CINCUENTA Y UNO

Mientras la mayoría de los españoles veían a los indios como una raza físicamente atractiva, Canek era la excepción que confirmaba la regla. Era una bestia horrenda, con una nariz chata que dominaba su rostro, debajo de la cual sus dientes sobresalían en abanico por encima del labio inferior. Su enorme tronco y sus brazos larguísimos le daban una gran ventaja en alcance. Lo horrible de su apariencia sólo era superado por la ferocidad de su temperamento.

Fuimos hechos prisioneros y encerrados en jaulas de madera como bestias que esperan el matadero, lo que en realidad éramos. Las jaulas estaban colocadas en una larga hilera con tres o cuatro de nosotros en cada una. Yo estaba enjaulado con Carlos y el sacerdote inquisidor, fray Baltar.

Hacia el atardecer, abrieron la primera jaula de la hilera y sacaron a sus tres ocupantes. Les quitaron a los hombres las camisas y los pantalones.

—Ya comienza —le dije a Carlos.

El erudito no miró. Estaba sentado en un rincón con el rostro cubierto con las manos.

Baltar observaba, aterrado. De rodillas, con las manos aferradas a los barrotes de madera, yo miraba con firme determinación. De alguna manera saldría de allí y me llevaría a mi amigo conmigo.

En lugar de llevarse a los hombres escaleras arriba, los arrastraron hasta una hoguera. A uno de los hombres lo obligaron a acercar el rostro a las llamas lo suficiente para que respirase el humo de lo que fuera que estuvieran asando. Tan pronto como lo apartaron, parecía que sus rodillas no lo soportaban, incapaz de mantenerse de pie sin ayuda. Vi que en su rostro había desaparecido el terror que había desfigurado sus facciones un momento atrás.

—¿Qué hacen? —preguntó el inquisidor.

—Acaban con su resistencia. —No sabía qué sustancia capaz de dominar la mente utilizaban los mayas, pero una vez respirada, los hombres se mostraron pasivos y manejables.

Se llevaron al primer hombre por los escalones de El Castillo, un guerrero en cada brazo, sosteniéndolo, casi arrastrándolo porque no podía tenerse sobre los pies. En la base, otros dos guerreros le sujetaron las piernas y ayudaron a subirlo. En lo alto había tres mayas, uno de ellos vestido casi con la misma esplendidez que Canek. Deduje que eran el sumo sacerdote y sus ayudantes. Acostaron al hombre boca arriba en una lápida de piedra curva.

Mis manos temblaron cuando comprendí por qué era curva: forzaba a arquear la espalda y levantaba el pecho. Mientras los guerreros sujetaban al hombre, el sumo sacerdote se acercó gritando conjuros que eran desconocidos para mí mientras agitaba una daga con el filo de obsidiana.

Carlos comenzó a rezar. Fray Baltar lo miró por un momento pero estaba en exceso preocupado con el horror que se desplegaba ante nuestros ojos como para recordar su deber para con los moribundos.

El sumo sacerdote se echó hacia atrás y luego bajó los brazos, clavando la hoja profundamente en el pecho de la víctima; y la sangre brotó como un surtidor de la herida. Solté una exclamación y la cabeza me dio vueltas mientras el sumo sacerdote metía la mano en el agujero y sacaba el corazón todavía latiente del hombre, y luego levantaba el órgano chorreante de sangre bien alto para el entusiasmo de la multitud.

Carlos sollozaba detrás de mí. De todas las jaulas llegaron gritos de pánico, palabras de furia, oraciones. Solté los barrotes y le di la espalda a la locura mientras, uno tras otro, los eruditos españoles con sus mentes llenas de grandes pensamientos y el conocimiento de años eran llevados por los empinados escalones de la pirámide para ser sacrificados por los salvajes.

Después de la ceremonia «religiosa», donde su sangre fue ofrecida a los «dioses», celebraron su fiesta. Colocaron los cuerpos en el suelo a la vista de los que estábamos en las jaulas. Con cuchillos de obsidiana comenzaron a cortarlos como quien despieza a un animal, partiendo los huesos para separar los trozos. Yo no miraba, pero no podía apartar de mi mente la imagen de cuando le había aserrado la pierna al hacendado.

Sacrificaron y se comieron a algunos de nosotros todas las noches durante varios días. Carlos, el fraile y yo seríamos las últimas víctimas…, y no por azar. Habían identificado a fray Baltar como sacerdote —vestía los hábitos cuando lo capturaron—, y los sacerdotes eran considerados algo especial. Supongo que era como reservarse el mejor bocado para el final.

De los capturados en el cenote, Carlos había sido el único que había conseguido empuñar una arma y luchar con valentía. Había matado a uno de los salvajes antes de caer bajo los golpes. En sus mentes paganas era un digno guerrero.

