francesas matasen a los civiles.

Las autoridades que no habían resistido a los invasores ya no estaban al mando. Por toda España, el pueblo se había levantado y depuesto —o matado— a los líderes que habían sido demasiado tímidos con los franceses o se habían puesto de su lado.

Antes de invadir España, Napoleón había enfrentado a sus tropas contra los ejércitos profesionales de otros monarcas, y aseguraba que sus guerras eran una cruzada para propagar el evangelio de la revolución. En España se había encontrado con una resistencia masiva por parte de la propia gente a la que Napoleón afirmaba estar «liberando».

Pocos oficiales españoles de alto rango se habían unido a la guerra del pueblo contra los invasores. La mayor parte de las tropas regulares que luchaban contra los franceses eran oficiales subalternos y soldados rasos. Los insurgentes reclutaron a Palafox cuando se levantaron en armas después de que la familia real abandonó España. Para luchar contra los franceses, el pueblo llano de Zaragoza —en su mayoría estudiantes, tenderos, empleados y trabajadores— había expulsado a las autoridades de la ciudad. Las clases altas habían aceptado a los invasores y, a cambio, se les había permitido conservar sus riquezas, su poder y sus posiciones de privilegio.

Otros dos milagros habían ocurrido antes del episodio en el Portillo: uno, casi dos mil años antes. El nombre de Zaragoza derivaba de la denominación romana, Caesar Augusta. No mucho después de la Crucifixión —cuando el Imperio romano estaba en su apogeo y la cristiandad en su momento más bajo—, el apóstol Santiago el Mayor había tenido una visión en Zaragoza de la Virgen María descendiendo de los cielos. Estaba de pie en un pilar de mármol. La Virgen desapareció cuando el pilar tocó el suelo, pero éste permaneció.

El pilar estaba ahora entronizado en la catedral de la ciudad, la basílica de Nuestra Señora del Pilar. Sus habitantes se referían a la iglesia simplemente como la «del Pilar».

El segundo milagro había tenido lugar poco antes de que los franceses montasen el asedio. Durante la misa de mediodía en la basílica, los feligreses afirmaban que habían visto una «corona real». Palafox no estaba presente, pero algunas personas le habían dicho que la visión se había materializado en una nube por encima de la catedral, en tanto que otros afirmaban que había aparecido sobre el altar. En cualquier caso, la visión había tenido un profundo efecto en la ciudad. Los rebeldes y el clero antibonapartista dijeron que la corona era una señal de Dios, que daba su apoyo a Femando para el trono de España. Incluso algunos manifestaban que la corona llevaba una inscripción que decía «Dios apoya a Femando».

Los insurgentes se echaron a las calles, atacaron la residencia del gobernador militar, lo hicieron prisionero y ocuparon el castillo de la Aljafería, donde había un arsenal. La demostración antifrancesa y de unidad nacional acabó en la casa de Palafox, con el reclamo de que se hiciese cargo de la defensa de la ciudad.

Cuando Palafox oyó la noticia de la heroicidad de una joven que había detenido a los franceses en el Portillo, se sintió dominado por el orgullo. Aun así, sabía que detener a los franceses aquí y allá no era suficiente para salvar la ciudad. Si no atravesaban esa puerta, con sus tropas profesionales y la artillería, no tardarían en derribar las defensas en algún otro lugar.

Al entrar en su cuartel general, un mensajero aterrado llegó con la noticia de que el ejército francés, después de bombardear la ciudad despiadadamente con cuarenta y seis cañones, había acabado con las defensas en la Puerta del Carmen y estaba entrando en la ciudad. Al tiempo que rogaba para que se produjese otro milagro, fue al frente de batalla para dirigir la defensa. Sus hombres resistieron y les hicieron pagar muy caro a los franceses cada palmo que avanzaban.

A lo largo de los días siguientes, la batalla por la ciudad se libró calle a calle, edificio a edificio, en feroces combates callejeros. Había que tomar cada casa, a menudo con la familia que vivía allí luchando hasta el último suspiro con las mujeres y los niños uniéndose al combate junto con los reclutas novatos que componían la mayor parte del ejército de Palafox.

