Madrid, 2 de mayo de 1808
Paco, un mocoso de doce años, salió de su covacha y caminó por la calle, ocupado en roer un pequeño trozo de carne grasienta pegada al hueso que le había dado una vecina cuyos orinales vaciaba. Su madre había muerto, y estaba casi librado a sus propios medios. Vivía con su padre, que paleteaba bosta en un establo, pero el hombre era un ausente que a menudo no regresaba a casa después del trabajo. Paco estaba acostumbrado a salir por la mañana para buscar a su padre, que dormía la borrachera en alguna cuneta.
El chico era alto y desgarbado para su edad, casi tan alto como la mayoría de los hombres, pero delgado hasta lo esquelético porque casi nunca tenía bastante para comer. Se dirigió hacia la plaza de la Puerta del Sol, como hacían otros miles de madrileños desde todas las direcciones. Desde allí, la multitud seguía por la calle Mayor y la calle Arenal, que llevaban al palacio de Oriente. Paco, que se dejaba llevar por la muchedumbre, escuchaba las excitadas conversaciones, las airadas palabras y las protestas por la captura del rey, la reina y el príncipe de la Corona española después de que Napoleón los invitó a Francia con una excusa y la siguiente jugada francesa contra la soberanía española: la captura del infante Francisco, que ahora sería trasladado a Francia.
Paco escuchaba las furiosas palabras a su alrededor sin ser consciente de que él y aquellos que lo rodeaban muy pronto iniciarían seis años de una guerra sin cuartel en la Península, una guerra que acabaría con los sueños imperiales de uno de los grandes conquistadores de la historia.
Con el pretexto de preparar una invasión conjunta de Portugal, las tropas francesas habían ocupado Madrid y otros puntos clave a través del país. Ahora las pasiones del pueblo ardían ante la traición francesa. Se burlaron y gritaron contra el general Murat, jefe de la ocupación francesa de la ciudad, cuando entró en Madrid en su carruaje dorado. Murat tenía bajo su mando a treinta y seis mil soldados frente a tres mil españoles. Además, los delegados del rey habían ordenado al ejército que permaneciese en sus cuarteles y no se opusiera a la ocupación francesa.
«¡Vergüenza, vergüenza!», gritaba la gente al oír que su ejército no lucharía para defender a la nación y que los soberanos habían renunciado a sus derechos a cambio de generosas pensiones.
Los ricos grandes de España se sumaron a la cobardía de los monarcas al aceptar la conquista francesa del país, en parte porque Napoleón les habían prometido que podían conservar sus bienes, sus privilegios y su poder. De las instituciones políticas de España sólo la Iglesia, que Napoleón había degradado y saqueado en otras partes de Europa, se oponía a la ocupación.
«¡Se llevan a nuestro Paquitito!», oía el chico repetidamente. El príncipe Francisco, el hijo menor del rey Carlos, estaba alojado en el palacio real. Había corrido la voz entre la multitud de que el joven príncipe sería llevado en carruaje a Francia. El infante de nueve años era muy apreciado por el pueblo de Madrid, que lo llamaba por el afectuoso diminutivo de Paquitito.
Aunque su padre lo llamaba Paco, el pilluelo de doce años, como el príncipe, también se llamaba Francisco. En un momento de la marcha con la enardecida multitud, vio a las tropas francesas de caballería e infantería tomar posiciones junto a una hilera de cañones. Aunque algunas personas expresaron su temor a la vista de los soldados, en ese día el impresionante despliegue de tropas sólo inflamó la cólera de la multitud.
Cuando llegó a la plaza, Paco trepó a una estatua frente al palacio para ver mejor. A un lado, las tropas francesas desplegadas en cuadros, los mosquetes preparados, y una hilera de dragones con sus caballos evitaban que la multitud se dispersara. Detrás de las líneas de infantería estaban los cañones.
Los carruajes esperaban delante de la entrada del palacio. Los gritos de «¡Se llevan a Paquitito!» sonaron entre la multitud. Aquellos que estaban más cerca de los carruajes comenzaron a cortar los arneses con los cuchillos. Sin previo aviso, los cuadrados franceses abrieron fuego. Disparaba la primera línea de tropa, y luego hincaban una rodilla en tierra para recargar mientras la segunda y la tercera fila seguían el mismo ritmo. Las balas de mosquete destrozaban a la multitud. Una bala atravesaba a una persona y luego a otra, y en ocasiones incluso mataba a una tercera. Después de que las tres filas hubieron disparado, los mosqueteros se perdieron detrás de los cañones.
Las piezas de artillería dispararon a quemarropa contra la abigarrada multitud, la metralla y las balas hicieron pedazos a los manifestantes. Encaramado en la estatua, Paco se quedó de piedra, con la boca abierta. La sangre, los huesos y la carne de los hombres, los destrozados cuerpos de mujeres y niños yacían dispersos sobre los adoquines.