Pero ¿qué ocurría con don Juan de Zavala?… ¿Por qué me habían escogido? Mi carne era muy valorada porque había mostrado la más feroz resistencia. Había matado a cuatro de ellos con mi machete y causado graves heridas a cinco más antes de que me capturasen.

Carlos comprendía frases sueltas de su infernal lengua maya. Canek, dijo, había reclamado personalmente mi corazón, y el resto de mí, las partes comestibles, lo distribuiría entre los salvajes que finalmente habían conseguido capturarme.

Esas criaturas creían que comerse la carne de los hombres valientes les daba el coraje de esas personas. Los guerreros mayas que matamos también se los comieron para transmitir su coraje a los vivos.

—Nos vestirán como guerreros mayas cuando nos sacrifiquen —añadió Carlos—. De esa manera, los dioses sabrán que somos dignos guerreros.

—Debo darles las gracias a esos cabrones paganos por el honor —repliqué.

Después de ver cómo se comían a los miembros de la expedición y a sus propios guerreros muertos, lamenté no haberme cortado el cuello con mi machete en lugar de pelear.

Uno de los subalternos de Canek, un guerrero que, como ya sabíamos, hablaba un poco de español, se acercó a la jaula. Descubrí que el sacerdote inquisidor también sabía algo de maya porque comenzó a hablar en una mezcla de los dos idiomas.

Le pregunté a Carlos qué decía.

—Le está diciendo que está bien que nos coman a nosotros, pero que a él debería perdonarlo porque es un hombre sagrado.

No tuvo mucho éxito en transmitir su mensaje, porque el guardia sólo lo miró con una expresión estúpida.

—¿Es eso lo que te enseñaron en la Inquisición, a salvarte a costa de tu rebaño? —pregunté.

Estaba inclinado, con las manos en los barrotes de la jaula, de espaldas a mí. Se volvió el tiempo suficiente para dedicarme un gesto de la calle que yo no había utilizado desde que me habían echado del seminario. Le di una patada en el culo, por debajo de las nalgas, con la punta de mi bota machacándole los cojones. Su cabeza chocó contra la jaula y cayó, sujetándose sus partes masculinas y gritando a voz en cuello.

Los indios se acercaron a la jaula para disfrutar del espectáculo. No podía incorporarme completamente, pero les dediqué una reverencia lo mejor que pude.

—Desgraciados cabrones —dije—, él y los salvajes.

—Sólo intenta salvar su vida —manifestó Carlos.

—Eres demasiado bueno. Prestó juramento para cuidamos a todos cuando vistió el hábito.

—Juró salvar nuestras almas, no nuestras vidas —me corrigió mi amigo.

—¿Y qué me dices de esas criaturas?… ¿Qué juramento hicieron ellos?

—El pacto de sangre. Sólo hacen aquello que creen que complacerá a sus dioses. ¿No es eso lo que hacen nuestras iglesias cuando nos queman en la hoguera por transgresiones reales o imaginarias? ¿Qué hacen los infieles cuando matan a las personas por no inclinarse hacia La Meca ocho veces al día? ¿Qué…?

Me incliné para sujetarlo de la pechera de la camisa.

—Amigo, éste no es momento para mostrarse comprensivo y hacer de erudito. Esos salvajes nos arrancarán el corazón y nos comerán vivos.

—Para derrotar a tu enemigo, debes conocerlo.

—¿Eso es algo que dijo tu héroe Napoleón?

Se encogió de hombros. Se lo veía pálido y débil. Había recibido una herida en la pelea con los indios y había perdido sangre. Le había quitado la punta de pedernal de una flecha de un costado de la pierna.

—No sé quién lo dijo. Quizá sea yo el primero. Pero lo que quiero decir es que despreciar a esas gentes como salvajes de nada te sirve. ¿Acaso nuestros conquistadores trataron a sus antepasados de manera diferente de como nos tratan ellos ahora?

—Sí…, quizá les robaron, los violaron y los mataron, pero, señor erudito, Cortés no se los comió.

Discutir con Carlos no tenía sentido. Desde que se había enterado del ataque francés a España y del levantamiento que había provocado, había cambiado. Era un admirador absoluto de todo lo francés, pero también un español. En su mente, había justificado espiar para los franceses llevado por la idea de que podía liberarlos de un incompetente rey español y ayudar a dar paso a la Ilustración. Pero Napoleón había puesto a su propio hermano en el trono y asesinado a aquellos españoles que se oponían al rey extranjero. Y eso haría hervir la sangre de cualquier patriota, la verdad.