Las frustraciones del general en la defensa de una gran ciudad contra las tropas bien preparadas de Napoleón, con sus voluntarios sin formación y mal equipados, eran múltiples. Había organizado la defensa con un esfuerzo sobrehumano. El hecho de que su enemigo hubiese puesto de rodillas a la mayor parte de Europa creaba una gran presión psicológica.

Al poco de comenzar el asedio, el general francés Lefebvre-Desnouettes había atacado y tomado el monte Torrero. Con las baterías colocadas a esa altura, Lefebvre-Desnouettes podía bombardear la ciudad a placer. Palafox se había enfurecido tanto ante el fracaso del comandante del monte Torrero que lo había mandado ahorcar en la plaza pública de Zaragoza.

Con casi media ciudad ocupada después de la caída de la Puerta del Carmen, el general francés Verdier, que había asumido el mando del asedio, envió un mensajero con bandera de parlamento al general Palafox, con una sola consigna: «Rendición». Palafox miró la palabra escrita en un trozo de papel. Cogió pluma y tinta y escribió la respuesta: «Guerra a cuchillo».

Cuando el general Verdier leyó la respuesta de Palafox, sacudió la cabeza y le preguntó al mensajero:

—¿Qué quiere decir con «guerra a cuchillo»?

—Que no hay rendición —explicó el mensajero—. No se da ni se pide cuartel. La lucha será a muerte.

Una vez más estallaron los combates, y los ciudadanos atacaron a los franceses en masa. No se daba ni se pedía cuartel, y la sangre corría por las calles. Hombres, mujeres y niños gritaban «¡Viva María del Pilar!» cuando cargaban contra los disparos de los mosquetes y los cañones del enemigo o lanzaban piedras y agua hirviendo desde las ventanas y los tejados. Los animaban los sacerdotes que a menudo dirigían los contraataques. Los franceses gritaban «Vive l’empereur!» para proclamar la omnipotencia de su emperador.

Finalmente, agotados, desanimados e impresionados por la bravura de los ciudadanos que habían luchado contra ellos a cuchillo, los franceses se retiraron. Verdier, furioso ante la derrota, bombardeó la ciudad de forma implacable hasta agotar la munición de artillería antes de marcharse.

El general francés Lannes le escribió a Napoleón: «El sitio de Zaragoza de ninguna manera se parece a la guerra que hemos librado en Europa hasta ahora. Es un arte para el que necesitamos una gran prudencia y una gran fuerza. Estamos obligados a tomar una casa cada vez. La pobre gente se defiende allí con una desesperación imposible de imaginar. Señor, es una guerra horrible…»

ODA DE LORD BYRON A LA DONCELLA DE ZARAGOZA

Lord Byron estuvo en España durante parte de la guerra contra los franceses. Después de escuchar el relato de cómo María Agustina había salvado la ciudad dirigiendo un improvisado ataque después de encontrar a su amante muerto, escribió de Agustina, la Doncella de Zaragoza, en su poema autobiográfico Las peregrinaciones de Childe Harold:

Vosotros los que escucháis con sorpresa la historia de sus hazañas, si la hubieseis conocido en días de paz, habríais admirado sus ojos más negros que su mantilla, sus melodiosos acordes que resonaban en los bosquecillos testigos de su amor, los rizos colgantes de una cabellera que desafiaba el arte del pintor, su talle aéreo y su gracia divina; pero, ¿hubierais podido creer que las torres de Zaragoza la verían sonreír cierto día ante la aproximación del peligro, capitanear soldados y dirigir la peligrosa lucha en busca de la gloria?

Su amante cae exánime… ella no derrama una sola lágrima inútil; fenece su jefe… ella es quien ocupa su puesto fatal; los soldados retroceden… acude y les corta el paso en su huida cobarde; finalmente, es rechazado el enemigo… ella es la que guía a los vencedores: ¿quién podría guardar mejor la sombra de su amante? ¿Quién podría vengar la muerte de un jefe, devolviendo la esperanza a los guerreros consternados? ¿Quién sería capaz de sentir como ella el odio contra los franceses obligados a huir ante el brazo armado de una mujer, frente a una muralla medio derrumbada?

No es, sin embargo, la hija de España de la raza de las amazonas; puede decirse que el Amor la formó para valerse de ella en sus seductores jugueteos […]