CINCUENTA

Carlos me contó más cosas acerca de la tremenda historia de los primeros españoles en la región de Yucatán mientras cruzábamos la península.

—Colón nunca pisó el suelo del continente americano; sus movimientos se restringieron a las islas del Caribe. La península de Yucatán fue descubierta en 1508 por Juan Díaz de Solís y Vicente Yáñez Pinzón. Pinzón había capitaneado la Niña para Colón en el descubrimiento del Nuevo Mundo. Solís y él navegaron a lo largo de la costa de Yucatán, hasta una zona de América Central, en busca de un paso a la isla de las Especias. Por fortuna para Pinzón, él y Solís discutieron, y el primero regresó a España. Solís desembarcó mientras exploraba una zona ribereña en Sudamérica. Los indios charrúas los atacaron y los capturaron a él y a sus hombres, y se los comieron uno a uno a la vista de los demás marineros. Sólo un hombre escapó para narrar lo sucedido.

¡Ay! ¿Qué pensamientos habrían pasado por las cabezas de los marineros mientras miraban cómo cortaban, cocinaban y se comían a sus compañeros, sabiendo que no tardaría mucho en llegarles el tumo? Y lo más importante, ¿cómo era el hombre que había escapado para contar la historia?

—Después de la derrota de Moctezuma, la Corona le dio a uno de los capitanes de Cortés, don Francisco de Montejo, la comisión real para conquistar a los pueblos de las «islas» de Yucatán y Cozumel. Montejo no tardó en descubrir que los indios de Yucatán eran los guerreros más feroces de toda Nueva España. Allí donde iba, encontraba resistencia. Como un tonto, envió a uno de sus capitanes, Dávila, a Chichén Itzá, de donde acabó por retirarse con muchas bajas. Después de años de lucha y pérdidas, hacia 1526 los indios habían expulsado a los españoles de Yucatán. Alrededor de 1542, dieciséis años después de que Montejo recibió la licencia real para conquistar Yucatán y veintiún años después de la caída de Moctezuma, los españoles habían conquistado lo suficiente de la región para ocupar con cierta seguridad las zonas alrededor de Campeche y Mérida.

Dejamos Mayapán y comenzamos la marcha a través de la selva hacia la ciudad que Carlos más deseaba ver: Chichén Itzá.

Me había instruido sobre la ciudad mientras viajaba.

—Me han dicho que Chichén Itzá es un lugar muy grande. —Apartó una garrapata de la pernera del pantalón—. Como hemos visto, en Yucatán hay muy poca agua. Los violentos aguaceros son muy frecuentes durante la estación de lluvias, pero el terreno de la península no retiene el agua. La única fuente de agua durante todo el año para gran parte de la región son los cenotes, agujeros en las formaciones de piedra calcárea. Chichén Itzá fue construido en el lugar de dos de esas reservas. Fueron los cenotes los que dieron a la ciudad el nombre: chi, que significa «boca», y chén, que significa «pozos». Itzá se refiere a la tribu que vivía allí.

—Así que el nombre significa «la gente que vivía en la boca de los pozos».

—Nadie lo sabe a ciencia cierta. No sabemos cuánto tiempo estuvo habitada la ciudad, pero calculamos que fue fundada hace mil años, quizá más o menos para el tiempo en que las hordas bárbaras asolaban los últimos restos del Imperio romano y los ejércitos de Mahoma se hacían con el norte de Africa y la península Ibérica. Para el momento en que conquistamos la región, la mayoría de las grandes ciudades habían sido abandonadas y la gente vivía en comunidades más pequeñas. Una vez más, no sabemos por qué razón se fugaron sus habitantes.

Nada me había preparado para las maravillas de la antigua ciudad llamada Chichén Itzá. Las ruinas cubrían más de una legua cuadrada, y la vegetación que ocultaba la mayor parte de las otras ciudades indias había sido retirada de los magníficos edificios en el corazón de las ruinas.

—Es extraño —comentó Carlos—. Alguien se ha tomado el tremendo esfuerzo de limpiar de vegetación El Castillo y otras estructuras.

La ciudad era un regalo para nuestros ojos, con maravillosos edificios que incluían un observatorio para el estudio del cielo nocturno. Una vez más me sentí impresionado por el poder y la gloria de una antigua civilización que había construido esos monumentos y, como Carlos señaló, lo habían hecho sin herramientas de metal para tallar ni bestias y carros con ruedas para la carga.

Nos detuvimos en un increíble campo de deportes, un lugar para jugar a un juego de pelota que Carlos llamó pok-ta-pok. El campo medía más de doscientos pasos de largo y unos cien de ancho.

—El pok-ta-pok era incluso más peligroso que el toreo —comenté. Le señalé un bajorrelieve en la pared que mostraba al vencedor de un partido sujetando la cabeza decapitada del derrotado.

El nombre de El Castillo para la pirámide de Chichén Itzá no se lo habían dado los indios, sino los españoles, que habían encontrado un parecido de la estructura con un castillo europeo.