Para Carlos, la traición de Napoleón a los españoles que le daban su apoyo había sido catastrófica. Quizá en su propia mente, ser asesinado y comido por los salvajes era un justo castigo. Para mí, el mundo era más sencillo. Yo no tenía ningún interés en los reyes y las guerras, en quién tenía razón o no, en quién era bueno o malo. Sólo quería que no me comiesen. Necesitaba encontrar un plan de fuga. Dado que Carlos siempre había respondido por mí, lo incluía en él. En cuanto a fray Baltar…, podía envenenar a los indios con su alma tóxica.

Los guerreros se apartaron de las jaulas y se reunieron junto al cenote, el profundo pozo de agua donde los miembros de la expedición estaban bañándose cuando los capturaron.

—¿Qué están haciendo? —le pregunté a Carlos cuando oí los gritos de entusiasmo.

—Uno de los nuestros, Ignacio Ramírez, un erudito de arte primitivo, tiene el pelo ondulado. Las ondas imitan las olas en el agua, por lo que los indios creen que los dioses del agua se muestran muy complacidos cuando sacrifican a alguien con el pelo ondulado. Para complacer a los dioses acuáticos, le están arrancando el corazón a Ignacio y lo lanzarán al agua.

Carlos hablaba con muy poca emoción. Bien podría haber estado describiendo las pinturas de la pared de un templo indio. De nuevo parecía resignado a su destino, como si mereciese ser comido vivo. Lo último que deseaba para mí era mi justo castigo.

A última hora de la tarde, los indios nos sacaron de la jaula y nos vistieron con las prendas de ceremonia que llevaríamos en nuestro sacrificio. Después de habernos encerrado de nuevo para esperar nuestro turno, aún quedaba una jaula con miembros de la expedición delante de nosotros. Le susurré a Carlos:

—Frótate con tierra las partes visibles de tu cuerpo para que no se vean tan blancas.

—¿Por qué? —preguntó.

—Para que puedas pasar por indio, al menos al amparo de la oscuridad.

Fray Baltar me oyó. Desde mi bien dado puntapié, se había mantenido en el lado opuesto de la jaula, mirando en mi dirección sólo para dirigirme miradas de odio.

—Voy con vosotros.

—No, señor inquisidor, necesitamos que te quedes por aquí y que te coman mientras nosotros escapamos. No te importará morir por tus hermanos, ¿verdad? Quizá si te sacrificas, Dios te perdonará por todos los males que has causado en su nombre.

—Dios te castigará —replicó, furioso.

—Ya lo ha hecho. Estar enjaulado contigo es un infierno.

Me hubiese gustado arrojar al fraile a los salvajes miembro a miembro, pero necesitaba que viniese con nosotros para impedir que denunciase mi plan.

Mientras dormitábamos en el calor de la tarde, Carlos me habló de una expedición anterior de conquistadores españoles que invadieron Yucatán en busca de tesoros. Los relatos de la abundancia de oro y plata atrajo a parte del ejército a Chichén Itzá, donde los indios los atacaron.

—La batalla duró todo el día, y murieron ciento cincuenta españoles mientras los demás buscaban refugio entre las ruinas. Esa noche, los españoles llevaron a cabo una serie de ataques sorpresa al campamento indio para perturbar su sueño. Por fin, poco antes del alba, con los indios agotados, los españoles ataron a un perro al badajo de una campana y pusieron un poco de comida algo más allá del alcance del perro. Antes, los españoles habían hecho sonar la campana de vez en cuando, para hacerles saber a los indios que todavía estaban allí. Pero esta vez, mientras el perro hacía sonar la campana en su intento por alcanzar la comida, los españoles aprovecharon para escapar en silencio.

Ese atardecer, mientras los indios juntaban apetito, bailando y bebiendo pulque, utilicé el trozo de pedernal que había quitado de la pierna de Carlos para cortar las lianas que utilizaban como cuerda para sujetar la estructura de la jaula y la abrí por un costado. Les metí prisa a Carlos y al sacerdote inquisidor para que me siguiesen, y los tres nos arrastramos hasta la montaña de maíz y los restos de las mazorcas comidas cerca de las jaulas.

Utilicé de nuevo el pedernal, esta vez con el metal de la hebilla de mi cinturón para encender las mazorcas secas. Nos apresuramos a extender el fuego, que una fortuita brisa convirtió en un infierno. Los indios corrieron hacia la hoguera. Vestidos como guerreros mayas, nos confundimos entre ellos y nos fugamos a través de la muchedumbre borracha.

Cuando ya estábamos lejos del grupo principal y nos disponíamos a entrar en la selva, fray Baltar se topó con un centinela. El indio lo miró. El sacerdote se volvió para señalarnos a Carlos y a mí. «¡Allí!», gritó en maya. ¡Ay!, debería haber obedecido mi primer instinto y haber degollado al sacerdote. Carlos y yo corrimos en la oscuridad hacia el interior de la selva, con el centinela persiguiéndonos con su lanza. A cubierto de los matorrales, me volví de pronto y me agaché para que el indio cayese sobre mí. Rodó sobre sí mismo, levantando la lanza cuando salté sobre él. La hoja me cortó el hombro izquierdo, pero cuando se volvió para ponerse a cuatro patas, me monté sobre su espalda, le rodeé el cuello con el brazo y empujé con la rodilla en la columna vertebral hasta partirle el cuello.