Tan pronto como los cañones dejaron de disparar, los mosqueteros se adelantaron para disparar otra serie de descargas que mataron a centenares de personas. Cuando se apagó el eco de la última descarga, la caballería se lanzó al ataque, persiguiendo a la gente que corría dominada por el pánico. Mataban a los perseguidos con sus sables y arrollaban a los que caían con los caballos. Después de que las tropas montadas dejaron atrás la estatua, Paco bajó para regresar a su casa entre el pánico y el caos. Las personas en la calle eran hombres frenéticos y cubiertos de sangre que buscaban a sus esposas, las mujeres llamaban a gritos a sus hijos.
Muy pronto, sin embargo, vio que otro espíritu se alzaba de entre la masa: a medida que desaparecía el pánico, lo reemplazaba una furia feroz. Hombres y mujeres salían de sus viviendas empuñando cuchillos de cocina, hachas, garrotes, cualquier cosa que pudieran emplear como arma. Las mujeres y los niños estaban en los balcones y los tejados para lanzar piedras contra las tropas que avanzaban.
El chico miró con asombro mientras personas que él sabía que eran panaderos, empleados, trabajadores de establo y camareras desafiaban a las tropas de élite francesas con utensilios de cocina, piedras y, en ocasiones, con las manos desnudas. Muy pronto su asombro se transformó en rabia y horror al ver cómo caían los ciudadanos con las descargas de los mosquetes y eran pisoteados por los caballos o muertos a golpes de sable por los dragones a la carga.
Paco siguió a un grupo que corría hacia los cuarteles de una pequeña unidad de artillería del ejército español. Un capitán salió a su encuentro y les gritó primero que tenían órdenes de no enfrentarse a los franceses en batalla. Cuando la caballería francesa entró en la zona, pisoteando y matando a todos aquellos que encontraban en su camino, el capitán cedió y ordenó que cinco cañones apuntasen a las tropas francesas que avanzaban. Los artilleros dispararon una salva, y luego otra andanada que causó estragos entre las filas atacantes y las obligó a retroceder.
Los cañones españoles continuaron disparando hasta que los franceses izaron la bandera blanca de parlamento y el capitán español fue invitado a una conversación. Un oficial superior francés esperaba al capitán de artillería delante de un pelotón de mosqueteros con las bayonetas caladas. Paco vio cómo el capitán, llamado Laoiz, se adelantaba para discutir los términos con el oficial francés. De pronto, el general gritó una orden. Los mosqueteros con las bayonetas apuñalaron al capitán hasta la muerte, y la caballería cargó contra las posiciones de la artillería española, cogiendo a las dotaciones por sorpresa.
Aturdido, Paco dejó la matanza en los cuarteles de artillería y se dirigió hacia la casa donde vivía con su padre indigente. Incluso mientras los combates estallaban a su alrededor, los civiles con burdos implementos y armas improvisadas luchaban contra las mejores tropas de la mayor potencia militar de la Tierra. Ya se acercaba al edificio cuando oyó otro grito de furia que sonaba a su alrededor. ¡Mamelucos!
Se quedó inmóvil y boquiabierto cuando cargaron contra la multitud, las infames tropas de infieles cuyo propio nombre sembraba terror en los corazones españoles. Las salvajes y asesinas tropas francesas musulmanas del norte de África cargaron contra la multitud, matando a la gente con sus cimitarras curvas.
¡Tropas musulmanas atacando a los españoles! Paco había sido criado en la convicción de que los árabes eran demonios. Los reyes españoles habían luchado durante setecientos años para expulsar a los infieles de la Península. Ahora los franceses los estaban enviando a matar cristianos.
Paco nunca había ido a la escuela, pero por la charla de la calle sabía algo de la historia de los infames guerreros, aunque no sabía que la palabra «mameluco» significaba «esclavo» en lengua árabe. Los mamelucos originales eran unidades de esclavos que luchaban para los sultanes y algunas veces se convertían en guardias de palacio. A menudo eran cristianos, capturados y esclavizados. Como los guardias pretorianos de los Césares, los mamelucos acabaron por convertirse en los verdaderos gobernantes de los reinos turcos y árabes, y los sultanes en unos meros fantoches. Algunas veces los generales mamelucos habían asumido los tronos reales. Napoleón se había encontrado con esos feroces guerreros durante su campaña egipcia, y había acabado por incorporar pequeñas unidades en sus ejércitos. Sin embargo, los mamelucos eran tan feroces e incontrolables que nunca los había desplegado al máximo.
Paco observó mientras las mujeres en el tejado de una casa arrojaban piedras a las tropas. Tres mamelucos desmontaron y entraron en la finca. El muchacho sabía lo que ocurriría en el interior: las mujeres serían violadas y asesinadas. Era la casa de la mujer que le había dado el hueso.
Su mirada recayó en un cuchillo de cocina que había en la cuneta. Lo recogió y entró a la carrera en la casa. En la escalera, una mujer que gritaba a voz en cuello se defendía de un mameluco que le arrancaba la ropa. Un joven que Paco reconoció como hermano de la mujer yacía muerto en el suelo.
El chico corrió escaleras arriba y apuntó con su cuchillo a la columna vertebral del infiel, pero en cambio la hoja se hundió en el ancho cinturón de cuero que rodeaba la cintura del hombre. Arrancó la hoja mientras el mameluco se volvía. Paco vio el filo de la espada curva que se acercaba a él, sólo un destello de luz en la cimitarra antes de que golpease contra su cuello.