Los edificios de piedra me parecieron tan extraños y siniestros como las oscuras y retorcidas formaciones en las cavernas que habíamos explorado. Buscar el camino a través de los matorrales y las plantas trepadoras para ver las otras ciudades que habíamos visitado me había distraído de la magnificencia de los lugares, pero con el centro de la antigua ciudad despejado ante nosotros, su grandeza me dejó atónito. ¿Cómo podían los indios, a los que siempre había tenido por unos vulgares salvajes, haber construido esa magnífica ciudad que ahora aparecía ante mis ojos?

El Castillo, me dijo Carlos, tenía unos veintisiete metros de altura.

—Noventa y un escalones en cada uno de sus cuatro lados y un escalón en la plataforma superior para un total de trescientos sesenta y cinco. Es el mismo número de días que tiene el año solar, el tiempo que tarda la Tierra en dar una vuelta alrededor del Sol. Los astrónomos mayas de ese período estaban mucho más avanzados que sus colegas europeos. ¿Ves ese elegante edificio de allí? Es el Observatorio, y es quizá donde los observadores del cielo contemplaban las estrellas y hacían sus cálculos.

Luego señaló la talla de una serpiente emplumada en lo alto de la pirámide.

—El dios Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, conocido por los mayas como Kukulcán. Durante los equinoccios de primavera y otoño, las sombras proyectadas por el sol poniente le dan la apariencia de una serpiente que se desliza por los escalones del Castillo. Dicen que es una visión terrorífica.

Nos detuvimos junto a un cenote entre las ruinas. Era más un lago hundido que un pozo, de forma oblonga, de unos ciento cincuenta pasos de largo y un poco menos de ancho. Había una distancia de veinte metros desde la superficie del agua al borde donde nos encontrábamos.

—El culto del cenote —añadió Carlos.

—¿Señor?

—De la misma manera que las otras naciones indias creían que los dioses debían ser alimentados con sangre para apaciguarlos, los mayas también practicaban el sacrifico humano. Ataban a sus víctimas y las arrojaban a este cenote y también a otros en Yucatán. Tenían sacerdotes, llamados chacs, que sujetaban los brazos y las piernas de las víctimas del sacrificio. Hace un momento pasamos junto a una figura de piedra del tamaño real de un hombre tumbado sobre la espalda con la cabeza levantada y las manos sujetando un cuenco, el dios Chaac. Los corazones humanos eran depositados en su cuenco después de haber sido arrancados de los pechos de las víctimas.

Carlos dijo que los romanos, los hunos y otras tribus europeas, los cruzados, los verdugos de la Inquisición, los infieles de Mahoma y las hordas mongolas tenían pasados violentos. ¿Era propio de la humanidad buscar la satisfacción en la sangrienta matanza?

Incluso antes de que montásemos el campamento, el sargento y los otros soldados se habían unido a Carlos y el resto de la expedición en correr al cenote para darse un baño en las frescas y oscuras aguas. Podían disfrutar de su baño. No me importaba cuánto tiempo hubiese pasado desde que alguien había sido sacrificado en la piscina. Para mí estaba poblada de fantasmas.

Mientras nadaban, fui hasta la pirámide llamada El Castillo. Los escalones no estaban hechos para los débiles de corazón, pues eran casi verticales. Si bien habían quitado la mayor parte de la vegetación, una trepadora todavía podía engancharte un pie y enviarte cabeza abajo.

Había subido unas tres cuartas partes del camino cuando vi algo que me hizo detener, estupefacto. Los escalones superiores estaban manchados de sangre. Era sangre seca, pero en ese clima tan caluroso, la sangre podía secarse casi en el acto en cuanto tocaba las piedras calientes.

Me volví y miré hacia abajo como si esperara encontrar a mis nocturnos sabuesos del infierno a mi espalda.

Estaban.

Centenares de indios habían entrado en la zona despejada entre El Castillo, donde yo había subido, y el cenote donde se bañaba el resto de la expedición. Habían llegado en silencio, sin decir una palabra o romper una rama.

Además de su gran número, lo primero que me llamó la atención fueron sus trajes de combate, las lanzas, los escudos y los preciosos tocados. Los había visto antes; al menos había visto a sus hermanos espirituales. Tallados en muchas de las paredes de las ruinas indias que habíamos visitado, estaban esos guerreros del pasado, de los días en que los grandes imperios indios gobernaban lo que ellos llamaban el Único Mundo.

En el centro de la multitud india destacaba una figura, un guerrero con el más hermoso de los tocados, un gran despliegue de brillantes plumas verdes, amarillas y rojas.

No necesitaba presentación; debía de ser Canek, el cacique maya rebelde que había reunido a un ejército y revivía las «viejas costumbres». Alzó la lanza y gritó. De inmediato se oyó un tremendo alarido de los guerreros. Unos cargaron escalones arriba hacia mí, y los demás hacia el cenote.

Desenvainé el machete de la funda que llevaba sujeta a la espalda. Mientras los guerreros subían la escalera gritando como espectros del más allá indio, mi último pensamiento fue preguntarme cómo sería ver que se comían a mis compañeros uno tras otro mientras yo esperaba mi tumo.