Ahora había más indios que se movían en la espesura. Sujeté a Carlos del brazo.

—¡Corre!

Corrimos, tropezando y cayendo a lo largo del camino, lo que hacía que nos demorásemos. Por fortuna, a los salvajes que nos perseguían tampoco les iba muy bien, y nosotros estábamos del todo desorientados sin saber qué rumbo tomar. Me aparté de los matorrales y continué dirigiendo a Carlos hacia las profundidades de la selva.

Cuando mi amigo ya no pudo correr más, lo ayudé a trepar a un árbol. Nos sentamos en las ramas más altas y escuchamos los gritos y las pisadas de los indios. Pero entonces el cielo abrió sus compuertas, y un tremendo aguacero se abatió sobre la selva, ocultándonos a nosotros y también nuestro rastro. Con un poco de suerte, muy pronto los indios se cansarían de chapotear en el agua.

Permanecimos en el árbol hasta la aurora, incómodos, pero conseguimos dormir de vez en cuando. No había oído ningún movimiento durante horas, y decidí que había llegado el momento de bajar.

Carlos cayó del árbol cuando llegó a los últimos tres metros. La herida en la pierna se había abierto, temblaba a causa de la malaria, y descubrí que tenía otra herida en la espalda. Había recibido otro flechazo allí, y no me había dado cuenta hasta que lo examiné a la luz del día. ¡Ay! La camisa y el pantalón chorreaban sangre. Había perdido demasiada sangre como para continuar. Mi herida era de poca importancia…, mientras no se infectase.

—Vete —me dijo—. Date prisa, puede que todavía nos estén buscando.

—No te dejaré.

Me sujetó por la pechera de la camisa.

—No seas tan idiota como siempre has creído que soy yo. Sé quién eres, don Juan de Zavala.

—¿Cómo…?

—En Teotihuacán, los alguaciles preguntaron por un hombre con ese apellido. Por la descripción, comprendí que eras tú. Además, caminas como un maldito caballero. Y esas botas… —susurró.

—Entonces está claro que no te dejaré. —Sonreí—. Tengo que llevarte a Mérida para que puedas reclamar la recompensa.

Tosió y la sangre escapó de su boca.

—La única recompensa que recibiré es una temporada en el infierno por traicionar a mí país —afirmó con gran dolor, y se colgó de mi camisa para acercarme—. Tienes que ir allí…, a mi ciudad, Barcelona. Llévate mi anillo, el relicario… Dáselos a mi hermana Rosa. Dile que yo estaba equivocado… Lo que ella hizo no es un pecado…, es la voluntad de Dios…, el sendero.

Nunca llegó a decirme lo que Dios había deseado para su hermana antes de toser una última vez y de que su vida lo abandonase en un único y largo suspiro.

Cavé un agujero lo mejor que pude y lo sepulté cubierto con ramas. Los animales lo encontrarían, pero no creí que a él le importara demasiado. Había entregado la vida, y ahora su única preocupación sería por su alma. Recogí los anillos, el relicario, los documentos de identidad y la bolsa de dinero de Carlos. Le dije adiós a mi amigo erudito saludándolo por su coraje y sus ideales, y desaparecí en la jungla.

Sabía que Mérida estaba en algún lugar al este de las ruinas, a varios días de viaje incluso para un hombre con buena salud. En mi marcha por la selva, las zarzas rasgaban mi piel, abriendo de nuevo la herida del hombro y haciéndola sangrar. Me asaba con el calor, me empapaba con los tremendos aguaceros y me moría de hambre. Me fui debilitando y me sentía cada vez peor cuando sufría los ataques de fiebre. Tambaleándome a través de la selva, apenas si sabía quién era o dónde estaba. Por fin, me desplomé y fui incapaz de levantarme. Mi mente soltó sus amarras y me hundí en un negro vacío.

Cuando desperté, la tierra temblaba y unos extraños sonidos llenaban el aire. Me dominó el terror, convencido de que el suelo se estaba abriendo, que un volcán explotaba debajo de mí. Me levanté y vi una bestia cornúpeta que me atacaba. Me arrastré fuera de su camino y encontré refugio detrás de un árbol. La «bestia cornúpeta» fue seguida por varias docenas más —eran reses— arreadas por unos vaqueros.

Uno de los jinetes me vio y casi se cayó del caballo. Gritó, pasmado:

—¡Un fantasma!

—¡No! —grité a mi vez—. ¡No soy un fantasma, sino un español! —y luego me desmayé de nuevo.