Desperté en una choza cerca de la casa de una hacienda. El propietario vivía en Mérida, y el mayordomo había ido a visitarlo. La esposa del mayordomo, un solitario ángel de la misericordia, atendió mis heridas. Tan pronto como estuve lo bastante recuperado como para sentarme, ella se metió en mi cama para asegurarse de que mi hombría estaba intacta.
Cuando pude levantarme, un vaquero me ayudó a montar en una mula. Cabalgué detrás de él y me llevó hasta el pueblo más cercano. Los únicos médicos de todo Yucatán estaban en Mérida y Campeche, así que el párroco atendió mis heridas lo mejor que pudo. Creían que era un español, un tal Carlos Galí, un caballero y erudito de Barcelona. Habían tenido noticias de la desafortunada expedición. El párroco no sabía de otros supervivientes.
Durante una semana viví en una choza de la aldea, una única habitación construida con paredes de palos y un techo inclinado de hojas de palma. Dormía en una hamaca y bebía agua de un cántaro después de esperar a que los insectos se hundiesen hasta el fondo.
Era una aldea tranquila, igual que todas las demás por las que había pasado la expedición. Durante las calurosas tardes, a la hora de la siesta, los indios se balanceaban en las hamacas a la sombra de sus chozas mientras un hombre en un portal rasgueaba una guitarra de fabricación casera. Los perros, las gallinas y los niños desnudos cubiertos de tierra jugaban en la calle.
Cuando estuve en condiciones de viajar, cuatro de los pobladores me llevaron a Mérida en una improvisada litera, porque los caballos y las mulas eran mucho más valiosos y caros que los hombres. Los aldeanos colocaron dos palos lado a lado, separados un metro entre sí, y los unieron a unas barras atadas en cada extremo con cáñamo. Luego pusieron una estera entre los palos. Cuando acabaron, los cuatro hombres la levantaron para ponérsela sobre los hombros acolchados.
Camino a Mérida, pasamos junto a grandes carromatos cargados con cáñamo y tirados por mulas. El cáñamo, que después sería tejido en cuerdas, era la principal cosecha de la región.
Mérida era una ciudad atractiva con edificios bien construidos y grandes casas con balcones y patios, algunas de ellas de dos pisos, con balcones en las ventanas. La mayoría, sin embargo, eran de piedra, de una sola planta. Como la mayor parte de las ciudades coloniales, tenía una gran plaza central que medía más de doscientos pasos en cada dirección. A la plaza daban la iglesia, el palacio y las oficinas obispales, así como el palacio del gobernador y sus funcionarios. Las calles principales que salían de la plaza estaban bordeadas por casas particulares y negocios. Cerca se alzaba el castillo, una fortaleza con los muros de piedra gris.
Una de las características más sorprendentes de Mérida eran los carruajes. Había visto unos parecidos en Campeche y me habían dicho que eran únicos de Yucatán. Se llamaban calesas y eran los únicos vehículos con ruedas en la ciudad, grandes artefactos de madera, pintados casi todos ellos de rojo, con brillantes cortinas multicolores. Esos extraños vehículos eran tirados por un único caballo con un niño que lo montaba.
Cuando recorrían la Alameda, las calesas iban ocupadas por dos o tres damas, españolas por supuesto. Las mujeres no llevaban sombreros ni velos, sino que se arreglaban los cabellos con flores. Se comportaban con una modestia y una sencillez que las mujeres de las ciudades del norte no tenían. Las numerosas indias y mestizas que había en las calles —siempre discretas, a menudo bonitas— también carecían de la sofisticación de las mujeres de las grandes ciudades como la capital y Guanajuato, pero lo compensaban con su sencillo encanto y su sinceridad.
Mérida me recibió como un héroe. Creían que yo era Carlos, y dado que el rey autorizaba la expedición, también creían que el virrey reembolsaría al gobierno local cualquier gasto que efectuase.
Después de una semana en Mérida fui llevado en diligencia al puerto de la ciudad, Sisal. El viaje llevaría todo un día, y yo ansiaba marcharme de allí. Las noticias llegaban muy tarde a Mérida, que estaba en el extremo más lejano de la colonia, pero había oído numerosas historias de conspiraciones francesas para apoderarse de Nueva España. Ahora yo era Carlos, el hombre que sabía que había espiado para los franceses. Deseaba marcharme antes de que me colgasen por sus crímenes…, o por los míos propios si me descubrían. No había ninguna nave que zarpase para La Habana. Mi mejor alternativa, aunque lejos de ser perfecta, era España, y en Sisal la chalupa me transportó hasta la nave con destino a la Península.
España, en muchos sentidos, era como decir el «paraíso». Como indiano, me había criado en la creencia de que la península Ibérica, donde estaban España y Portugal, y el jardín del Edén eran una misma cosa. Hubiese abordado el barco con mayor entusiasmo de no haber temido la recepción europea.
La guerra desgarraba España con el pueblo luchando contra el temido Napoleón, uno de los grandes conquistadores de la historia. Yo iba a España disfrazado de Carlos Galí, un erudito en una expedición de una monumental importancia científica…
Un hombre que había escapado heroicamente de una horda de caníbales…
Un hombre que era un espía francés.